29 de diciembre de 2016

El lápiz

Es el más fiel, el más cercano, el más antiguo de nuestros amigos. Desde la infancia nos acompaña en cada momento, todos los días, y sigue ahí, en el bolsillo, en el portafolios, en la taza sobre la mesa en la que, enhiesto como antigua lanza de punta afilada, está listo para escribir o dibujar. 

Sacarle punta a un lápiz es un placer infantil que permanece intacto con los años. Y mirar cómo se gasta con el uso y se hace cada vez más pequeño, encierra más enseñanza y sabiduría que muchas lecciones escolares. Guarda un misterio y una mitología que, como la vida, nunca acaba por explicarse del todo. 


Un lápiz desgastado revela el paso del tiempo, las arduas horas de ejercicios y borradores, los cuadernos que acumulan en letras y números lo que de sí mismo va perdiendo. Un lápiz se inmola por nuestra escritura. Por los versos de un poeta, las razones de un filósofo, las líneas y sombras del dibujante, por la aritmética de un niño, los ejercicios del estudiante y los cálculos del ingeniero. 


Y en el otro extremo se encuentra la goma, que tiene poderes mágicos, pues si es de buena calidad y se usa con cuidado puede borrar lo desechado, eliminar un error, enmendar un yerro. Algo tiene un lápiz de varita mágica, de batuta, de vehículo del pensamiento. 


Y el sacapuntas, el afilador indispensable, el que en cruel paradoja permite que el lápiz tenga punta al tiempo que pierde cuerpo y estatura, es tan ajeno, externo y extraño, que los hay en todas las formas imaginables y, algunos, por extraño que parezca, son eléctricos. 


Es difícil encontrar otro instrumento más sencillo, más útil, más noble. Nada tiene de socrático, pero es el mejor aliado de la memoria, de lo que hemos imaginado, contado, pensado y dicho. 


En su sencillez, en su perfecta eficacia, en su inmejorable diseño, un lápiz nunca se acaba, aunque quedé inservible. Lisiado por someterse a la cuchilla del sacapuntas, el cabo que permanece guarda el alma del lápiz y nos recuerda sus impagables servicios. Por eso los que uso y los que me da mi hija, reducidos a su mínima expresión (
el lápiz rey mide tres centímetros), los guardo en mi estudio en un frasco de vidrio. 

Yo no creo que un lápiz sólo sea sólo un utensilio, un objeto de madera y grafito. Es también nuestra escritura y nuestros sueños, y al empuñarlo es una extensión nuestra, y un poco lo que somos y lo que hacemos.