Tal vez le debemos a Michel de Montaigne la sentencia devastadora que nos recuerda que una función de la memoria es el olvido. Si no es suya, estaría de acuerdo, y aun la celebraría. Quien la dijo tenía conocimiento de causa, sabía lo que decía. Y sólo podemos celebrar esa aparente contradicción.
Si no olvidáramos, estaríamos expuestos a ese terrible mal que aquejaba a Funes, el memorioso, y Borges con maestría absoluta supo imaginar y ejecutar. No olvidar debe de ser una forma del infierno. Recordar las ofensas recibidas, los sinsabores, las derrotas de cada día debe de ser devastador para el ánimo y el espíritu. Las empresas exitosas, los logros y victorias también están ahí, y también pueden ser nocivas si alimentan y engordan el ego.
Recordar el encabezado de un periódico de hace diez años es tan inútil o fatigoso como podría antojarse la tarea de Sísifo. Recordar los sesenta nombres y apellidos de los compañeritos de segundo de primaria debe tener algo de castigo de los malos dioses.
Si no olvidáramos no podríamos vivir. No podríamos imaginar con optimismo un futuro que empieza esta misma noche. Claro que la memoria ayuda a no tropezar dos o tres veces con la misma piedra. Pero la verdad es que tropezamos, por falta de memoria o contumacia.
Vivimos momentos y días que juzgamos memorables: dignos de tenerse presentes y volver a ellos para sonreír y confortar el arma. Pero también guardamos recuerdos en apariencia intrascendentes que tendríamos que explorar mediante el psicoanálisis o la hipnosis o cualquier otro método que ayude a desentrañar el significado.
Recordar quiénes éramos los comensales de una comida de cumpleaños en un restaurante francés hace veinte años, y recordar lo que pidió cada uno tiene un sabor agridulce en el devenir de la existencia. ¿Para qué? ¿Por qué?, son preguntas pertinentes pero tal vez inútiles.
Mi padre, que no llegó a ser un viejo, en sentido estricto, podía recordar lugares, trozos de conversaciones, nombres, datos, fechas siempre y cuando hayan sucedido en un pasado remoto, y tenía dificultades para recordar que había comido el día anterior.
Aún recuerdo fragmentos de «La suave patria» que memoricé cuando tenía diez años. La memoria, caprichosa, no me lo ha arrebatado del todo, pero tampoco me lo devuelve completo.
Sin memoria no somos. Perderla es quedarnos sin identidad. Somos lo que fuimos, y lo que recordamos. Sin memoria, no sabríamos ni nuestro nombre, ni quiénes somos. Por eso aterran las consecuencias de las fallas de memoria y los males que la inducen y provocan.
Y lo que recordamos puede ser menos relevante que lo olvidado. La memoria es nuestro ser, y opera de manera tan extraña que sería ocioso tratar de entenderla. No sé si se pueda olvidar a voluntad (no lo creo), pero Montaigne sabía que «Nada se fija tan intensamente en la memoria como lo que deseamos olvidar». Y tantas cosas que merecerían un recuerdo fijo terminamos por desecharlas y echarlas al olvido.
El otro día salí a comprar pan. En el camino pensé que también debería de llevar un poco de queso, y ya no había casi nada en el frutero. Fui de compras, llevé queso y fruta y otras cosas a casa. La bolsa estaba llena. Volví satisfecho de mi recorrido por las tiendas del barrio. Pero regresé sin pan. Olvidé comprarlo. Y salí de casa por unos bolillos.