13 de diciembre de 2016

La patria

Norman Manea recordaba en La quinta imposibilidad que Emil Cioran, a sus 26 años, intentaba apropiarse «como un ávido pirata» de los tesoros de la lengua francesa. La verdadera ruptura con Rumania y su pasado consistía en dejar de hablar y escribir en rumano. Si uno es hijo de la lengua en la que escribe (también en la que ora, hace aritmética e insulta), un hombre moría al renunciar a la lengua de su pasado, y uno nuevo se abre paso en su nueva lengua.

Cioran contó su conversión: «Escribir en otra lengua es una experiencia deslumbrante. Uno se pone a reflexionar sobre las palabras, sobre la escritura. Cuando escribía en rumano, las palabras no eran independientes de mí. Desde que empecé a escribir en francés, todas las palabras se me han vuelto conscientes: las tenía delante, fuera de mí, en sus respectivas celdas y yo las recogía: "Ahora a ti y ahora a ti".» (Procedimiento éste de indudable cepa francesa, pues Flaubert decía que el oficio de escribir sólo consistía, después de todo, en elegir una palabra y ponerla y luego elegir otra...)

Ese cambio de lengua, de identidad, es «el mayor  suceso que puede acontecerle a un escritor, y más dramático. ¡Las catástrofes históricas no son nada comparadas con ésta!... Cambiando de lengua, he liquidado mi pasado: he cambiado totalmente de vida», dijo Cioran. Y luego, en otra ocasión, remató así: «No habitamos un país, habitamos una lengua. Una patria es esto y nada más.»

Renunciar a la lengua materna y escribir en una extranjera es un hecho muy extraño. No me refiero al conocimiento y uso de la lengua del país en que se vive, ni al que ha crecido en un medio bilingüe, ni a la redacción de cartas, artículos y otros documentos, sino a la escritura de una obra literaria, forjar un texto desde las entrañas de una lengua, donde cada preposición y cada coma tienen una intención y una función esencial, un sentido, un matiz.

Son célebres los casos de Conrad, Nabokov, Beckett y Kundera, y aunque no es esta una lista cerrada, no deben ser muchos más los escritores que por razones más o menos personajes y esencialmente subjetivas cambian de lengua. De estos cuatro, el de Conrad es el caso ejemplar: ya era un adulto cuando se hizo un maestro indiscutible de la lengua inglesa. Nabokov recibió una educación bilingüe, y Beckett y Kundera se traducían a sí mismos, en un juego de ida y vuelta. Rilke tiene poemas en francés que no tienen la contundencia de Elegías de Duino.

Escribir literatura en otra lengua se antoja estimulante como ser otro hombre. Y supongo que la mirada de ese nuevo hombre es distinta del que que ha quedado atrás, con esa primera lengua desechada. Tiene que ser así: nadie cambia para seguir siendo el mismo. Por eso la búsqueda de Cioran es admirable: no sólo quiso apoderarse como un pirata de la lengua francesa, sino adquirir un estilo, claridad y precisión, que lo llevara al centro de esa lengua. No cualquiera escribe sus mejores páginas en una lengua que era desconocida en plena juventud.

Mi amigo Raúl Berea es un lector impecable, e implacable. Gramático aunque lo niegue, ha hecho de la lectura un ejercicio profundo y gozoso por el que ha tenido que pagar un alto precio: como sólo conoce a fondo el español, como sólo en su lengua puede desmenuzar un texto y comprender el porqué de un adjetivo o un adverbio; como sólo en español puede apreciar las virtudes y rasgos de una sintaxis, ha renunciado a leer en otras lenguas y aún en traducciones (es intolerante con las malas traducciones, y estas no son la excepción). Raúl sólo puede leer obras escritas en español, y no conozco a nadie que goce tanto como él los aciertos y secretos placeres que ofrece una buena prosa. Raúl no ha cambiado de lengua, se ha ensimismado en la suya. Tal vez sean dos hechos equivalentes, las dos caras de una medalla.

La lengua es, a fin de cuentas, lo único que posee un escritor. Sin lengua es nadie, acaso como también lo sería cualquier hombre. Borges imaginó que el tiempo se detuvo mientras un autor no terminara de componer su drama; luego, el tiempo fluiría, y el autor sería fusilado. Jorge Brash, poeta amigo mío, se retaba a sí mismo a componer y memorizar un soneto mientras conducía de la Ciudad de México a Jalapa. Un escritor sólo tiene las letras, y el fascinante código que las regula, ordena y modifica.

Fernando Pessoa lo supo antes y mejor que nadie. En el Libro del desasosiego escribe Bernardo Soares, su semiheterónimo: «a minha pátria é a língua portuguesa». Albert Camus escribió en sus Carnets, en un apunte de septiembre de 1950: «Sí, yo tengo una patria: la lengua francesa», y Octavio Paz repetía la misma idea: la patria de un escritor es su lengua. La sentencia es de una lucidez deslumbrante. La oración es justa y perfecta. Tan cierta como excitante.

Dice Manea que «antes de morir, en su lecho de hospital, el expatriado Cioran conversaba ¡en la lengua que durante décadas se había negado a hablar! Había reencontrado la lengua rumana, pero sin poder encontrarse ya consigo mismo.» No sé si fue un regreso a casa, a la fuente, al origen, o si en el final de su vida se volvió un apátrida, condición que no le desagradaba, en absoluto.