Encontrar en la calle a una mujer desconocida, destinada a cambiar o
trastornar la vida de un hombre, tal vez no es un hecho frecuente. Conocer a
una mujer en la calle, sin razón ni pretexto, sin presentaciones ni coartadas,
puede ser un acto que trascienda la alegría o el asombro de ese día;
reencontrar a una, a ella, donde menos se espera, cuando ya no se le espera,
puede ser el signo de algo trascendente y definitivo. La literatura consigna
algunos de estos encuentros.
Dante Alighieri vio a Beatriz
cuando tenía nueve años, y ella ocho. (¿Alguien duda todavía del enamoramiento
en la infancia?) El poeta narra el encuentro en Vita Nuova (Vida
nueva); no la describe a ella, pero recuerda la visión, sus
ropas: «Apareció vestida de nobilísimo color, humilde y honesto, purpúreo,
ceñida y adornada del modo en que a su edad juvenil convenía.»(1) En aquel
punto «el espíritu de la vida que mora en la cámara secretísima del corazón
comenzó a temblar con tal fuerza, que repercutía en los últimos pulsos terriblemente [...]
Desde entonces digo que el Amor señoreó mi alma».
Nueve años más tarde, un
día, a las tres de la tarde, en una calle de Florencia, Beatriz se le «apareció
vestida de color blanquísimo, en medio de dos gentiles damas». Una vez más
Dante nos habla de su vestimenta, no de ella. Beatriz, con inefable cortesía,
lo saludó con dulzura y muy recatadamente, y Dante, temeroso, desconcertado y
tímido ante la avasalladora presencia y sus inesperadas palabras, que escuchó
por primera vez, se sintió «de tal modo inundado de dulzura, que como
embriagado, me aparté de la gente y corrí a la soledad de mi aposento», donde
se puso a pensar en su dama. Dante, cuando la encuentra, huye de su amada.
Cuando Beatriz lo mira y lo
saluda, Dante se estremece y huye. Desaparece toda posibilidad de un amor. En
ese momento terminó para la historia la Beatriz Portinari que estuvo en este
mundo para convertirse en guía, musa, en una alegoría de la belleza y las
virtudes, incluso de la teología, que inspirará y acompañará al poeta el resto
de su vida y de su obra. El día que Dante reencontró a Beatriz en la calle
comenzó para él la vida nueva, que es justamente el nombre de su obra de
juventud dedicada a Beatriz: Vita Nuova, la historia de un
encuentro y un amor sublimado.
Antonio Muñoz Molina,
en Un andar solitario entre la gente, nos recuerda otras búsquedas:
«El doctor Yuri Zhivago busca por Moscú a una mujer rubia ala que no volverá a
ver nunca. Muchas veces tiene durante unos segundos la alegría enseguida
desmentida de reconocerla en cualquiera de las mujeres jóvenes y rubias que se
parecen a ella [...] En Londres, en noches sucesivas de principio de otoño, en
1821, Thomas De Quincey camina durante noches enteras de insomnio y siente como
una alucinación temporal que lo devuelve a sus caminatas de muchos años antes
por esas mismas calles, buscando a una prostituta a la que no ha visto desde
entonces, de la que ni siquiera sabe el apellido, solo su nombre, Ann.»
Edgar Allan Poe tampoco
podía olvidar a una mujer, Helen Stanard. La evocaba así en el poema «A
Helena». «Te vi una vez, sólo una vez, hace años: no debo decir cuántos, pero
no muchos.» (2)
Alain Fournier encontró, en
el día de la Asunción, en 1905, a la salida de una exposición en el Grand
Palais, a las orillas del Sena, a una joven a la que llamó «La Belle Jeune
Fille». Su encuentro fue fugaz, ella desapareció, se llamaba Ivonne
Quiévrecourt. Fournier, que tenía dieciocho años, describió su encuentro en una
carta: «Ciertamente, no he visto jamás mujer tan bella —ni siquiera la que
tuviera, aun remotamente, la misma gracia. Era como un alma visible... una
belleza inenarrable. Era en cualquier caso el alma más femenina y la más blanca
que he conocido; era una dama de aldea en la procesión de las Rogaciones; era
una rama de lilas blancas...»
Fournier la buscó
ansiosamente durante ocho años por las calles de París, convencido de que ella
y sólo era sería la mujer de su vida. No dejó de pensar en ella, de nombrarla
en su correspondencia con sus amigos. En su única novela, Le Grand
Meaulnes (El gran Meaulnes), una joya singular de las letras
francesas, considerada una de las mejores novelas en francés del siglo XX y,
acaso, la mejor novela sobre el enamoramiento adolescente, incorpora la figura
de su amada con el nombre de Yvonne de Galais.
Ocho años después, en la
primavera de 1913, tuvo lugar, también por azar, el segundo y último fugaz
encuentro, que hubiera sido mejor que nunca sucediera. Yvonne estaba casada,
tenía dos hijos..., y ganó, a partir del éxito de la novela y del trágico
destino del autor, una celebridad que no buscó y la persiguió el resto de su
vida. Alain Fournier murió en la batalla del Marne, en la Primera Guerra
Mundial, en septiembre de 1914. Tenía 27 años.
André Breton escribió Nadja,
un libro mágico, de inquietante belleza sobre su encuentro callejero con una
misteriosa chica de ese nombre. El cuatro de octubre de 1926, en la rue
Lafayette, en París, «De repente, cuando ella se encontraba a unos diez pasos
de distancia de mí, andando en dirección inversa a la mía, veo a una joven, muy
pobremente vestida, y ella también me ve o me ha visto. Camina con la cabeza
levantada, contrariamente a todos los demás transeúntes. Es tan frágil que
diríase que, al andar, apenas roza el suelo con los pies. Una imperceptible
sonrisa aflora tal vez en su rostro. Va maquillada de una manera extraña, como
si, tras haber empezado por los ojos, no hubiera tenido tiempo de terminar de
arreglarse [...] Nunca había visto unos ojos como aquéllos. Sin vacilar, dirijo
la palabra a la desconocida, esperando, convenga en ello, lo peor. Ella sonríe,
pero muy misteriosamente y, diría yo, como con conocimiento de causa,
por más que entonces no pudiese sospecharlo.»(3)
A diferencia de Dante, que
huye de Beatriz; o de Fournier, que no pudo conservar la atención de Ivonne,
Breton habla con Nadja e inicia una relación inquietante, sin parangón con esa
muchacha extraordinaria, mágica y desquiciada. Sus encuentros callejeros, sin
cita, sus diálogos, son sólo una parte del enigma y el misterio de Nadja. Ella
le vaticina a Breton: «Escribirás una novela sobre mí. Te lo aseguro. No digas
que no. Pero, ¡cuidado!, porque todo decae y desaparece. Es necesario que algo
quede de nosotros...»
Albert Camus y María
Casares se hicieron amantes el 6 de junio de 1944, el día en que los aliados
desembarcaron en Normandía. Francine, la mujer de Camus, estaba en Argelia, y
cuando unos meses después al fin pudo llegar a Francia, María y Albert
rompieron su relación. Casi cuatro años después, en junio de 1948 se
encontraron en el bulevar Saint-Germain, en París. Fue más que un reencuentro.
Los amantes no volvieron a separarse hasta el fatal accidente en que murió
Camus en enero de 1960.
Julio Cortázar vio por
primera vez a Edith Aron en 1950, a bordo de un barco que iba de Buenos Aires a
Cannes. Era una chica judía, argentina, de origen alemán. A pesar de la
atracción, no se hablaron. No cruzaron palabra durante el viaje. Poco después,
en París, se encontraron por segunda vez, en una librería del Boulevard Saint
Germain. Se reconocieron, se hablaron. Y el azar les concedió una tercera
oportunidad en un cine que exhibía una película muda sobre Juana de Arco. Era
el tercer encuentro, ya no podían hablar de una simple casualidad. Luego se
vieron en el Jardín de Luxemburgo y Cortázar le invitó un café. Cuatro veces se
vieron, ya eran mucho más que el augurio de un encuentro.
Aunque Edith lo negaría:
«Yo no andaba despeinada ni con los zapatos rotos. No era petulante ni
malcriada.», ella es el modelo de la Maga. Cortázar escribe en Rayuela:
«¿Encontraría a la Maga? [...], la Maga que sonreía sin
sorpresa, convencida como yo de que un encuentro casual era lo menos casual en
nuestras vidas. [...] Andábamos sin buscarnos pero sabiendo que andábamos
para encontrarnos». (Toda encuentro casual, toda coincidencia es una cita, nos
advierte Borges.)
Cortázar ha contado cómo
rechazó el encuentro fugaz con otra mujer, con la que tenía una relación
incipiente. Ella, que vivía lejos, un día llegó a París y le escribió a
Cortázar una carta para que se vieran. Él, que estaba a punto de irse a un
viaje muy largo, rechazó el encuentro, no quería una simple cita de unas horas.
Respondió la carta, le decía que ya se verían, cuando volviera. Salió a
caminar, a dar un paseo mientras llegaba la hora de ver a un amigo en un barrio
lejano, y «En una esquina determinada me crucé con una mujer, era una
esquina bastante sombría del Quartier Latin. No sé por qué nos volvimos, nos
miramos, y era ella.»(4)
Los encuentros callejeros
de Horacio y la Maga están en deuda con los de Breton y Nadja. La lectura
de Nadja, esa aproximación al azar y lo maravilloso, a los bordes
insólitos de la realidad, dejaron una impresión tan viva en Cortázar, que ese
libro fue decisivo en su decisión de marcharse de Argentina para recorrer en
busca de la magia y lo extraordinario las calles de París.
Octavio Paz, embajador de
México en la India, encontró en Nueva Delhi, en 1962 a Marie José Tramini,
ciudadana francesa, esposa del consejero político de la embajada de Francia en
aquel país. Tras el flechazo, su relación no puede prosperar. Se abandonan.
Celebró el poeta:
Me crucé con una muchacha.
/ Sus ojos: / el pacto del sol de verano con el sol de otoño [...] / Nuestros cuerpos se hablaron / se juntaron y se fueron /
Nosotros nos fuimos con ellos.
El 21 de junio de 1964, se
reencontraron en la rue de Bac de París. Ya no se separaron. Marie José contó
que: «como entre sueños vio el reflejo de Paz en el cristal de
un hotel: "Pensé que era una visión, pero no tardé en reaccionar
cuando Octavio, de carne y hueso, ya estaba a mi lado. Ese encuentro
casual fue definitivo. Muy pronto me divorcié y desde entonces vivo con
intensidad en un tobogán del tiempo, en el que me arrastró la pasión por
él."» (5)
Lo que hubiera dado Alain
Fournier por encontrar a Ivonne una y otra vez, como les sucedía con sus
mujeres a Breton, Camus, Paz, Cortázar y al personaje Horacio Oliveira.
Pedro Salinas muestra un aspecto oculto, el anhelo, de esos encuentros
callejeros. En su libro Razón de amor, a pesar de la ausencia de la
amada, de que ya no está, el poeta se peina como si ella estuviera en la otra
habitación. Se viste como si tuvieran una cita, como si ella, invisible, lo
estuviera viendo o vigilando, como si el encuentro fuese inminente. Sale a
la calle con la actitud de encontrarla, con la apostura de verla. Sabe que
no la verá, pero va por el mundo como si ella estuviera a punto de aparecer
frente a él.
Como contrapunto, Tomás, el
personaje de La insoportable levedad del ser, la novela de
Milan Kundera, es un mujeriego empedernido que le ha llamada diez veces en día
a una chica para tener una cita esa misma tarde. No la encuentra. En una calle
de Praga lo detiene una mujer desconocida y lo saluda con familiaridad. Tomás
se esforzaba por recordar de dónde la conocía. No importaba de dónde, ya
buscaba la manera para llevársela a un departamento cuando por un comentario
casual comprendió quién era esa mujer: la misma a la que había llamado diez
veces esa mañana.
Tal vez no la reconoció
porque no la buscaba a ella, sino a cualquiera, que es otra forma de decir a
ninguna.
Ahora me doy cuenta de
cuántos de estos encuentros sucedieron en París. ¿Es significativo, irrelevante
o un hecho casual?
Encontrar en la calle a una
mujer cuya presencia sería trascendente y no perderla en el mismo instante
puede depender primordialmente del que la encuentra y vislumbra que es ella, la
elegida, la esperada. Encontrarla varias veces en la calle sin buscarla
responde a un juego de azar que supera la elección y la voluntad.
Pensar en esos encuentros,
y celebrarlos, pensar que la amada aparecerá en la siguiente calle es una
exacerbación del mito del amor romántico, tan peligroso, tan embustero, tan
nocivo y necesario. Pero vivimos para el encuentro, y el azar y la casualidad y
un orden secreto de las cosas y las calles que no siempre comprendemos también
son parte del tablero del juego.
No sé si la búsqueda es
deseable, pero tal vez no hacemos otra cosa. En cualquier caso, quién renuncia,
quién se resiste a encontrar a su Beatriz, su Nadja, su Ivonne, su María,
su Marie José o su Maga a la vuelta de la esquina.
____________
1 Traducción de Vita Nuova de Nicolás González Ruiz.
2 Traducción de Edgar Allan Poe de Asmara Gay.
3 Traducción de Nadja de Agustín Bartra.
4 Ernesto González Bermejo, Conversaciones con Cortázar, Hermes, México, 1978, p. 45.
5 Christopher Domínguez Michael, Octavio Paz en su siglo, Aguilar, México, 2014, p. 260.