5 de junio de 2021

«La suave Patria» y mi ejemplar de López Velarde

Los libros también tienen una vida secreta. En ellos depositamos la ilusión de un vínculo, de un diálogo. Y entre sus páginas guardamos cartas, postales, otros papeles y otros objetos. A veces basta una dedicatoria para que ese libro adquiera un valor singular, como una reliquia.

Pero una parte de esa vida secreta se nos escapa; los libros tienen una capacidad admirable para guardar polvo, para ser mellados por el tiempo. Pareciera que los libros absorben el tiempo. Sus materiales envejecen al tiempo que lo hacemos nosotros, al punto que un día, después de no frecuentarlos en años, se nos deshojan en las manos. 

Las marcas y huellas que los mellan, con las que registramos la lectura  y los accidentes que sufrieron mientras los leíamos (la huella de una caída, la fractura fatal que atraviesa el lomo como una columna vertebral rota, una mancha de café, de tinta, restos de un trocito de chocolate) revelan entusiasmos e intereses que con frecuencia olvidamos o ya no compartimos.

Un libro leído con pasión muestra en sus páginas el fervor de la lectura, los subrayados enfáticos, las interjecciones debidas, los comentarios necesarios, las pequeñas flechas, palomas y taches. Cada lectura deja sus huellas en las páginas. Las páginas de un libro gritan, en cuanto lo abrimos, si su lector ha sido pulcro o las ha maltratado con manos sucias y toscas. Mirar a alguien cómo cuida un libro dice mucho del trato que esa persona puede darle a personas o animales.

Por el contrario, enseguida se nota si un libro no ha sido leído, si no ha sido abierto, por no hablar de esos ejemplares intonsos que todavía se conseguían hace unos años y que hay que abrir con pulso de cirujano con un abrecartas.

En la escuela primaria, el profesor Rogelio (un yucateco calvo, simpático, entrado en años, que cumplía funciones administrativas, de atención a los padres de familia) de vez en cuando se aparecía afable por los salones de clase, casi siempre para suplir a alguna miss ausente. Durante su clase nos contaba historias, curiosidades, la fórmula de la aspirina, por ejemplo, que nos hacía mucha gracia al repetirla como si fuera un trabalenguas, y poco a poco se animaba hasta que nos recetaba un poema. 

Era claro que le gustaban los poemas que se recitaban, y con voz engolada nos acribillaba con poemas de veleros con diez cañones por banda, de un seminarista de ojos negros, de un bohemio que brinda por su madre, de un tal Paquito que jura que no hará travesuras, sobre la silla que ahora nadie ocupa porque murió la madre; pero también crímenes, amores adúlteros, miserias, tragedias, naufragios. 

El arsenal mayor de ripios, morbo y versos lamentables que son la alegría del sentimental declamador sin maestro. El profesor Rogelio nos alentó en su afición: «Consigan un libro de poemas. Si se aprenden un gran poema, podrán declamarlo en una ceremonia en el patiofrente a todo el colegio.»

Esa tarde le llamé a mi padre por teléfono al periódico en el que trabajaba y le pedí un libro de poemas. 
A la mañana siguiente, en la mesa del comedor, encontré mi ejemplar de Ramón López Velarde con esta dedicatoria: «Para  mi hijo Enrique ese libro que ojalá lo inicie en el placer de la lectura. 7 de octubre de 1971.»

Todavía no tenía diez años. Me gusta pensar que ese fue mi primer encuentro con la poesía. En realidad, un encontronazo: sin conocimiento de causa emprendí la temeraria tarea de memorizar «La suave Patria». Y la logré, aunque no entendí nada. Tendrían que pasar muchos años, muchas relecturas y ensayos de otros autores (Paz, Zaid, Martínez, Pacheco, Sheridan) y consultas al diccionario para comprender el poema. Pero el ritmo, el misterio, el encanto, la magia estuvieron presentes desde el primer momento. 

López Velarde lo escribió y publicó hace cien años, en junio de 1921. Y hace cincuenta que recibí un regalo impagable de mi padre. Aún conservo mi ejemplar, acaso la joya de mi biblioteca. Es un libro de una edición popular, pequeña, rústica, una antología, de hojas amarillas y quebradizas que huele más a vainilla conforme pasa el tiempo y que a mí me recuerda el santo olor de la panadería

El diseño de la cubierta es lamentable, por suerte todavía está cubierta por un plástico rojo, el reglamentario de mis libros escolares. La tipografía es limpia y correcta, y asombrosamente sigue encuadernado. Ya no leo en él a López Velarde, este ejemplar, aunque no soy bibliófilo, ya es objeto de culto. Entre sus páginas guardo el boleto de entrada de mi visita a la Casa-Museo deLópez Velarde en Jérez, Zacatecas.

Hace un tiempo, en una mañana de domingo, recoleta y casi provinciana, escuché la campana de la parroquia de mi barrio. Fue como un regreso a la infancia, como si me hubiera caído un rayo. Algo en mí se iluminó y recordé con una emoción muy viva un verso: las campanadas caen como centavos. 

De un salto fui por mi ejemplar, y aunque no soy un patriota, leí de pie, en voz alta, como si estuviera a la mitad del foro o del patio de la escuela, el poema entero. Acabé exhausto y asombrado. Comprobé que los libros absorben el tiempo, que envejecen con uno, pero que ese poema no se desgasta. «La suave Patria», centenaria, pareciera una obra compuesta esta mañana.