13 de octubre de 2025

Las grandes historias

Escribe Arundhati Roy en su novela El dios de las pequeñas cosas

«... el secreto de las grandes historias es que no tienen secretos. Las Grandes Historias son aquellas que ya se han oído y se quiere oír otra vez. Aquellas a las que se puede entrar por cualquier puerta y habitar en ellas cómodamente. No engañan con emociones o finales falsos. No sorprenden con imprevistos. Son tan conocidas como la casa en la que se vive. O el olor de la piel del ser amado. Sabemos cómo acaban y, sin embargo, las escuchamos como si no lo supiéramos. Del mismo modo que, aun sabiendo que un día moriremos, vivimos como si fuéramos inmortales. En las Grandes Historias sabemos quién vive, quién muere, quién encuentra el amor y quién no. Y, aun así, queremos volver a saberlo.»

Supongo que este párrafo de sabiduría y lucidez es válido para la literatura, en particular, y parece inevitable convocar también al cine, ese arte mayor y vampiro implacable de las letras.

Esa fidelidad a las Grandes Historias podemos extenderla a las bellas historias, que quizá en algunas en eso resida su grandeza. Un Hamlet es un Hamlet es un Hamlet, y un buen aficionado no desdeñará por la soprano o maestro con batuta asistir una vez más a una función de La Traviata, de la que un cálculo conservador y si la memoria no traiciona del todo, debe estar cerca de las treinta o treinta y cinco representaciones en una vida dedicada a escuchar ópera. 

El actor, el cantante, la dirección escénica, el teatro y el momento, la ciudad que nos acoge unos días para volver a las Grandes Historias. No nos mueve la posibilidad de la sorpresa, ni el giro imposible en la trama, sino en la interpretación, en lo que nos dejara esa función, en la sutil verdad revelada en esa velada y en ninguna otra.

Los niños tienen el don, la paciencia y la gracia de ver una vez tras otra su película favorita (y las otras también), y en cada vuelta o exhibición recogen información que asimilan con rigor. Un amigo mío le preguntó a su hijo que por qué quería ver una vez más la misma película. La respuesta fue asombrosa: «Es que todavía no nos la sabemos completa de memoria.»

Atados a las Grandes Historias los adultos también somos así, aunque tengamos otros motivos, como los que señala Roy (pero es cierto que un buen aficionado se sabe La Traviata de memoria). Si extendemos la cuerda que nos lanza la novelista india, podemos suponer que nos gustan las certezas más que las sorpresas. El dicho popular dice que más vale malo por conocido que bueno por conocer. 

Pareciera que estamos más cómodos en el territorio conocido, donde todo está en su sitio, por triste o duro que sea (sin excluir el tedio conyugal). Seríamos poco inclinados a lo extraño, lo desconocido, las innovaciones y cambios. Regresar al mismo hotel conocido del mismo destino turístico es una alegría y un consuelo. Y sin agenda fija, se volverá a la misma playa, al mismo restaurante y se pedirá el platillo degustado en la visita anterior, y en la anterior de la anterior. 

Si esto es verdad, no queremos otra cosa que lo visto y lo conocido. Y aunque se le diera la vuelta al mundo el mejor sitio es donde estuvimos, de donde venimos. 

Acabamos por tener no sólo convicciones políticas (y éstas no siempre son tan sólidas e inmutables), sino preferencias tan inexplicables y caprichosas que sería difícil justificar. Nadie exige cambios bruscos, ¿pero los zapatos y las camisas tienen que ser siempre de la misma marca? 

Saber con firmeza y conocimiento de causa que tenemos una película favorita, o un compositor, o un novelista que nos encandila habla bien del que tiene las cosas claras: ha hecho un examen y un reconocimiento y tiene sus preferencias y conclusiones.

Pero acabamos por ser fiel a unos grandes almacenes, a una tienda, a una marca de dentífrico, detergente para trastos y jabón para ropa. Esto es demasiado. Nos hemos desviado del camino. Sin duda Arundhati Roy se refería a otra cosa cuando llamó nuestra atención a las que llama Grandes Historias.