30 de diciembre de 2016

Traducciones, traductores

Verter un texto a otra lengua es, si el arte y ciencia de la traducción fuese un acto circense, un triple salto mortal con extremo grado de dificultad al vacío, sin red.

Tengo amigos profesionales de la traducción, y sé bien de sus desvelos, de sus luchas con los escollos insuperables (la figura ya es un escollo); los he visto fatigarse por desentrañar el sentido y la precisión y la belleza de textos imposibles; los he visto ejercer su oficio casi siempre mal pagado. Los he visto ir del texto al diccionario y a otro diccionario y a otras fuentes; Octavio Paz decía que un traductor es un hombre rodeado de diccionarios.

Traducir es darle vida a un texto en otra lengua; es hacer que la nueva versión diga casi lo mismo que en su lengua original. Es volver a escribir un texto que ya fue escrito por otro en otra lengua. Casi todos los traductores estarían más o menos de acuerdo con estas sentencias. Y también con esta: la traducción es imposible, sólo hay aproximaciones.

Tengo que preparar un artículo sobre Andrómaca, de Jean Racine. Si hubiera podido elegir, me habría inclinado por Berenice, y apoyado en George Steiner tendría una parte sustanciosa del trabajo. En mi biblioteca encuentro tres versiones. No recordaba que las tuviera. No me dedico al teatro ni soy especialista en teatro francés y mucho menos en Racine, pero el punto es que tengo tres. Tendré que elegir alguna. Voy del original a las versiones. Sus diferencias son tan profundas y esenciales, sus aproximaciones al texto, sus omisiones y añadidos, que pareciera que alguna por momentos apuñala a Racine.

No las comento. Eso daría para un artículo en una revista de filología, para un proyecto de tesis. Sólo presento el incio del diálogo de la primera escena del acto primero de la Andrómaca de Racine.

Escena Primera
Orestes, Pílades

Versión de M. Pérez Ferrero y R. Santos Torroella (Austral, Buenos Aires, 1948):

Orestes.- Ya que vuelvo a encontrar a un amigo tan fiel como vos, espero que mi fortuna tomará un nuevo cariz. Y también, puesto que Harmione se ha preocupado de venir a hallarnos aquí, parece que se dulcifica su irritación. ¿Quién hubiera dicho que una perspectiva tan funesta a mi amor,* comenzaría por hacer que Pílades apareciese ante los ojos de Orestes y que después de haberte perdido habría de recobrarte, al cabo de seis meses, en la corte de Pirro?

Pílades.- Doy gracias al cielo porque, desde el día fatal en que la furia de las aguas distanció nuestras naves, casi a la vista de Espiro, parecía, al detenerme continuamente, que me cerraba las puertas de Grecia. ¡Cuántos riesgos padecí en este exilio! ¡Cuántas lágrimas he derramado al pensar en vuestras desventuras, temiendo siempre para vos algún nuevo daño que a mi triste amistad no le sería dado compartir! Y lamentaba, sobre todo, esa melancolía en la que por tanto tiempo he visto sepultada vuestra alma. Temí que el cielo os concediera la cruel ayuda de proporcionaros la muerte que tanto deseábais. Mas yo os veo, señor; y si me es dado decirlo, creo que un destino mejor es el que os conduce hasta aquí: el brillante séquito que sigue vuestros pasos no es, ciertamente, el de un desgraciado que buscara la muerte.

* Orestes ama a Hermione, y ésta lo rechaza.



Traducción de María Dolores Fernández Lladó (Ediciones Cátedra, Madrid, 1999):

Orestes
Sí, puesto que vuelvo a encontrar a tan fiel amigo,
entiendo que mi destino empieza a cambiar;
ya su cólera parece dulcificada,
dado que se preocupa por reunirnos aquí.
Quien creyera que, en orillas para mí tan funestas,
se me mostraría en primer lugar el rostro de Pílades;
que tras seis meses de creerte perdido,
me serías devuelto en la corte de Pirro. 

Pílades
Gracias doy al cielo que, interponiéndose sin tregua,
 parecía haberme cerrado el camino de Grecia.
Desde el día fatal en que el furor de las aguas,
casi a la vista del Epiro, separó nuestras naves,
¡cuántos sobresaltos he sufrido en el exilio!
¡Cuánto llanto derramado por vuestras desgracias,
temiendo siempre algún nuevo peligro para vos
que mi pobre amistad no podía compartir!
Sobre todo recelaba de esa melancolía
que por tan largo tiempo sepultó vuestra alma.
Temí que el cielo, en su clemencia cruel,
os brindara la muerte que tanto anhelabais.
Mas ahora os veo, señor, y me atrevo a decir,
que un destino más feliz os conduce al Espiro.
El pomposo cortejo, que hasta aquí os acompaña,
no es el de un desdichado que desea la muerte.



Traducción de Paloma Ortiz García (Gredos, Madrid, 2003):

Orestes:
Sí, ya que me encuentro un amigo tan fiel
adoptará un nuevo aspecto mi suerte.
Su ira parece haberse suavizado
desde que aceptó* venir aquí a verme.
¿Quién hubiera dicho que esta costa funesta
para mis deseos lo primero traería
a Pílades a ponerlo ante Orestes?
¿Que tras más de seis meses que te había perdido
me serías devuelto en la corte de Pirro?

Pílades:

¡Gracias doy al cielo! Deteniéndome siempre,
parecía tenerme cerrada la Hélade
desde el día fatal en que el furor de las aguas
a vista del Epiro separó nuestros rumbos.
¡Cuántas alarmas pasé en este exilio!
¡Cuánto llanto vertí por vuestras desdichas
temiendo que en nuevos peligros cayerais
que mi triste amistad no fuera a compartir!
Sobre todo temía esa melancolía
en la que vuestra alma había estado enterrada.
Temía que el cielo, con socorro cruel,
la muerte os deparara que siempre buscabais.
Mas os veo, Señor; y, si puedo decirlo,
más feliz destino os trae al Epiro.
El pomposo aparato que os viene siguiendo
no es el de un desdichado que busca la muerte.

*Entiéndase como sujeto «la fortuna».


Al parecer, en ese oficio tan ingrato, hasta san Jerónimo ha sido reprendido. Yo sólo comparto mi asombro y  mi incertidumbre a la hora de elegir una versión. Las diferencias son tan relevantes y significativas, que es indispensable recurrir a Racine, al original en francés.