A una prudente distancia de la puerta de la librería, un hombre cuarentón, de saco y camisa, gafas y pelo corto, con un sorprendente parecido a Dilton, el personaje de los cómics, saluda al visitante con un movimiento de cabeza y una sonrisa. Lleva en la mano una carpeta repleta de papeles. El visitante devuelve el saludo y piensa que se trata del gerente.
La librería, bien surtida, es grande, ocupa dos pisos, y al final de una amplia escalera, en la parte más baja, hay una cafetería en un pequeño jardín. El visitante espera mirar sin prisa, hojear despacio, revisar libros, descubrir títulos y autores. A la sobretarde podría descansar de tanta actividad y regalarse un expreso.
El visitante no ha terminado de llegar a la mesa de novedades cuando el gerente Dilton se acerca y se presenta como Gualberto N. Ojeda, escritor, al tiempo que le ofrece al visitante un ejemplar de El triste animal, obra de la que es autor. El visitante queda perplejo; no era eso lo que tenía en mente cuando entró en la librería a descubrir autores.
El gerente Dilton ha desaparecido, y tal vez también el autor Ojeda, porque el hombre se revela como un vendedor: insiste en que el visitante mire el libro con confianza, lo puede tomar sin compromiso, además no es caro, y nadie puede imaginar lo difícil que ha sido escribirlo, el oficio es ingrato y duro para un escritor joven y desconocido.
El visitante no puede creerlo. Desconcertado, por cortesía, le concede algo así como el beneficio de la duda y toma el libro. Es un volumen mal impreso en papel barato y peor encuadernado, con el sello de una editorial desconocida. Seguramente se trata de una edición pagada por el autor.
Entonces Ojeda se equivoca de técnica y acosa al visitante cuando éste se disponía a leer unas líneas. Quizá no quería ser leído, quería ser escuchado antes que vender un libro. No deja de hablar y de distraer al visitante con preguntas. ¿Usted lee? ¿Qué libros le gusta leer? Y vuelve una y otra vez a sí mismo. Quiere ser compadecido, elogia su libro porque refleja su sufrimiento.
El visitante le devuelve el ejemplar, Ojeda lo acepta de mala gana y cambia de estrategia: le entrega al visitante una fotocopia con una entrevista que le hicieron en un periódico. En esas declaraciones explica sus temas, el miedo a la muerte, sus pesadillas y vivencias, su temor al parricidio. Su escritura como un exorcismo... Dijo todos los lugares comunes, los tópicos más difundidos.
La poca simpatía que podría despertar la ingenuidad, la perseverancia y aun la audacia de un escritor en busca de lectores, se tornaba en antipatía rotunda porque ese hombre que no cesaba de repetir su discurso vergonzoso, había perdido la dignidad. Ese hombre estaba dispuesto al ridículo, a la mentira, a la ignominia. Hablaba de la fama de algunos autores envidia y devoción. Ojeda no sólo no era un escritor, no basta una colección de cuentos para serlo, antes pasaría por un impostor, un chiflado cegado por una idea de la fama que lo había trastornado.
El visitante le devolvió la fotocopia, harto de esa actitud innoble. Y le aclaró que no compraría su libro. Ojeda respondió que podía conservar la fotocopia, que tenía muchas más. Tal vez por primera vez estaba diciendo la verdad, aquellos papeles de la carpeta eran fotocopias de la entrevista, tal vez más de cien. El visitante le dio las gracias, se despidió y le deseó éxito. En un rincón descubrió una pila de ejemplares de El triste animal.
Al pasar cerca de la caja, el visitante encontró una hoja tamaño carta fijada a la pared con una tachuela. Era un aviso para los visitantes de la librería: debajo de la foto de Gualberto N. Ojeda decía que si la amable clientela era molestada por ese individuo, que por favor lo reportara con el personal de la librería. Y terminaba con un recordatorio para los empleados: debían echar a la calle a ese hombre, ya estaba más que advertido.
El visitante levantó la vista. Ojeda había desaparecido. No volvió a verlo en toda la tarde.