6 de septiembre de 2021

Luz interior

Pensar tus ojos para que la luz sea interior,
para que se derritan y escurran las palabras
en el crepúsculo naciente de lo inefable;
Pensar en tus ojos y en que a veces estallan
en equinoccios perdidos a destiempo en el fuego vivo,
carnal, que engendra su brasa infinita en la memoria,
en la petrificada y efímera figura del calidoscopio
que se alza en la forma mientras se aniquila;
En ellos y en las metáforas, con la certeza gris negra
y verde y azul marrón ámbar de que algo vuela
y expira en la mirada de las abejas marinas;
En su torre de cristal,
en los histéricos itinerarios de sus alas,
en las cerraduras de sus cofres secretos,
en lo que son y en lo que ocultan, 
en sus destierros, 
en sus formas del misterio,
certezas de las nebulosas en torbellino,
senderos, dos veleros con derrota;
Pájaros de mitología que encarnan lo que no fueron
y lo que son lejos de sí mismos,
agua de los pozos, perversa inocencia
de música eólica que todo lo ablanda;
Cantar sin nombrarlos en su beso luminoso
de palomas presas que todo lo saben y todo lo ignoran, 
omnipresentes videntes que no se miran entre ellos;
Relámpagos de mentiras, engaños del espejo
y de las teorías de Isaac, el inglés,
velamen a la deriva en el mar de sus cauces,
destellos de la anunciación,
horizontes de la tristeza infinita;
Hacedores de historia rebeldes a su pasado,
continentes de nostalgias arrebatadas en lágrimas
de risa y odio, de anhelos y pantanos olvidables,
constelaciones mutantes de humo y ruinas,
fugaces figuras de tierra prometida,
cántaros de agua y aceite,
cestas de cebolla y canela,
ventanas del jardín y los senderos,
lluvia de profundos minerales,
puñales de piedra, flechas de ónix,
peces de agua azul y cola brillante,
repique de campanas al vuelo,
descargas eléctricas en cielo de verano,
redes de cristal de roca y nube,
arrecifes al borde del vértigo,
claveles deshojados en cosméticos,
sueños de corales infinitos,
islas de arenas movedizas,
goteras de nieve derretida,
olas marinas salvajes que estallan en risa,
caracoles brillantes de playas sin nombre,
guijarros que guardan y colman el pasado,
linces heridos al acecho de la vida,
frágiles fragatas de alta mar en tierra,
lunas gemelas de caramelo y algodón,
papalotes de colores en cielos infantiles,
cantos de río y montaña al alba,
mariposas posadas de la resurrección,
potros desbocados en las praderas,
óleos y pinceles del otoño,
miradores inventores del paisaje,
testigos mudos de lo visible,
fuentes de luz en surtidores,
andamios de equilibrio en la belleza,
amorosos pétalos del día y sus rostros,
guardianes de la noche y su silencio,
acuarelas ingenuas y animadas,
piedras hechas de barro y tiempo,
cavidades cristalinas de humedad,
ternura acuosa y revelación del lamento,
puertas del llanto y del lodo original,
seductores profesionales a sueldo,
heraldos del paraíso prometido,
náufragos de tormentas y soledades habitadas,
sonrisas del sol creadoras de contornos,
inventores de geometrías trascendentes,
ficciones anheladas de la maravilla,
monedas invaluables de polvo de oro,
cámaras de realidades imposibles,
sonatas improvisadas de luz y sombra,
ríos de armonía en contrapunto,
eclipses terrenales sin astros,
vagabundos creadores de caminos,
verdades en grito de cara al sol,
deseo encarnado en llamaradas,
fuego que se desangra en la mirada,
pozos de la tarde moribunda,
dos gritos poblando el cielo,
indomables petrificantes del mundo,
visiones gemelas en tu rostro;
Ojos de mujer, de vida amenazada,
ojos de perro, de vaca, de jade,
de whisky, de aire-nada,
del que es llevado al patíbulo,
del que nada sabe,
ojos de agua de charco y de agua bendita,
de la miseria y la esperanza,
ojos que verán a la muerte sorprendida;
Pensar tus ojos y mirarlos, y mirarlos
para que la luz sea interior;

4 de septiembre de 2021

Una carta astral

Una relectura atenta de Rayuela me lleva a revisar nombres propios y detalles que en otras lecturas había pasado por alto. En el capítulo 99 Cortázar menciona, de paso, al doctor Petiot: «asesino eminente»; se refería a Marcel Petiot, bestia humana y asesino en serie cuya vida ofrece material para una novela de terror, que fue juzgado y guillotinado en mayo de 1946.

Michel Gauquelin, psicólogo y estadístico, estuvo toda su vida obsesionado con la astrología. Con la ayuda de su esposa, la psicóloga Marie-Françoise Schneider, realizó un experimento singular y a la vez una gran tomadura de pelo. Envió los datos del lugar, fecha y hora de nacimiento de Marcel Petiot a una empresa que se jactaba de hacer horóscopos por computadora. 

El astrólogo o su máquina supusieron que se trataba de los datos de Gauquelin, su cliente, al que le enviaron su carta astral y una interpretación sobre su personalidad en estos términos: «Su instintiva calidez se alía con el intelecto y el ingenio [...] Está dotado de un sentido moral que es reconfortante: el de un ciudadano digno y de buen juicio [...cuya] vida encuentra expresión en total devoción por los demás...». Una ramillete singular de elogios.

Entonces Gauquelin, en abril de 1968, puso un anuncio en un periódico de París: ofrecía un horóscopo personal de diez páginas, completamente gratis, a las personas que enviaran sus datos y después de recibir su horóscopo estuvieran dispuestas a responder un pequeño cuestionario. A las más de ciento cincuenta personas que respondieron les envió el horóscopo y el perfil de la personalidad de... ¡Marcel Petiot!, que el astrólogo de la computadora le había enviado al propio Gauquelin.

Muchos de los que recibieron su horóscopo personalizado no sólo se reconocían en el retrato psicológico, sino que se sentían más que satisfechos e incluso impresionados por la precisión con que había sido captada su personalidad. Para la gran mayoría había sido descrita con fortuna la clave de los sucesos de su vida y de su entorno familiar. Una respuesta decía: «El trabajo hecho por la máquina es maravilloso [y], en general, a cualquiera que me conozca bien le ha parecido muy exacto, especialmente a mi esposa.»

Casi todos quedaron muy complacidos y se reconocieron en el perfil psicológico, según el astrólogo, de un hombre perturbado, perverso y asesino serial. En otro estudio, Gauquelin le pidió a un grupo de astrólogos que estudiaran cuarenta cartas astrales, veinte de criminales y veinte de ciudadanos ejemplares. Los resultados no llegaron a ninguna conclusión, todo era especulación y azar: la astrología no distinguía a unos de otros. 

Gauquelin siguió haciendo experimentos sin concluir nada a favor de la astrología. Dedicó su vida a buscar respuestas donde tal vez no las haya. Se suicidó a los sesenta y dos años (no sabemos si algún astrólogo le vaticinó su fin). Todo esto es una historia conocida, que se publicó en los periódicos y hoy se puede recuperar en la Red, pero vale la pena recordarla antes de pedirle a un astrólogo una carta astral. Por lo menos, las que enviaba Michel Gauquelin a sus clientes/conejillos de indias los dejaban muy contentos y eran gratuitas.

29 de agosto de 2021

Poesía es...

En el momento en que alguien es tocado por el numen de la poesía, que suele suceder en la adolescencia, se sabe llamado, y, para algunos, elegidos, la vida cambia. Entonces comienza el aprendizaje sin fin, la aproximación al misterio. Lectores, académicos y críticos, sin contar a los poetas, se preguntan qué es la poesía. Tal vez sea la gran pregunta, después de cuál es el sentido de la vida.  Tenemos mil respuestas, y frente a cada una la poesía escapa a la definición y vuelve a florecer.

Algunas poéticas merecen toda nuestra atención. De Platón y Aristóteles y Horacio a los ensayos de Eliot y Pound y Paz los poetas se preguntan qué hacen cuando escriben poesía. Todos lo saben, y ninguno tiene la última palabra. La poesía es fiel a sí misma y se fuga y escapa de todo lo demás. 

En los periódicos está todo. Cualquier lector atento lo sabe. No sólo se publican noticias y análisis, reportajes, también notas falsas, medias verdades, artículos que son una puñalada y mensajes políticos de la peor calaña; también se publican otras cosas, pero a veces aparecen respuestas no esperadas, incluso verdades reveladas. 

Hace unos días abrí un periódico y en la sección de cultura me encontré con la entrevista de una página de una señorita poeta, cuya fotografía, por fortuna, ocupaba casi la mitad, porque más revelaciones hubieran sido, por así decirlo, delirantes.

Dice la señorita poeta, de cuyo nombre no quiero acordarme, recién lanzada como la estrella poética de las redes sociales (que le dure quince días), que la poesía le va bien porque «al ser el género fundacional de la literatura es el más comprensivo, flexible y abierto a la experimentación, y me gusta mucho experimentar, porque la vida y la poesía son eso, y un milagro». 

Uno se apresura a tomar nota porque eso no lo había dicho ni Paul Valéry, y luego viene sin aviso previo la confesión impagable de que la poeta se da vuelo en este género porque (agárrese fuerte, lector, porque vamos a despegar) le «gusta conjugar ciencia, misticismo, historia, política y arte» y le ofrece «la posibilidad de crear sin etiquetas». Uno piensa en Homero, Virgilio, Dante, Milton y Quevedo y agradece su obra, aunque hayan creado con etiquetas. 

Y luego, entrados en materia, la poeta abre su alma y confiesa que: « En este género me doy vuelo, porque me parece que es una plataforma muy sabrosa para lo mismo expresar un estandarte político e intelectual que una inquietud emocional, sociocultural; para hacerla cromática».

Así que la poesía, viene a enterarse uno, después de desvelarse con Maiakovsky, Pavese, Kafavis, Pound, Paz, Eliot, Saint-John Perse y Mandelstam es eso: una plataforma muy sabrosa... para hacerla crómatica... De pronto, uno comprende que vivimos tiempos muy turbios en el que nada es lo que parece y puede decirse y hacerse casi cualquier cosa. Pronto, por donde vamos, el homicida le reclamará a la familia de su víctima el costo de las balas o el gasto de la tintorería por la salpicadura de la sangre que manchó su ropa.

En el mejor de los casos, pensé al cerrar el periódico, el misterio de la poesía, por llamarlo así, sigue intacto. Que nadie se confunda. La poesía evade las definiciones y esquiva a los necios; lo saben, deslumbrados, los poetas y los buenos lectores de poesía.

28 de agosto de 2021

Otra vuelta a Rayuela

Julio Cortázar descubrió, con sorpresa, que Rayuela (1963) era un libro para los jóvenes. Él pensó que escribía un libro para lectores de su edad, que ya rebasaba los cuarenta y cinco años, pero eran los universitarios de Europa y América los que se lanzaron al libro como si tuvieran un objeto mágico o una brújula en medio del desierto o en medio del mar en una noche sin estrellas. Rayuela fue un libro que cambió vidas, que rompió desde el lenguaje y la música y las actitudes vitales de los personajes las expectativas literarias y formas de vida de generaciones de lectores. Creo una manera rayuelesca de estar en el mundo, y rompió el mapa de la literatura hispanoamericana. Hoy circulan, están disponibles, al menos cuatro ediciones de Rayuela, que ya es más que un longseller un clásico. A casi sesenta años de su publicación sigue siendo leída… por los jóvenes. Acabo de releerla en un taller con lectores no del todo jóvenes con fatales resultados: les parece aburrida, pretenciosa, vana, demasiado intelectual, simple, sin argumento… Rayuela sigue atrayendo cada año a un buen número de lectores; para esos jóvenes lectores sigue siendo una fuente de respuestas, de preguntas, una novela/mandala, un camino al cielo, un faro vital.

9 de julio de 2021

Traductores, traducciones y derechos

Jorge Brash es un poeta y traductor, esos son sus oficios. Un poeta que traduce, de día y de noche, por placer y para ganarse la vida. Un traductor que escribe poesía para dar testimonio de la vida. Tiene otros dos oficios/vicios ocultos: es un aficionado a la música de tiempo completo (la palabra melómano, tan fea, le queda chica), y es un adorador sin remedio de los gatos. 

Al parecer, cuando Brash no está traduciendo (sobre todo textos científicos, en particular de ciencias médicas) y la musa no lo visita, traduce, por cuenta propia y pura diversión, buena literatura. Hacia el año 2000, tradujo, para su alegría y placer, con Elizabeth Corral Peña, The Catcher in the Rye, y aquí empiezan los problemas, porque en la traducción española, el célebre libro de J.D. Salinger ​se llama El guardián entre el centeno, y en la versión Corral/Brash: El guardián escondido...

Recuerdo el título en la portada de un libro, un cómic español para niños: «Garfield se lo monta.» Ese título no tiene ningún sentido para millones de niños hispanohablantes de América. No dice nada para ellos. Ante reclamos de lectores americanos, el editor de Anagrama, Jorge Herralde, ha dicho, y está publicado en la página digital de la editorial, que libros escritos coloquialmente serán traducidos así. Debemos entender: como lo entienden en su pueblo o le sale de los cojones y se caga en dios. Y pensar que es una delicia y un placer extraordinario leer a los grandes prosistas españoles de hoy, y de siempre, que con su escritura no sólo tienden puentes sino que celebran y hacen más rica la lengua.

No creo que estemos ante el célebre dicho, atribuido a Oscar Wilde, sobre la lengua inglesa británica y la estadounidense: «Una lengua común no separa.» No creo que hayamos llegado a tanto, pero es cierto que los libros de Harry Potter de  J. K. Rowling han sido dos veces traducidos, para las dos orillas del Atlántico, y también los de la saga de Stieg Larsson. Hay giros y construcciones y palabras inadmisibles: intragables.

Brash y Corral, bastante mayorcitos, se dieron a la tarea de traducir un libro para adolescentes que, espero, hayan disfrutado mucho, aunque sin posibilidad de recompensa: no había manera de publicar su versión mexicana porque no tenían los derechos de autor. Por fortuna, su versión fue publicada por Pie a Tierra, Gaceta literaria de la Universidad Veracruzana, que la publicó en tres entregas (números 33, 34 y 35-36 en el año 2000), bajo el recurso jurídico de que, al ser una publicación gratuita, no se lucraba con los derechos de autor, derechos de explotar una traducción, que tiene una editorial española. 

Ahora Brash, querido amigo, me envía, así nomás, sin previo aviso, la traducción de la obra de Louise Glück. Brash ha vertido con oficio, erudición, sabiduría, paciencia y amor la obra poética de más de medio siglo de la más reciente premio Nobel. Tal vez no está fuera de lugar decir que se enamoró de esa mirada poética. Si es así, ha hecho bien: es una poesía que hay que leer y releer. 

Brash me dice en un correo electrónico, con toda delicadeza, en el que me envía traducida por él, en un documento anexo, la poesía completa de Louise Glück, como si me enviara sustancias tóxicas o prohibidas, que comparte conmigo sus esfuerzos, y espera que goce, a la par, de la gran poesía y su traducción. 

Es una pena, me dice, que su versión no pueda publicarse, los derechos de autor, que son un gran tema a debatir, están en otra parte. Brash está seguro, me dice, que la poeta estaría encantada de que se obra, en versión mexicana (jalapeña), con algún arreglo razonable, pudiera ser leída y gozada por ese minúsculo grupo de lectores mexicanos interesados en la poesía. Que así sea.

5 de julio de 2021

Tormenta

 ¿Alguien más lo ha pensado; o mejor aún, alguien tiene una respuesta o explicación para esa variada intensidad, sonora y sobrehumana de truenos y ruidos aéreos? ¿Pudiera ser, para acompañar la lluvia, una sinfonía atonal de música en el gris del cielo? Sí. Todos los románticos se lo han preguntado, y han respondido con sus obras maestras. De cualquier modo, dioses o fuerzas de la naturaleza desatadas se expresan con vehemencias herederas de Beethoven y Mahler sobre mi ciudad esta tarde. ¿Alguien más percibe la fuerza del sinfonismo rotundo y total que se desata en el aire en esta tarde? La furia de los elementos ruge, y despliega su sinfonía, devastadora y total. ¿Tormenta e ímpetu? En el cielo se desata fortísima, plena de metales y momentos heroicos. Nadie puede permanecer indiferente. El estruendo es una descarga fascinante que puede imponer temor. Si el cataclismo durara una noche, se acabaría el mundo. Miro desde la ventana del jardín. Nada tengo que decir. También reina el asombro.

Magdalena

Magdalena es química, y a sus ochenta y tantos años (mi educación me prohíbe, por imprudente e improcedente e impertinente preguntar a las damas su edad exacta, pero no importa) sigue siendo profesora en una escuela preparatoria. Su lucidez y entusiasmo son devastadores, totales, y seguramente también sus enseñanzas. 

Su larga experiencia docente, y su entrega, estoy convencido, deben ser muy valiosas para sus alumnos; sus comentarios o recomendaciones deben ser decisivas a la hora de elegir carrera, de reconocer vocaciones. Así son algunos profesores, y estoy seguro de que Magdalena es uno de ellos.

Frecuento a Magdalena cada semana, en un taller literario. Sé muy poco de su vida, y a la vez lo sé todo. Enviudó muy joven, con tres hijos varones, a los que educó y sacó adelante de manera ejemplar. Hoy son universitarios, adultos exitosos. Calculo que enviudó, quizá, hace medio siglo.

Magdalena nos contó que un día vio en la secundaria a un chico con una camisa verde. Entonces le sentenció a una amiga:

‒‒Es él. El de la camisa verde...

La amiga no entendió. Ni entendería. Nunca comprendió que en ese instante, al verlo, al vislumbrar con la nitidez metafísica que da el hallazgo del amor, que había encontrado / elegido al hombre de su vida. Y sí. No se equivocó. Se casó con él.

‒‒Todavía conservo esa camisa, la tengo lavada, planchada y doblada en un cajón ‒‒nos dijo sin rasgo de sentimentalismo ni emoción en una sesión del taller. 

‒‒¿Conservas la camisa de tu marido, el padre de tus hijos, cuando era un chico de secundaria? 

Y nos respondió serena y orgullosa, con una certeza absoluta:

‒‒Sí. La conservo. La cuido. La guardo. Desde hace más de sesenta años.

Eso es todo. Más allá de su impecable serenidad, es un testimonio admirable y conmovedor de una historia de amor.

2 de julio de 2021

¿De qué trata un libro?

Un amigo con el que no había hablado en mucho tiempo (es triste darse cuenta cómo puede uno dejar de hablar con los amigos queridos, con los que conversar es estupendo, por mucho tiempo), me pregunta de qué la última novela que he escrito, de la que tiene noticia por otro amigo común. 

Entonces trato de hacer un comentario que sea muchas cosas a la vez: una recensión, un juicio lúcido y atractivo digno de la contracubierta de un libro (un género literario poco valorado, por supuesto). ¿Cómo explicar con buen juicio y justicia literaria de qué trata un libro, más allá de la triste trama?

Mi amigo quedó satisfecho con mi respuesta, limitada y miope, sobre todo parcial. Luego, tardé (¡a cuántas cosas llegamos siempre tarde!) recordé un pasaje de un libro inolvidable, El bar de las grandes esperanzas, de ese gran narrador que es J. R. Moehringer. 

Fui al librero y ahí estaba el libro, con un señalador adhesivo en la página correcta. El narrador de esas memorias mantiene un diálogo con alguien, que le pregunta «¿De qué va?» el libro que está leyendo. Y por circunstancias de la trama que no vienen al caso, responde, en la traducción hispana: 

«—No soporto esa pregunta [...]. No soporto que la gente pregunte de qué va un libro. La gente que lee buscando una trama, la gente que chupa las historias como si fueran la nata de una galleta Oreo, debería quedarse con los cómics y las telenovelas. ¿De qué va? Todos los libros que merecen la pena van de emociones y de amor y de muerte y de dolor. Va de palabras. Va de un hombre que se enfrenta a la vida.»

¿De qué va mi novela? De eso, justamente. Moehringer, gracias; no podría decirse con mayor brevedad y precisión; no podría decirse mejor. 

10 de junio de 2021

Jueves de Corpus

El 10 de junio de 1971, Los Halcones, un grupo paramilitar, fuerza ilegal del Estado, en una operación planeada, arremetieron con bastones y armas de fuego a los estudiantes de una manifestación pacífica. Algunos analistas hablan del epílogo de los sucesos sangrientos del 2 de octubre de 1968. 

En San Cosme, Ciudad de México, los estudiantes fueron acorralados, golpeados, heridos, muertos. No sabemos ni sabremos el saldo de los caídos. Mi padre estuvo ahí. Era el reportero del diario Novedades que cubría la fuente de educación, y por lo tanto, las manifestaciones, paros y huelgas de los universitarios.

Para sobrevivir, tuvo que esconderse debajo de un coche. Tuvo suerte, salió ileso. Llevaba un saco de gamuza español, tal vez su mejor prenda. Quedó hecho una desgracia, y aún lo conservo en mi armario. Es una pena que no pueda usarlo ni para andar por casa: mi padre era un hombre muy delgado.

Escribió su crónica, y también guardo una gran carpeta con los recortes de periódico que él reunió (era uno de sus vicios). Ahí está todo lo que publicó en la prensa en los siguientes días. Frente a las evidencias y testimonios de protagonistas y testigos, no faltaron las voces oficialistas que dijeron que aquello nunca había sucedido. 

Dos días después, hubo una «inspección ocular», una suerte de reconstrucción de los hechos por las autoridades. El presidente de la República pidió una investigación, que nunca llegó a nada, nunca se castigó a los culpables. Acompañaban al Procurador General de la República el secretario de Educación Pública y el coronel Ángel Rodríguez García, jefe del Estado Mayor de la Policía, quien dijo que la policía había cerrado el paso a todos los vehículos.

Mi padre, dice una crónica, «replicó en forma enérgica que se había permitido el paso a vehículos que venían de San Cosmo y la Avenida Instituto Técnico [...], de los que descendieron individuos que se mezclaron con los estudiantes.»

Entonces mi padre, en el mayor acto cívico de su vida, sin duda el más arriesgado, preguntó al coronel «por qué no había intervenido la policía si estaba viendo que se disparaba sobre los manifestantes y eran agredidos en forma brutal. / Respondió el coronel Rodríguez García que la policía nunca ha intervenido en manifestaciones estudiantiles y que la consigna que había recibido era la de no intervenir». 

Crónicas, notas y libros* sobre los hechos dan testimonio de la airada denuncia de mi padre, que desmintió al coronel ante el procurador. No sucedió nada más, ni para bien ni para mal. En Novedades no les gustó la intervención de mi padre. Unos meses después se fue del periódico. No volvió a usar el saco de gamuza, pero lo conservó. Más de una vez le pedí que me contara, le hice preguntas. Sus respuestas fueron rápidas, vagas. Nunca quiso contarme, aunque no lo había olvidado, lo que sucedió aquel diez de junio de hace cincuenta años.
_____________
*Gerardo Medina Valdés, Operación 10 de junio, Ediciones Universo, México, 1972.
  Gerardo Ortiz (ed.) Jueves de corpus, Diógenes, México, 1971.
  Reporteros y escritores de Proceso; La investigación, Proceso, México, 1980.

5 de junio de 2021

«La suave Patria» y mi ejemplar de López Velarde

Los libros también tienen una vida secreta. En ellos depositamos la ilusión de un vínculo, de un diálogo. Y entre sus páginas guardamos cartas, postales, otros papeles y otros objetos. A veces basta una dedicatoria para que ese libro adquiera un valor singular, como una reliquia.

Pero una parte de esa vida secreta se nos escapa; los libros tienen una capacidad admirable para guardar polvo, para ser mellados por el tiempo. Pareciera que los libros absorben el tiempo. Sus materiales envejecen al tiempo que lo hacemos nosotros, al punto que un día, después de no frecuentarlos en años, se nos deshojan en las manos. 

Las marcas y huellas que los mellan, con las que registramos la lectura  y los accidentes que sufrieron mientras los leíamos (la huella de una caída, la fractura fatal que atraviesa el lomo como una columna vertebral rota, una mancha de café, de tinta, restos de un trocito de chocolate) revelan entusiasmos e intereses que con frecuencia olvidamos o ya no compartimos.

Un libro leído con pasión muestra en sus páginas el fervor de la lectura, los subrayados enfáticos, las interjecciones debidas, los comentarios necesarios, las pequeñas flechas, palomas y taches. Cada lectura deja sus huellas en las páginas. Las páginas de un libro gritan, en cuanto lo abrimos, si su lector ha sido pulcro o las ha maltratado con manos sucias y toscas. Mirar a alguien cómo cuida un libro dice mucho del trato que esa persona puede darle a personas o animales.

Por el contrario, enseguida se nota si un libro no ha sido leído, si no ha sido abierto, por no hablar de esos ejemplares intonsos que todavía se conseguían hace unos años y que hay que abrir con pulso de cirujano con un abrecartas.

En la escuela primaria, el profesor Rogelio (un yucateco calvo, simpático, entrado en años, que cumplía funciones administrativas, de atención a los padres de familia) de vez en cuando se aparecía afable por los salones de clase, casi siempre para suplir a alguna miss ausente. Durante su clase nos contaba historias, curiosidades, la fórmula de la aspirina, por ejemplo, que nos hacía mucha gracia al repetirla como si fuera un trabalenguas, y poco a poco se animaba hasta que nos recetaba un poema. 

Era claro que le gustaban los poemas que se recitaban, y con voz engolada nos acribillaba con poemas de veleros con diez cañones por banda, de un seminarista de ojos negros, de un bohemio que brinda por su madre, de un tal Paquito que jura que no hará travesuras, sobre la silla que ahora nadie ocupa porque murió la madre; pero también crímenes, amores adúlteros, miserias, tragedias, naufragios. 

El arsenal mayor de ripios, morbo y versos lamentables que son la alegría del sentimental declamador sin maestro. El profesor Rogelio nos alentó en su afición: «Consigan un libro de poemas. Si se aprenden un gran poema, podrán declamarlo en una ceremonia en el patiofrente a todo el colegio.»

Esa tarde le llamé a mi padre por teléfono al periódico en el que trabajaba y le pedí un libro de poemas. 
A la mañana siguiente, en la mesa del comedor, encontré mi ejemplar de Ramón López Velarde con esta dedicatoria: «Para  mi hijo Enrique ese libro que ojalá lo inicie en el placer de la lectura. 7 de octubre de 1971.»

Todavía no tenía diez años. Me gusta pensar que ese fue mi primer encuentro con la poesía. En realidad, un encontronazo: sin conocimiento de causa emprendí la temeraria tarea de memorizar «La suave Patria». Y la logré, aunque no entendí nada. Tendrían que pasar muchos años, muchas relecturas y ensayos de otros autores (Paz, Zaid, Martínez, Pacheco, Sheridan) y consultas al diccionario para comprender el poema. Pero el ritmo, el misterio, el encanto, la magia estuvieron presentes desde el primer momento. 

López Velarde lo escribió y publicó hace cien años, en junio de 1921. Y hace cincuenta que recibí un regalo impagable de mi padre. Aún conservo mi ejemplar, acaso la joya de mi biblioteca. Es un libro de una edición popular, pequeña, rústica, una antología, de hojas amarillas y quebradizas que huele más a vainilla conforme pasa el tiempo y que a mí me recuerda el santo olor de la panadería

El diseño de la cubierta es lamentable, por suerte todavía está cubierta por un plástico rojo, el reglamentario de mis libros escolares. La tipografía es limpia y correcta, y asombrosamente sigue encuadernado. Ya no leo en él a López Velarde, este ejemplar, aunque no soy bibliófilo, ya es objeto de culto. Entre sus páginas guardo el boleto de entrada de mi visita a la Casa-Museo deLópez Velarde en Jérez, Zacatecas.

Hace un tiempo, en una mañana de domingo, recoleta y casi provinciana, escuché la campana de la parroquia de mi barrio. Fue como un regreso a la infancia, como si me hubiera caído un rayo. Algo en mí se iluminó y recordé con una emoción muy viva un verso: las campanadas caen como centavos. 

De un salto fui por mi ejemplar, y aunque no soy un patriota, leí de pie, en voz alta, como si estuviera a la mitad del foro o del patio de la escuela, el poema entero. Acabé exhausto y asombrado. Comprobé que los libros absorben el tiempo, que envejecen con uno, pero que ese poema no se desgasta. «La suave Patria», centenaria, pareciera una obra compuesta esta mañana. 

28 de mayo de 2021

El infinito en un junco

Desde que a fines de 2019 fue publicado, El infinito en un junco se reveló como un éxito editorial; en sí mismo, como libro, en su escritura, ya era desde su concepción algo extraordinario.

La crítica y los testimonios de los lectores coinciden: estamos ante un libro asombroso. Y sí, lo es. Busco algunas claves y encuentro que es un ensayo brillante, lúcido y luminoso, que rezuma historia, conocimiento e incluso sabiduría. Canta y cuenta la historia de los libros en el mundo antiguo desde hoy, y la vincula con nuestro tiempo. El pasado remoto se engarza con el mundo de hoy: lo aclara, lo explica.

Este libro es la prueba de que un texto erudito, escrito desde el estudio y el conocimiento académico, por una persona con un doctorado en filología, no tiene por qué ser un texto escrito, como es al uso, en una jerga técnica incomprensible y aún pedante. Me refiero a esos documentos hechos para ganar grados, cátedras y puntos en el escalafón burocrático universitario y no para transmitir conocimiento e incluso goce a los lectores.

El infinito en un junco es un libro que puede comprenderlo un estudiante de bachillerato y los gerifaltes de los departamentos de estudios clásicos. Pero además, para lograrlo, Irene Vallejo no sacrificó rigor ni calidad; la bibliografía y las fuentes son impresionantes, y su aprovechamiento es realmente notable, y todo ello sin necesidad de citas y notas. Irene Vallejo ha escrito un libro asombroso, poético; un hito entre los ensayos de divulgación y reflexión.

Irene Vallejo ha recibido por su notable obra (también es autora de novelas y relatos) algunos premios y seguramente le concederán otros más. El infinito en un junco empieza a ser traducido a otras muchas lenguas, y quizá pronto se incorpore, aunque sea en algunos capítulos, a los programas de estudio; y con toda seguridad será leído en círculos de lectura, seminarios y talleres literarios. 

Al ser leído en muchas lenguas y diversos ámbitos, no sólo en las aulas universitarias, me preguntó si Irene Vallejo no ha hecho, sola (como su compatriota María Moliner en el ámbito de la lexicografía), más por las humanidades que lo que han logrado ministerios y secretarías de Educación con los medios y presupuestos gigantescos; antes al contrario, me parece, porque pareciera que su misión es minimizar, relegar, eliminar e incluso desaparecer la filosofía, la ética y las humanidades de los programas de estudio, apoyos y bibliotecas, en una tendencia que parece imparable aquí y allá. 

Quizá Irene Vallejo está dando una gran batalla por revertir esa insensatez. Tal vez está contribuyendo decisivamente a una revaloración de los estudios clásicos, a mantener encendida una llama por la que los interesados y llamados (acabaran por ser los elegidos) puedan seguir acercándose a los autores a los que nos debemos como civilización. 

No puedo imaginar qué sucederá el día que los enemigos de la cultura clásica logren, en nombre de la tecnología y el big data y la inteligencia artificial, desconectarnos del origen, de la fuente, con lo mejor de nosotros mismos, en una tradición que, si la perdemos, será como perder la memoria: dejaremos de saber quiénes somos, de dónde venimos y, por supuesto, a pesar de toda la tecnología de que podamos disponer a nuestro servicio, a dónde vamos. 

Irene Vallejo ha dejado muy en alto las expectativas de otros libros suyos. El infinito en un junco, salvo en saltos y pasajes, se centra en el mundo antiguo. Le falta (puedo decir: nos debe) la historia del libro en la edad media y el libro, en la edad moderna, a partir de la invención de la imprenta. Estos temas bastarían para otros cientos de página de prosa elegante y diáfana, de reflexiones lúcidas y hechos asombrosos. 

Ojalá Irene Vallejo continúe ese camino y pronto nos ofrezca la continuación de este singular y delicioso ensayo, una pieza mayor de gran literatura. 

23 de mayo de 2021

Diletantes

Diletante es una palabra que me gusta, en sí misma y su significado. Aunque puede usarse con un sentido peyorativo, prefiero darle un valor positivo que exprese incluso admiración o asombro ante el conocimiento del aficionado en oposición al profesional.

Un diletante puede ser tan erudito como el mayor experto en su materia, y su gran diferencia es que uno aprende, descubre, investiga, difunde sin buscar un beneficio económico y el otro sí. Aunque es cierto que algunos diletantes alcanzan tal dominio de su tema que se vuelven profesionales; un día comienzan a recibir dinero por hacer exactamente lo que hacían por su gusto y placer.

Algunos diletantes se iniciaron en su afición desde niños, y han llevado su hobby a tal punto de pasión que puede rayar en la locura. Su gusto y afición puede inducirlos a invertir dinero, tiempo y a restar horas al sueño.

A un diletante nada le gusta más que hablar y estudiar e investigar. Compra libros y revistas, y adquiere objetos que atesora. Si le es posible, viaja a lugares lejanos para documentarse, para estar en el sitio preciso en el que sucedió un hecho histórico o tendrá lugar algo relevante para él.

Hay aficionados que lo saben todo, vida y obra, sobre un compositor. Otros se apasionan por la ópera barroca, o por una soprano. Otros se especializan en la segunda Guerra Mundial, o en la Revolución Francesa. Alguien ha estudiado a fondo la vida de Napoleón Bonaparte y pude explica apasionadamente cómo fueron cada una de sus batallas. Alguien se sabe la  historia de los papas, desde San Pedro hasta Francisco.

Existen aficionados para todo lo que existe en este mundo; alguien es experto en los dibujos animados japoneses, y hay diletantes que pueden hablar horas sobre la comedia musical o la historia del cine de Hollywood. Hay aficionados al toreo (existe incluso una enciclopedia) que nombran a los toros por su color y la forma de los cuernos, y hablan de suertes, lances, sucesos y faenas. Los que saben de coches pueden apasionarse de tal manera que uno ya  no sabe si están hablando de una máquina o de un ser querido.

Hay aficionados expertos en relojes, en gobelinos, en pintura holandesa, en la historia de los reyes de Inglaterra, en ajedrez, en la vida de los santos, en arquitectura gótica, en la muralla china y los viajes espaciales. No es difícil suponer que para otros, los no aficionados, el tema que apasiona a un diletante no vale la pena tanto esfuerzo y esa erudición es, antes que un pasatiempo, una expresión del ocio.

El diletante más común es el aficionado a los deportes, y los aficionados al futbol, que son legión, pueden saberse todos los resultados y quiénes fueron los goleadores de la Copa Mundial. Y los nacionalistas, que los hay en todas partes, pueden nombrar, además, las alineaciones que la selección nacional de su país ha presentado en los torneos y competencias internacionales. Los aficionados al futbol americano, por esa extraña manía por las estadísticas que caracteriza a los que siguen y comentan ese deporte, están obligados a saber cuántos pases completos ha logrado un mariscal de campo o un equipo.

Los diletantes tienen muy desarrollado un sentido para encontrar información sobre su tema. Guardan programas de mano, catálogos, boletos, billetes, fotos, recuerdos; recortan notas y reportajes de los periódicos. Miran las óperas en la televisión o asisten a las funciones, van a los partidos de tenis, a los museos, donde suceda o se encuentre lo que en verdad los apasiona y que puede ser la mayor fuente de alegrías y satisfacciones de su vida.

Conozco dos expertos en los Beatles, que saben todo lo que se puede saber sobre ellos y su música; y también a otros dos amigos que se hicieron profesionales, divulgadores y comentaristas de música clásica y ópera. 

No basta un conocimiento promedio sobre la caída del imperio romano ni sobre el antiguo Egipto para ser un diletante digno de ese nombre. Hace falta pasión, una sed de conocimiento que puede relegar lo que otros juzgarían como aspectos más importantes de la vida. El diletante vive para su afición. 

No es difícil reconocerlos. Con frecuencia sólo hablan de su tema o se las ingenian para que vuelva a la conversación una y otra vez. Un diletante no descansa, está siempre alerta, en lo suyo. No sé si me hubiera gustado aficionarme a algo al punto de ser un experto, pero el entusiasmo que muestran los diletantes es estimulante, me parece que han encontrado algo que ilumina y desborda sus vidas porque le han dado un sentido, para ellos, trascendente. 

15 de mayo de 2021

El andar de una escritura urgente

Un andar solitario entre la gente es el libro más extraño de Antonio Muñoz Molina. No se parece a ninguno de los muchos anteriores, y ni siquiera está claro en qué género inscribirlo; se le ha considerado una novela, lo cual está muy bien si tomamos la más laxa de las definiciones posibles.

La clasificación es ociosa y estéril, pero el desconcierto ante un texto tan libre y fragmentado revela la importancia de la forma y las posibilidades que ésta ofrece a los autores de talento, a un novelista artesano

A Muñoz Molina no le interesaba contar una historia, sino lo inmediato, el devenir incesante del presente. Pequeñas historias, anécdotas personales y familiares, recuerdos, evocaciones, todo cabe en el gran flujo de la obra para formar un collage que preserve la textura del momento, del aquí y ahora. Esta escritura urbana está formada por secuencias muy cortas que recogen el ambiente, el vértigo, la vida en la calle, el enorme enjambre. El presente efímero. El ritmo de la ciudad. Se trata de consignar la vida.

El epígrafe de Joyce es una llave maestra: no se debe de planear un libro de antemano, ya tomará forma conforme uno escribe sometido a los impulsos emocionales. La mirada, la intuición, los sentidos muy atentos son la clave para aprehender, como puede hacerlo la fotografía en un plano, todo lo que sucede alrededor.

En esta escritura se desdeña por una vez la gran historia, el pasado, el tema mil veces pensado para una novela. Ahora se trata de escribir, como un escribiente de lo inmediato, de lo que está a la mano. Se trata de escribir lo que está frente a los ojos, recoger las voces de la calle, los letreros y avisos, los anuncios, los eslóganes comerciales, los titulares de los periódicos. La publicidad incesante que nos asalta a cada paso, las noticias, el incesante ruido y la música, las conversaciones ajenas; se trata de fijar lo fugaz, la vida en la ciudad, donde los estímulos no tienen fin.

Todo debe estar ahí, la prisa, la producción incesante de bienes, de ruido, de basura; también de cultura. La reivindicación de lo tangible, la experiencia como «una práctica de campo». Mirar el mundo fuera de la cotidianidad. Mirarlo por primera vez como no se le ha mirado. Mirar, oír, oler, sentir: tomarle el pulso a la mañana en la que todo fluye.

Todos los recursos son válidos para documentarse: registrar el instante como una crónica con la grabadora del iPhone. Hacer fotos, videos. Tomar notas a vuelapluma: como hacer el registrar la vida.

En este libro urbano destaca, con justicia, una suerte de homenaje a aquellos célebres caminantes de la ciudad: Thomas de Quincey, Edgar Allan Poe y Charles Baudelaire. Aparece las evocaciones de otros libros callejeros «El spleen de París, Calle de dirección única (Walter Benjamin), Libro del desasosiego, Poeta en Nueva York, “El hombre de la multitud”.» (Vale recordar que uno de los primeros libros de Muñoz Molina se llama El Robinson urbano, y también es una mirada de un robinson a la ciudad.)

Hay que escribir de prisa. Escribir en los diarios, de lo urgente y lo inmediato; bajo las reglas del juego, en esta ocasión no es el tiempo de la larga novela afanosamente lograda con un descomunal esfuerzo de años. Todo lo contrario. El novelista se olvida de lo trascendente y se ocupa, cronista de lo fugaz, de lo inmediato, en textos breves, trozos de escritura que juntos formarán un gran mosaico. 

La escritura fragmentaria de lo inmediato no acaba, no llega a su fin porque no hay final. El flujo de la vida sigue.

La escritura busca lo inacabado, lo caótico, lo fragmentario, lo accidental; escribir con la ligereza de un dibujo rápido, con el descuido de las notas o del primer borrador, como si esa escritura fuera el acta del día, y mirarla con asombro y alegría, sin consideraciones estéticas.

Esta novela, en realidad esta escritura, sin forma convencional, no aspira a inscribirse en ningún género. Impone su orden, y en su condición de escritura abierta (en un cuaderno abierto), a partir de entradas libres y sin condiciones, se abre y gana una contundencia arrolladora. Se erige como una existencia que propone un orden donde no lo hay porque la vida es caótica y todo sucede al mismo tiempo y no cesa de suceder en todo momento y lugar. Testimonio del orden del caos de cada día.

La escritura de la ciudad, una tarea inabarcable, sólo posible en fragmentos, por instantes, en sesiones de escritura muy breves. La tarea es enorme: atrapar el presente efímero. Y Muñoz Molina lo consiguió. El autor está dentro y fuera del libro. Es observador y protagonista. 

La larga secuencia de la caminata a la casa de Poe, cruzando literalmente Manhattan de punta a punta, como una excursión literaria mientras se atraviesa Nueva York, es en verdad notable, un ejercicio de expiación, en busca de Poe o su fantasma. Ese relato bastaría para justificar el libro, y es uno de los más grandes homenajes que se la ha rendido a un escritor.

Escritura de excepción, obra maestra, singular, Un andar solitario entre la gente no es un libro para los lectores anclados en la novela convencional. Pero es una maravilla.

9 de mayo de 2021

El amor, a la vuelta de la esquina

Encontrar en la calle a una mujer desconocida, destinada a cambiar o trastornar la vida de un hombre, tal vez no es un hecho frecuente. Conocer a una mujer en la calle, sin razón ni pretexto, sin presentaciones ni coartadas, puede ser un acto que trascienda la alegría o el asombro de ese día; reencontrar a una, a ella, donde menos se espera, cuando ya no se le espera, puede ser el signo de algo trascendente y definitivo. La literatura consigna algunos de estos encuentros.

Dante Alighieri vio a Beatriz cuando tenía nueve años, y ella ocho. (¿Alguien duda todavía del enamoramiento en la infancia?) El poeta narra el encuentro en Vita Nuova (Vida nueva); no la describe a ella, pero recuerda la visión, sus ropas: «Apareció vestida de nobilísimo color, humilde y honesto, purpúreo, ceñida y adornada del modo en que a su edad juvenil convenía.»(1) En aquel punto «el espíritu de la vida que mora en la cámara secretísima del corazón comenzó a temblar con tal fuerza, que repercutía en los últimos pulsos terriblemente [...] Desde entonces digo que el Amor señoreó mi alma». 

Nueve años más tarde, un día, a las tres de la tarde, en una calle de Florencia, Beatriz se le «apareció vestida de color blanquísimo, en medio de dos gentiles damas». Una vez más Dante nos habla de su vestimenta, no de ella. Beatriz, con inefable cortesía, lo saludó con dulzura y muy recatadamente, y Dante, temeroso, desconcertado y tímido ante la avasalladora presencia y sus inesperadas palabras, que escuchó por primera vez, se sintió «de tal modo inundado de dulzura, que como embriagado, me aparté de la gente y corrí a la soledad de mi aposento», donde se puso a pensar en su dama. Dante, cuando la encuentra, huye de su amada.

Cuando Beatriz lo mira y lo saluda, Dante se estremece y huye. Desaparece toda posibilidad de un amor. En ese momento terminó para la historia la Beatriz Portinari que estuvo en este mundo para convertirse en guía, musa, en una alegoría de la belleza y las virtudes, incluso de la teología, que inspirará y acompañará al poeta el resto de su vida y de su obra. El día que Dante reencontró a Beatriz en la calle comenzó para él la vida nueva, que es justamente el nombre de su obra de juventud dedicada a Beatriz: Vita Nuova, la historia de un encuentro y un amor sublimado.

Antonio Muñoz Molina, en Un andar solitario entre la gente, nos recuerda otras búsquedas: «El doctor Yuri Zhivago busca por Moscú a una mujer rubia ala que no volverá a ver nunca. Muchas veces tiene durante unos segundos la alegría enseguida desmentida de reconocerla en cualquiera de las mujeres jóvenes y rubias que se parecen a ella [...] En Londres, en noches sucesivas de principio de otoño, en 1821, Thomas De Quincey camina durante noches enteras de insomnio y siente como una alucinación temporal que lo devuelve a sus caminatas de muchos años antes por esas mismas calles, buscando a una prostituta a la que no ha visto desde entonces, de la que ni siquiera sabe el apellido, solo su nombre, Ann.»

Edgar Allan Poe tampoco podía olvidar a una mujer, Helen Stanard. La evocaba así en el poema «A Helena». «Te vi una vez, sólo una vez, hace años: no debo decir cuántos, pero no muchos.» (2) 

Alain Fournier encontró, en el día de la Asunción, en 1905, a la salida de una exposición en el Grand Palais, a las orillas del Sena, a una joven a la que llamó «La Belle Jeune Fille». Su encuentro fue fugaz, ella desapareció, se llamaba Ivonne Quiévrecourt. Fournier, que tenía dieciocho años, describió su encuentro en una carta: «Ciertamente, no he visto jamás mujer tan bella —ni siquiera la que tuviera, aun remotamente, la misma gracia. Era como un alma visible... una belleza inenarrable. Era en cualquier caso el alma más femenina y la más blanca que he conocido; era una dama de aldea en la procesión de las Rogaciones; era una rama de lilas blancas...»

Fournier la buscó ansiosamente durante ocho años por las calles de París, convencido de que ella y sólo era sería la mujer de su vida. No dejó de pensar en ella, de nombrarla en su correspondencia con sus amigos. En su única novela, Le Grand Meaulnes (El gran Meaulnes), una joya singular de las letras francesas, considerada una de las mejores novelas en francés del siglo XX y, acaso, la mejor novela sobre el enamoramiento adolescente, incorpora la figura de su amada con el nombre de Yvonne de Galais. 

Ocho años después, en la primavera de 1913, tuvo lugar, también por azar, el segundo y último fugaz encuentro, que hubiera sido mejor que nunca sucediera. Yvonne estaba casada, tenía dos hijos..., y ganó, a partir del éxito de la novela y del trágico destino del autor, una celebridad que no buscó y la persiguió el resto de su vida. Alain Fournier murió en la batalla del Marne, en la Primera Guerra Mundial, en septiembre de 1914. Tenía 27 años.

André Breton escribió Nadja, un libro mágico, de inquietante belleza sobre su encuentro callejero con una misteriosa chica de ese nombre. El cuatro de octubre de 1926, en la rue Lafayette, en París, «De repente, cuando ella se encontraba a unos diez pasos de distancia de mí, andando en dirección inversa a la mía, veo a una joven, muy pobremente vestida, y ella también me ve o me ha visto. Camina con la cabeza levantada, contrariamente a todos los demás transeúntes. Es tan frágil que diríase que, al andar, apenas roza el suelo con los pies. Una imperceptible sonrisa aflora tal vez en su rostro. Va maquillada de una manera extraña, como si, tras haber empezado por los ojos, no hubiera tenido tiempo de terminar de arreglarse [...] Nunca había visto unos ojos como aquéllos. Sin vacilar, dirijo la palabra a la desconocida, esperando, convenga en ello, lo peor. Ella sonríe, pero muy misteriosamente y, diría yo, como con conocimiento de causa, por más que entonces no pudiese sospecharlo.»(3) 

A diferencia de Dante, que huye de Beatriz; o de Fournier, que no pudo conservar la atención de Ivonne, Breton habla con Nadja e inicia una relación inquietante, sin parangón con esa muchacha extraordinaria, mágica y desquiciada. Sus encuentros callejeros, sin cita, sus diálogos, son sólo una parte del enigma y el misterio de Nadja. Ella le vaticina a Breton: «Escribirás una novela sobre mí. Te lo aseguro. No digas que no. Pero, ¡cuidado!, porque todo decae y desaparece. Es necesario que algo quede de nosotros...»

Albert Camus y María Casares se hicieron amantes el 6 de junio de 1944, el día en que los aliados desembarcaron en Normandía. Francine, la mujer de Camus, estaba en Argelia, y cuando unos meses después al fin pudo llegar a Francia, María y Albert rompieron su relación. Casi cuatro años después, en junio de 1948 se encontraron en el bulevar Saint-Germain, en París. Fue más que un reencuentro. Los amantes no volvieron a separarse hasta el fatal accidente en que murió Camus en enero de 1960.

Julio Cortázar vio por primera vez a Edith Aron en 1950, a bordo de un barco que iba de Buenos Aires a Cannes. Era una chica judía, argentina, de origen alemán. A pesar de la atracción, no se hablaron. No cruzaron palabra durante el viaje. Poco después, en París, se encontraron por segunda vez, en una librería del Boulevard Saint Germain. Se reconocieron, se hablaron. Y el azar les concedió una tercera oportunidad en un cine que exhibía una película muda sobre Juana de Arco. Era el tercer encuentro, ya no podían hablar de una simple casualidad. Luego se vieron en el Jardín de Luxemburgo y Cortázar le invitó un café. Cuatro veces se vieron, ya eran mucho más que el augurio de un encuentro.

Aunque Edith lo negaría: «Yo no andaba despeinada ni con los zapatos rotos. No era petulante ni malcriada.», ella es el modelo de la Maga. Cortázar escribe en Rayuela: «¿Encontraría a la Maga? [...], la Maga que sonreía sin sorpresa, convencida como yo de que un encuentro casual era lo menos casual en nuestras vidas. [...] Andábamos sin buscarnos pero sabiendo que andábamos para encontrarnos». (Toda encuentro casual, toda coincidencia es una cita, nos advierte Borges.)

Cortázar ha contado cómo rechazó el encuentro fugaz con otra mujer, con la que tenía una relación incipiente. Ella, que vivía lejos, un día llegó a París y le escribió a Cortázar una carta para que se vieran. Él, que estaba a punto de irse a un viaje muy largo, rechazó el encuentro, no quería una simple cita de unas horas. Respondió la carta, le decía que ya se verían, cuando volviera. Salió a caminar, a dar un paseo mientras llegaba la hora de ver a un amigo en un barrio lejano, y «En una esquina determinada me crucé con una mujer, era una esquina bastante sombría del Quartier Latin. No sé por qué nos volvimos, nos miramos, y era ella.»(4)

Los encuentros callejeros de Horacio y la Maga están en deuda con los de Breton y Nadja. La lectura de Nadja, esa aproximación al azar y lo maravilloso, a los bordes insólitos de la realidad, dejaron una impresión tan viva en Cortázar, que ese libro fue decisivo en su decisión de marcharse de Argentina para recorrer en busca de la magia y lo extraordinario las calles de París.

Octavio Paz, embajador de México en la India, encontró en Nueva Delhi, en 1962 a Marie José Tramini, ciudadana francesa, esposa del consejero político de la embajada de Francia en aquel país. Tras el flechazo, su relación no puede prosperar. Se abandonan. Celebró el poeta:

Me crucé con una muchacha. / Sus ojos: / el pacto del sol de verano con el sol de otoño [...] / Nuestros cuerpos se hablaron / se juntaron y se fueron / Nosotros nos fuimos con ellos.  

El 21 de junio de 1964, se reencontraron en la rue de Bac de París. Ya no se separaron. Marie José contó que: «como entre sueños vio el reflejo de Paz en el cristal de un hotel: "Pensé que era una visión, pero no tardé en reaccionar cuando Octavio, de carne y hueso, ya estaba a mi lado. Ese encuentro casual fue definitivo. Muy pronto me divorcié y desde entonces vivo con intensidad en un tobogán del tiempo, en el que me arrastró la pasión por él."» (5)

Lo que hubiera dado Alain Fournier por encontrar a Ivonne una y otra vez, como les sucedía con sus mujeres a Breton, Camus, Paz, Cortázar y al personaje Horacio Oliveira.

Pedro Salinas muestra un aspecto oculto, el anhelo, de esos encuentros callejeros. En su libro Razón de amor, a pesar de la ausencia de la amada, de que ya no está, el poeta se peina como si ella estuviera en la otra habitación. Se viste como si tuvieran una cita, como si ella, invisible, lo estuviera viendo o vigilando, como si el encuentro fuese inminente. Sale a la calle con la actitud de encontrarla, con la apostura de verla. Sabe que no la verá, pero va por el mundo como si ella estuviera a punto de aparecer frente a él. 

Como contrapunto, Tomás, el personaje de La insoportable levedad del ser, la novela de Milan Kundera, es un mujeriego empedernido que le ha llamada diez veces en día a una chica para tener una cita esa misma tarde. No la encuentra. En una calle de Praga lo detiene una mujer desconocida y lo saluda con familiaridad. Tomás se esforzaba por recordar de dónde la conocía. No importaba de dónde, ya buscaba la manera para llevársela a un departamento cuando por un comentario casual comprendió quién era esa mujer: la misma a la que había llamado diez veces esa mañana.

Tal vez no la reconoció porque no la buscaba a ella, sino a cualquiera, que es otra forma de decir a ninguna.

Ahora me doy cuenta de cuántos de estos encuentros sucedieron en París. ¿Es significativo, irrelevante o un hecho casual?

Encontrar en la calle a una mujer cuya presencia sería trascendente y no perderla en el mismo instante puede depender primordialmente del que la encuentra y vislumbra que es ella, la elegida, la esperada. Encontrarla varias veces en la calle sin buscarla responde a un juego de azar que supera la elección y la voluntad. 

Pensar en esos encuentros, y celebrarlos, pensar que la amada aparecerá en la siguiente calle es una exacerbación del mito del amor romántico, tan peligroso, tan embustero, tan nocivo y necesario. Pero vivimos para el encuentro, y el azar y la casualidad y un orden secreto de las cosas y las calles que no siempre comprendemos también son parte del tablero del juego. 

No sé si la búsqueda es deseable, pero tal vez no hacemos otra cosa. En cualquier caso, quién renuncia, quién se resiste a encontrar a su Beatriz, su Nadja, su Ivonne, su María, su Marie José o su Maga a la vuelta de la esquina.

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1 Traducción de Vita Nuova de Nicolás González Ruiz. 

2 Traducción de Edgar Allan Poe de Asmara Gay.

3 Traducción de Nadja de Agustín Bartra.

4 Ernesto González Bermejo, Conversaciones con Cortázar, Hermes, México, 1978, p. 45.

5 Christopher Domínguez Michael, Octavio Paz en su siglo, Aguilar, México, 2014, p. 260.

 


2 de marzo de 2021

Pal Kepenyes

Pal Kepenyes era alto, fuerte, blanco/rojo y rubio, de rasgos faciales muy acentuados y quijada cuadrada, y no dudo de llamarlo un ser solar, irradiaba energía y fortaleza. Sonreía con frecuencia. Podría haber representado a Poseidón o algún otro dios olímpico; tal vez a Hefesto, numen de los que trabajan con metales: herreros, artesanos, escultores. Eso era Pal, un hijo predilecto de Hefesto.

Pal era uno de los hombres más afables, pacíficos y educados que he conocido. Ensimismado, parecía estar presente y ausente a la vez, con la mente aquí y allá, en otro proyecto artístico: era un hombre, como tantos artistas plásticos, que no dejaba de imaginar y trabajar.

Pal era un creador de piezas monumentales y un artesano de miniaturas. Por épocas creativas, lo mismo hacía dijes, anillos, collares, figuras humanas, parejas de amantes, piezas que caben en una mano, en una mesa, móviles, que animales asombrosos y esculturas monumentales. Y es imposible ver una obra suya y no reconocerla. La esencia de su estilo es asombrosamente poderosa.

Nació en Hungría, padeció la segunda Guerra Mundial. Luego fue prisionero del régimen prosoviético,  estalinista. Pasó dos años en una mazmorra, en la que casi dejó de ser un hombre, y otros tres condenados a trabajos forzados. Las desgracias de Ludvic, el protagonista de La broma, la novela de Milan Kundera, me recordaban las de Pal. Me ayudaban a darle dimensión y forma al horror que padeció.

A Pal no le gustaba hablar de la guerra, ni de su cautiverio; lo poco que sé me lo contó Lumi, su mujer. Vivió, según sus palabras: «humillado y hambriento, una sombra, sin nombre, un número, sin espejo, sin pluma, sin libros ni papel, únicamente yo.» Pal era un sobreviviente.

Al ser liberado, decidió estudiar arte, escultura. Pudo salir de Hungría y en París conoció mexicanos. Y vino a México. Tengo la impresión de que pudo haber ido a una isla de Polinesia o al África central, a cualquier parte, en busca de una nueva patria que lo devolviera a la vida.

Llegó a México y se enamoró del país, de su gente, del sol, de las frutas y las flores (de ellas y sus colores), de Acapulco (su mar, su brisa y su estimulante belleza) y de una mexicana (Lumi). Aquí se consolidó como artista. Motivos más que suficientes para no irse. Y aquí se quedó. Se hizo mexicano. Con la debida nostalgia por la Hungría perdida, amó a su nuevo país.

Supongo que de sus terribles años en prisión le surgió esa necesidad vital de sol y aire y espacios abiertos. Desde su casa de Acapulco, en la punta de un cerro, con una vista espectacular a la bahía, estaba tan cerca del mar como del cielo. Tenía un enorme taller, en el que no cesaba de producir. Su creatividad no tenía fin.

Era un maniático de la salud, cuidaba mucho su alimentación (en su dieta no faltaba el jitomate), supongo que quería vivir cien años; es una pena que le faltaran seis para cumplir la meta: murió en Acapulco, el 28 de febrero de 2021.

Mary Carmen Sánchez Ambriz, Daniel González Dueñas y Alejandro Toledo, escritores y curtidos periodistas de cultura, conversaron muchas horas con Pal e hicieron un libro, un regalo impagable, Mitomorfosis (El espejo de Urania; 2021), que Pal, al final de su vida, muy enfermo pudo ver. Cuando lo tuvo en sus manos se alegró muchísimo, recobró el ánimo y comió, después de varios días de no hacerlo. El libro será su testimonio y su testamento.

Se ha marchado un artista total, que nos deja su obra, y, no menos valiosa, su impecable lección de amor a la vida con su implacable voluntad de sobreponerse a las adversidades. Hasta luego, querido Pal.

22 de noviembre de 2020

La peste y los brujos

Nexos publica un fragmento de un informe sobre la peste de los maestros de la facultad de París.* Ellos intentan explicar «hasta donde el intelecto humano pueda entenderlas», para el beneficio público, las causas distantes e inmediatas de la epidemia universal presente. 

Dicen los maestros que «la causa primera y distante de la pestilencia estuvo y está en la configuración de los cielos [...], hubo una conjunción mayor de tres planetas en Acuario. Esta conjunción, al causar una corrupción mortífera del aire que nos rodea, significa muerte y hambruna. Según Aristóteles, la mortalidad de las razas y el despoblarse de los reinos ocurre en la conjunción de Saturno y Júpiter [...] Y Alberto Magno dice que la conjunción de Marte y Júpiter causa una gran pestilencia en el aire, sobre todo cuando se juntan en un signo caliente, húmedo [...] Ya que Júpiter, al ser húmedo y caliente, levanta vapores malignos de la tierra  [...]».

Pero eso no es todo. Siguen los maestros: «Creemos que la epidemia o peste actual ha surgido del aire corrupto en su materia. Lo que ocurrió fue que durante el tiempo de la conjunción muchos vapores ya corrompidos se levantaron de la tierra y del agua y luego se mezclaron con el aire y se difundieron por todas partes por medio de frecuentes rachas de viento en los salvajes vendavales del sur.»

Todo el fragmento del informe es una formidable colección de disparates: «Estos vientos han traído entre nosotros vapores malos, podridos y venenosos de otras partes [...] Otra posible causa de corrupción es el escape de la podredumbre atrapada en el centro de la tierra como resultado de los terremotos [...] A juicio de los astrólogos (quienes en esto siguen a Ptolomeo) las pestes futuras son muy probables, aunque no inevitables, porque se han observado muchas exhalaciones y encendimientos, como un cometa y estrellas fugaces [...] Todas estas cosas las han visto antes como señales de peste numerosos sabios a quienes aún se recuerda como respeto y quienes las experimentaron. No sorprenda, por tanto, nuestro temor a que estaremos metidos en una epidemia.»    

Dice la nota de la revista que la peste bubónica surgió en China y llegó a París en la primavera de 1348. Cuando el rey Felipe IV comisionó el informe de los maestros de la facultad de París, morían ochocientos parisinos diariamente; al final perecieron unos 65 mil. 

Los maestros de la facultad de medicina de París de 1384 estaban todavía muy lejos de la ciencia, de la concepción de la ciencia y el rigor. Eran hombres medievales (de su tiempo) atrapados todavía por la superstición, la idolatría, el prejuicio y la ignorancia. Citar a Aristóteles para explicar una epidemia dice mucho sobre ellos: confundían la falsa erudición con la superstición y creían que la astrología era una ciencia que podía explicar los males del mundo.

Faltaban todavía muchos años, acaso dos siglos, para que esta explicación fuera inadmisible. Esos maestros estaban más cerca de la brujería que de la medicina. Lo escandaloso no es lo que revela este informe, una joya en sí mismo sobre la historia de la ciencia y las pandemias, sino que todavía hay personas que sostienen que los virus no son letales o contagiosos, que son inocuos.

Lo escandaloso y temible es que algunos tienen poder para tomar decisiones de salud pública en más de un país del mundo. Lo lamentable es que con su ignorancia o soberbia trafican con la muerte. No me sorprendería que justificaran su fallido combate a la epidemia con argumentos de alquimistas, brujos y célebres astrólogos el siglo XIV, sin olvidar las oportunas citas de citas de Ptolomeo, Alberto Magno y Aristóteles.

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* "1384: la causa de la peste". Es un fragmento de un informe de la facultad de medicina de la Universidad de París, tomado de Laphams's Quarterly. "Climate", otoño 2019. Nexos, 515, noviembre 2020, p. 4.

15 de noviembre de 2020

Palomas mensajeras

Una pareja de franceses que paseaba por un bosque de Ingersheim, Alto Rin, Alsacia, encontró al final de verano una extraña cápsula metálica que contenía en un papel un mensaje militar alemán extraviado durante más de cien años. Al parecer, una paloma mensajera no cumplió su misión.

El mensaje, escrito en alemán, no tiene gran valor, habla de ordinarios movimientos de tropas en el área de Colmar-Ingersheim. Es una especie de telegrama de un oficial prusiano a su superior. Es probable que sea anterior a la primera Guerra Mundial; los ejercicios militares eran frecuentes y Alsacia aún no había vuelto a ser francesa. 

La cápsula y el mensaje serán exhibidos, una vez que sean preparados para preservarlos de la luz y el aire en el Museo Memorial de Linge. (La cápsula de aluminio, hermética y casi intacta, protegió al papel con el mensaje que, al exponerse a los elementos, comenzó a deteriorarse.) 

Me preguntó qué le habrá sucedido a esa paloma que no llegó a su destino. ¿Perdió la cápsula en el camino? ¿Encontró un enemigo en su vuelo? ¿Fue derribada por un disparo? ¿Juzgó irrelevante hacer el viaje para entregar un mensaje rutinario, casi burocrático?

La idea de enviar mensajes atados a palomas entrenadas me parece tan audaz como inaudita, más pareciera un recurso novelesco, un derroche de imaginación literaria; un gesto digno de los recursos sin fin a los que nos acostumbró James Bond muchos años después.

Hace cien años todavía los militares se enviaban recaditos con palomas mensajeras, cuando ya existía el teléfono, el telégrafo y las señales ópticas. Pero los cables y los postes podían ser cortados y bombardeados, y seguramente la eficiencia de las palomas era algo digno de reconocimiento y asombro. De no ser así, nadie se habría tomado la molestia de enseñarles su oficio y confiarles información valiosa. Además, las palomas son rápidas y pueden entregar mensajes el mismo día a cientos de kilómetros.

Las palomas cumplen su tarea de mensajeras desde la Antigüedad, tienen su lugar en la Biblia y en la Grecia clásica ya sabían lo que era recibir el correo aéreo. Habría que documentar la aportación de las palomas a las telecomunicaciones, a los comunicados diplomáticos, el alivio sin fin que deben de haber ofrecido a los enamorados al entregar sus cartas de amor. 

Ahora llevamos una máquina en el bolsillo, que nos empeñamos en llamar teléfono aunque realiza otras muchas funciones, y todos los días enviamos y recibimos mensajes además de chistes, fotos y videos cuya abrumadora mayoría, ay, se definen por ser tan insustanciales que apenas vale ocuparse de ellos.

La tecnología instantánea sin duda es más confiable y eficiente, salvo cuando, claro, falla el sistema o el dispositivo se queda sin batería, pero pienso en aquellas palomas que se jugaban la vida, como aquellos pilotos de avión que llevaban el correo aún con lluvia y mal tiempo, como ha narrado admirablemente en sus novelas Antoine de Saint-Exupéry.

A veces el correo  no llegaba, se perdían las cartas o los mensajes. A veces los pilotos, como algunas palomas, no llegaban a su destino. Es cierto. Yo sólo digo que estoy convencido de que con los servicios de mensajería instantánea no nos comunicamos mejor. 

Quiero decir, las máquinas no nos sirven para vislumbrar a los otros, para sentir la emoción, la inteligencia o la sensibilidad de alguien;  tocar o ser tocado en lo más hondo, intuir al otro, en su ser, en esa necesidad humana de decir y escuchar y comprender. Como lo cantó Octavio Paz: «para buscarme entre los otros, los otros que no son si yo no existo, los otros que me dan plena existencia.»

Nos queda la poesía. ¿Todavía existen las palomas mensajeras?

5 de septiembre de 2020

Borges y Yourcenar

Hacia 1927 o 1928, cuando Marguerite Yourcenar era una joven que afinaba su primera novela, Alexis o el tratado del inútil combate, su padre, Michel de Crayencour (el apellido de la escritora es un anagrama del apellido paterno), le hizo una propuesta insólita: que ella reescribiera y sobre todo le diera calidad literaria a un relato que él había iniciado y dejado inconcluso hacía unos veinticinco años, los mismos que la edad de Marguerite.

El desconcierto de Marguerite no pudo ser mayor. Michel no era un escritor, pero  había guardado en el fondo de un cajón doce páginas de un capítulo de una novela con elementos biográficos que se sentía incapaz de concluir.

Su padre le pedía que hicieran juntos un cuento de ese capítulo. Es decir, le pedía que escribiera el libro que él no pudo o no supo escribir. Pero Marguerite no sería un simple negro literario, ni siquiera una colaboradora, sino la autora de un relato llamado La primera noche.

«Mi padre me propuso que publicara aquel relato suyo con mi nombre. Este ofrecimiento, bien singular a poco que se piense, era característico de la especie de intimidad desenfada que reinaba entre nosotros.» Marguerite se negó por la «sencilla razón de que no era yo el autor de esas páginas», pero al final «el juego me tentó», escribió en Recordatorios, recuperado por Josyane Savigneau en su prólogo a Cuento azul (Alfaguara, Madrid).

A Marguerite le gustaba la naturalidad con la que Michel aceptaba las confidencias de Alexis, el personaje homosexual de aquella primera novela, que le escribe una larga carta a su mujer para explicarle su orientación sexual; así, podría reescribir (arréglalo a tu manera) un relato sobre la primera noche de una pareja de recién casados, en la que el flamante marido, que acaba de dejar con alivio a una amante, recibe en su habitación de un hotel, en la noche de bodas, el telegrama que le anuncia el suicidio de su examante.

Marguerite, con los años, ya no sabía de quién había sido el título, quién había modificado qué, pero sabía que de ella fueron cambios esenciales en el argumento y el perfil de George, el protagonista; y que le dio forma y fin de cuento a esa páginas que eran el borrador de un capítulo de novela. Además, claro, está el punto de vista, los personajes, la madurez del hombre recién casado frente a la inocencia e ingenuidad de su joven esposa; el relato de un hombre maduro, que narra hechos que alguna semejanza tienen con su segundo matrimonio, que le pide a su hija, que nació cuando él escribía esas primeras páginas.

Marguerite firmó el cuento, llegó al fondo del juego que le propuso su padre, hizo suyo ese relato, y se convirtió en un hecho relevante para ambos. La primera noche está publicada en el volumen Cuento azul, y cuando se publicó, por primera vez, en la Revue de France, en 1929, ganó un modesto premio literario. Michel se hubiera divertido con todo esto, pero murió un poco antes. Y no estoy seguro de que le hubiera gustado que su hija contara con tantos detalles la historia del génesis de esa escritura.

Si bien no es el mejor cuento de Yourcenar, su misterio y encanto crecen al pensar en esa escritura a cuatro manos, en el hecho de cumplir la extraña petición de su padre.

Jorge Guillermo Borges, padre del gran Jorge Luis, escribió una novela, El caudillo, publicada en 1921. Fue la única novela que pudo terminar. «El caudillo epónimo es Andrés Tavares, uno de los caciques menores que había apoyado el primer alzamiento de López Jordán pero que ahora acepta que el federalismo es una causa perdida y que los intereses económicos determinan el consentimiento del gobierno de Buenos Aires», explica Edwin Williamson, en su biografía Borges, una vida (Seix Barral, Buenos Aires).

Hacia 1920, Jorge Guillermo, abogado, psicólogo, jurista y escritor mediocre, le pidió a su hijo que leyera un borrador de El caudillo. La petición, según Williamson, debe de haber tomado a «Georgie» por sorpresa: «dado que sus intentos ocasionales de buscar consejo del padre sobre su propia escritura siempre habían encontrado el rechazo. ¿Por qué, entonces [Jorge Guillermo], decidió presentar El caudillo al escrutinio crítico de su hijo?»: por sus dudas sobre sus capacidades literarias. «De hecho, estaba apelando a Georgie para que lo salvara del fracaso.» El caudillo, novela olvidable, se publicó sin pena ni gloria.

Sin embargo, era la obra de Jorge Guillermo, y había que hacer algo por ella: «a medida que la realidad de la muerte se acercaba, el doctor Borges no podía resignarse al fracaso literario. Confesó estar insatisfecho con su novela, El caudillo, y parece haberle echado un poco la culpa a Georgie: estaba descontento con las metáforas expresionistas que su hijo le había sugerido. Entonces le pidió al hijo que reescribiera "la novela de una manera sencilla, sacando todos los pasajes grandilocuentes y floridos", y los dos discutieron maneras de mejorarla. El extraño pedido de reescribir El caudillo era en sí un índice de fracaso.»

«El pedido de su padre de que Borges reescribiera El caudillo personificaba la imposibilidad de ser salvado por la escritura, porque semejante empresa implicaría el sacrificio de su propia identidad creativa a la de su padre, a la vez que negaba el derecho del padre de ser el autor único de la novela. Reescribir, en pocas palabras, implicaba la destrucción de la autoría, de la originalidad, de la invención. A mediados de 1938, calculo, las reflexiones de Borges sobre las consecuencias de reescribir la obra de otro lo habían llevado a los rudimentos de un cuento nuevo en el que iba a poner cabeza abajo la idea de la salvación por la escritura y representar en cambio su opuesto: la condenación por la escritura o la muerte del autor.» Ese cuento, que surgiría de la imposibilidad de reescribir la novela del padre, es «Pierre Menard, autor del Quijote» que puede ser visto como el cuento de un hombre que tiene que escribir y mejorar, textualmente y sin modificarlo, el texto ya escrito de otro hombre.

Dos escritores esenciales del siglo XX, Marguerite Yourcenar y Jorge Luis Borges, recibieron, cada uno de su padre, la propuesta o la urgente solicitud de reescribir dos obras mediocres de éstos. Los dos padres no pudieron o no supieron escribir su obra, y delegaron la tarea en sus talentosísimos hijos. Los desenlaces fueron muy distintos: Yourcenar reescribió el cuento con Michel; Borges no reescribió la novela de su padre y a cambio, en su pesar y angustia, encontró el camino para un cuento genial (aunque otro relato suyo, «El Congreso» sigue el esquema y coincide en algunos puntos con El caudillo).

Yourcenar admiraba a Borges, y lo visitó en Ginebra, en 1986, unos días antes de la  muerte del escritor argentino. Hubiera sido una gran ocasión para hablar sobre esos singulares encargos paternos, y las consecuencias que generaron en sus trayectorias como escritores, pero podemos apostar que no sabían que los dos habían vivido una situación tan rara que se podría pensar propia de una refinada imaginación literaria. Quizá el último escrito que terminó Yourcenar fue «Borges ou le voyant» («Borges o el vidente»), texto de una conferencia que pronunció en la Universidad de Harvard, en 1987, unos meses antes de morir.