La escena es tan nítida que no es difícil imaginarla en una película o en una serie de televisión. Lawrence John Ripple, de 70 años, vecino de Kansas City, se peleó con su esposa una vez más. Decidió irse de su casa, alejarse de su mujer, en un acto desesperado que bien podría llamarse el síndrome de Tolstói, pues el gran novelista ruso, a los 82 años de edad, huyó de casa, de Sofía, su mujer, y se subió a un tren que lo llevó a morir de pulmonía unos días después. (Pobre Tolstói que tuvo que ir a morirse a la cama de un jefe de estación del ferrocarril.)
Ripple, en un gesto que lo revela como un hombre considerado y de buena educación, le dejó a su mujer una nota admirable por su brevedad y elocuencia: «Me voy. Prefiero la cárcel a estar en casa». Y menos épico que Tostói, y fiel al viejo oeste salvaje según el cine de vaqueros, fue a un banco, le entregó otra nota al cajero: le exigió que le entregara el dinero y le advertió que tenía un arma.
Salió del banco con el dinero, pero no intentó huir ni fue muy lejos, se sentó en el vestíbulo y le dijo a un guardia: «Robé el banco. Yo soy el tipo que estás buscando.» Cuando la policía lo arrestó, dijo: «Prefiero la cárcel a vivir con mi esposa.» Fue acusado de robo, pero un juez tal vez perverso lo mandó a su casa bajo arresto domiciliario. Ese sí que sería un castigo para él. Pobre Ripple, tan a gusto que se imaginaba que estaría en la dulce paz de su celda.
Ripple, en un gesto que lo revela como un hombre considerado y de buena educación, le dejó a su mujer una nota admirable por su brevedad y elocuencia: «Me voy. Prefiero la cárcel a estar en casa». Y menos épico que Tostói, y fiel al viejo oeste salvaje según el cine de vaqueros, fue a un banco, le entregó otra nota al cajero: le exigió que le entregara el dinero y le advertió que tenía un arma.
Salió del banco con el dinero, pero no intentó huir ni fue muy lejos, se sentó en el vestíbulo y le dijo a un guardia: «Robé el banco. Yo soy el tipo que estás buscando.» Cuando la policía lo arrestó, dijo: «Prefiero la cárcel a vivir con mi esposa.» Fue acusado de robo, pero un juez tal vez perverso lo mandó a su casa bajo arresto domiciliario. Ese sí que sería un castigo para él. Pobre Ripple, tan a gusto que se imaginaba que estaría en la dulce paz de su celda.
Estos casos demuestran que el problema no es huir, sino adónde ir una vez libres de su pequeño infierno doméstico y conyugal. Estas fugas serían cómicas si no expresaran desencanto, insatisfacción y hartazgo, una frustración acumulada a lo largo de los años. La violencia entre cónyuges viejos, aun el homicidio (hay una palabra fea para nombrarlo: uxoricidio), es una realidad silenciosa o poco difundida.
A veces las noticias aparecen por pares, casi simultáneas, y forman un contrapunto que muestran el otro lado de la realidad.
Franz van der Heijden, holandés, ex diputado, de 78 años, se ha suicidado ante la muerte de Gonnie, su esposa, de 76 años. Gonnie padecía una enfermedad incurable y había solicitado la eutanasia. «Sabiendo el sufrimiento que ello supondría en la fase final, para no separarse, han preferido poner fin a su vida juntos», dice la crónica.
Franz también estaba enfermo, pero no había llegado a la «fase desesperada» descrita en la Ley de Eutanasia, y no concebía lo que le quedara de vida sin su mujer. Así que decidieron morir al mismo tiempo. «Después de una vida feliz juntos no queríamos separar lo que unimos en 1963», decía la despedida, sentida y conmovedora, del matrimonio Van der Heijden. Llevaban 53 años juntos.
Un hombre prefiere la cárcel a seguir conviviendo con su mujer, otro hombre prefiere la muerte a vivir sin su mujer. No sé si son ejemplares, pero entre estas historias divergentes se tejen casi todas las historias de desdicha y de felicidad conyugal.