19 de diciembre de 2016

Un diccionario

En un reino muy lejano, el orgullo por sus letras dio origen a una empresa ardua y singular: hacer un diccionario de todos los escritores del país, y dejar asentado, además de una sucinta biografía de cada uno, la lista de sus obras completas (incluidos los artículos, reseñas, cartas, notas y cualquier otro texto por menor o irrelevante que pareciera), y una relación de todos y cada uno de los ensayos, tesis, análisis, prólogos, comentarios, críticas y recensiones que se hubieran publicado en el reino y en cualquier parte del mundo, todo ello con sus referencias bibliográficas y la información suplementaria pertinente.

El proyecto del Diccionario fue acogido con entusiasmo, y no sólo en los círculos intelectuales. Se le atribuyó un mérito insospechado: sería un baluarte incomparable de la soberanía y la grandeza del reino. La universidad más antigua del reino, varias veces centenaria, fue designada para llevar a cabo esa magna tarea, que alguno calificó de cruzada.

Se asignó un presupuesto generoso, se creó una oficina, que pronto fue ascendida subdirección, luego a dirección, dirección general, área, división y, finalmente, Instituto del Diccionario de los Escritores del Reino. Se designó un director, diez directores generales, treinta subdirectores generales, cincuenta directores de área, ciento veinte directores de departamento, mil doscientos veinticinco investigadores, cuatrocientos setenta ayudantes de investigador, y trescientos treinta y nueve asesores y consultores, más el personal administrativo y de apoyo, y un numeroso ejército de becarios, estudiantes universitarios, muchachas y muchachos que participaban con entusiasmo en el cumplimiento de un extraño requisito llamado servicio social.

Ese formidable ejército tenía que dejar asentado todo, literalmente todo, sobre cada uno de los escritores del reino, desde el mítico origen de los tiempos. Buscaron toda la literatura del reino escrita en alguna de las lenguas reales en las bibliotecas, las hemerotecas, las librerías de viejo, las bodegas y en las colecciones particulares. Se diría que buscaron en cada rincón, y los felices hallazgos eran celebrados y mencionados con entusiasmo en la prensa. El reino aguardaba ansioso la publicación del Diccionario.

Como en todos los diccionarios y enciclopedias, fue necesario fijar un limite para ser incluido. Se eligió una fecha de último plazo: el trescientos aniversario del nacimiento de su mayor poeta, de su más grande musa. Los nacidos después de ese día, tendrían que esperar a la segunda edición. Era previsible que comenzarán por la letra A. El número de autores incorporados superó por mucho las más altas expectativas.

Tras largas sesiones de discusión para fijar los criterios, que retrasaron unos años el proyecto, se optó por la democrática universalidad.¿Bajo qué criterios podría excluirse a alguien? ¿Quién es un escritor? La comisión a cargo concluyó: Cualquiera que haya escrito. ¿Podría ser un elemento de selección el número de libros de un autor? La comisión concluyó: Los evangelistas, Michel de Montaigne, Giuseppe Tomasi di Lampedusa, las hermanas Brontë y Juan Rulfo no son recordados por haber escrito muchas obras. ¿La calidad? La comisión concluyó: Es un concepto excluyente, ambiguo, subjetivo, en desuso porque genera debates estériles, conflictos y una profunda insatisfacción.

Pasó el tiempo. El director del Instituto se jubiló, y su sucesor también. Poco a poco, se renovó el grupo de investigadores. Sesenta y dos años después de haber iniciado los trabajos, fue presentado en majestuosa ceremonia el primer tomo del Diccionario, finamente encuadernado a la holandesa. Se imprimieron millones de ejemplares, al menos uno para cada biblioteca del reino.

El reino se entregó al festejo y el derroche por haber alcanzado ese hito de la lexicografía mundial. Cada entrada era impecable, consignaba con precisión fechas y datos de cada borrador, de cada intento, de cada texto de cada autor. Sin embargo, un hombre que sabía aritmética calculó que si los trabajos continuaban a ese ritmo, harían falta al menos setecientos años para concluir el Diccionario. Fue acusado de aguafiestas y traidor.

Alguien más con espíritu crítico señaló que la obra era obsoleta, registraba al menos veinticinco años de retraso en la actualidad de sus entradas. La gran ceremonia perdió brillo al no estar presente ninguno de los autores cuyo nombre había inmortalizado el primer tomo del Diccionario; fue una pena, pero todos ellos ya habían muerto.