17 de noviembre de 2024

Las cartas de una pachanga de compadres

Las cartas del Boom (Alfaguara, 2023) reúne la correspondencia entre Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, de 1959 a 1975. La recuperación de las cartas, que algo tiene de exhumación y milagro, y luego acreditarlas, ordenarlas, cotejarlas e investigar su contexto se debe a cuatro dedicados y estupendos editores que han logrado un volumen impagable.

El libro se completa con un prólogo revelador y apéndices, otros textos de los cuatro novelistas (sobre alguno de los otros tres), documentos, una cronología e índices. Mención aparte merecen las cerca de setecientas notas que ofrecen información valiosísima para comprender las cartas, su contexto y personajes mencionados.  

Su publicación generó reseñas, comentarios, menciones y polémicas en medios y redes sociales. La palabra boom, entendida como grupo o movimiento literario o estrategia publicitaria/mercantil/editorial es, todavía, un escándalo; su poder no mengua; es letal y explosiva como una granada de mano lanzada sobre la mesa. 

El tema es viejo, y las opiniones varias y diversas. La sociología de la cultura puede explicar algunas condiciones y circunstancias que favorecen la creación artística, pero algo escapa a las explicaciones y respuestas fáciles, un buen puñado de obras maestras no se escriben por decreto y ni se planean en el despacho de una agencia.

Se vieron muy poco. Sólo hay dos testimonios, uno de Pilar Serrano, esposa de José Donoso, un encuentro en un restaurante en Cataluña, en diciembre de 1971, y la cena en Bonnieux, Francia, el 15 de agosto de 1970, un día antes de reunirse en la casa de campo de Cortázar en Saignon, que terminó en un «una pachanga espasmódica», según el anfitrión, en una carta a Eduardo Jonquières. Si esto es así, los cuatro sólo estuvieron juntos, acompañados de otras personas, en tres ocasiones. La única foto conocida en la que aparecen es justo de esa noche en Bonnieux. 

El libro, una pachanga de compadres, para decirlo con una cita de García Márquez, es una mina de oro, una para los lectores interesados en esos cuatro enormes autores, el núcleo duro del boom; en una fuente de satisfacciones y alegrías y sorpresas para los admiradores y seguidores, o una colección insufrible para aquellos desapegados a los que las vicisitudes de los autores y el devenir de sus libros los tiene sin cuidado. 

Aquí hay un poco de todo: el nacimiento de amistades, elogios, reseñas y comentarios elogiosos entre ellos, planes, proyectos, noticias de sus libros y viajes, comentarios, recomendaciones de traductores, editores y agentes literarios, y hasta la crisis política en Cuba por el caso Padilla que tuvo efectos devastadores en este grupo sin grupo (como los Contemporáneos). Las cartas cambian con los años, como cambian todas las relaciones. 

Las cartas, la simpatía, la confianza no son homogéneas, ni va pareja a los cuatro autores y destinatarios. Vargas Llosa detestaba escribir cartas; las suyas son más escuetas, más centradas en el trabajo de escribir libros. Carlos Fuentes era omnipresente, estaba informadísimo, lo sabía todo; tenía relaciones amistosas o políticas con todo mundo. Julio Cortázar escribe críticas a fondo sobre los libros de sus amigos, y terminó por hacer un triste papel, casi de comisario, en su defensa del totalitarismo castrista; y por momentos, fue quizá el más arrogante. Gabriel García Márquez fue el más abierto, el que hablaba de sus necesidades y de su mujer, de su falta de dinero, de su rutina y su jornada. Pide información, datos, ayuda; comparte su vida. Era el mejor corresponsal, el mejor amigo de sus amigos. Y lo mostró de varias maneras, una de ellas en su propia literatura. 

Por las cartas del boom me entero de que García Márquez les hacía guiños deliciosos a sus amigos, se "apropiaba" de personajes de sus compadres y los incluía en sus propios libros.  

En una carta a Carlos Fuentes, del 30 de julio de 1966, le pide que le solicite a Cortázar el número del edificio de la rue Dauphine de París en el que estaba la pieza de la Maga y Horacio, y también la autorización para incluir a Rocamadour, el hijo de la Maga, personaje trágico y célebre de Rayuela, en Cien años de soledad. La cita es larga, y la transcribo completa porque no puedo recortarla. Dice así: 

«Gabriel se había hecho reembolsar el pasaje de regreso para quedarse en París, vendiendo los periódicos atrasados y las botellas vacías que las camareras sacaban de un hotel lúgubre de la calle Dauphine. Aureliano podía imaginarlo entonces con un suéter de cuello alto que sólo se quitaba cuando las terrazas de Montparnasse se llenaban de enamorados primaverales, y durmiendo de día y escribiendo de noche para confundir el hambre, en el cuarto oloroso a espuma de coliflores hervidas donde había de morir Rocamadour.»

García Márquez, en carta del 20 de marzo de 1967, le cuenta a Vargas Llosa que acaba de corregir las pruebas de imprenta de Cien años de soledad y que ya no le sabe nada, fiel a la sentencia de Hemingway que hace suya en una carta anterior: «todo libro terminado es como un león muerto». Le dice que ya no hizo cambios, decidió dejar el libro como estaba en vez de cambiarlo todo, como era su deseo en noches de insomnio. 

«Lo único que modifiqué por completo fue la situación y el ambiente de un burdel de Macondo, que según mis recuerdos era una casa de madera en medio de un arenal, y que a última hora resultó ser sospechosamente parecido a cierto burdel de Piura.» La nota 289 de las Cartas dice sobre esta cita: «Humorada referida al burdel zoológico de Cien años de soledad, sin parecido con el burdel de La casa verde [novela de Vargas Llosa]. Sin embargo, GGM insistiría en establecer una relación entre ambas novelas meses después, en su diálogo público con MVLl en lima: "Estoy absolutamente convencido de que la monja que lleva al último Aureliano en una canastilla es la madre Patrocinio de La casa verde

Un juego fino, una gozada. Lástima que la amistad de estos dos compadres, en su mejor momento una fraternidad, terminó el 12 de febrero de 1976, en el vestíbulo de un cine, en Ciudad de México, cuando Vargas Llosa le descerrajó a García Márquez un derechazo que le dejó un ojo morado. García Márquez no dijo nada, y Vargas Llosa no ha revelado las razones de ese violento rompimiento. 

El juego con Carlos Fuentes alcanzó un nivel superior, que revela la profunda simpatía entre ellos, al punto que la amistad permitía entrometerse en la vida y destino de personajes de libros ajenos. Le escribe García Márquez a Carlos Fuentes en una larga carta del 30 de julio de 1966:

«Tengo un problema: el mayor Gavilán, testigo del heroísmo de Artemio Cruz, se exilió en Macondo, fue uno de los promotores de la huelga contra la United Fruit, cayó en la masacre de los trabajadores, y fue arrojado al mar en un tren de 120 vagones donde los cadáveres como banano de rechazo. Sin embargo, leyendo y releyendo tu libro, no encuentro cómo se llamaba —¿Roque o Diego?— ni si tú le diste un destino que desmienta el que yo he dado. Te ruego contestarme esto lo más pronto que puedas.»

Así que un personaje de La muerte de Artemio Cruz acaba sus días de manera trágica en Cien años de soledad. El compadre Fuentes se toma en serio el encargo, y le responde a su compadre García Márquez el 26 de agosto de 1966, con lo que tuvo que haber sucedido para que su personaje acabara en Macono, y de paso revisa la historia de México:

«RE GAVILÁN: el buen mayor reaparece, ya muy cambiadito, en el burdel de la Saturno [...] preparando el chaquetazo de Obregón a Calles y con grado de CORONEL. Luego Artemio lo ve salir del despacho presidencial (Calles) [...] junto con otros amigos que habían estado la noche pasada con la Saturno. Es decir:  Gavilán pasó al régimen callista y para haberse exiliado debió hacer alguna de estas cosas: a) Ponerse del lado de Vasconcelos y contra el Jefe Máximo en la elección de 1932; b) Antes, unirse a los cristeros durante el Maximato de Calles; c) Unirse a la rebelión escobarista contra Calles; d) Más flojo: haber creído que Aarón Sáenz era el tapado en 32, cuando en realidad era Ortiz Rubio: e) Lo más viable: salir exilado cuando Cárdenas rompió con Calles en 1935-1936 y mandó al Jefe Máximo y su camarilla al exilio. En cuanto al nombre, puedes inventárselo. Roberto Gavilán como homenaje a Gavaldón, o Lorenzo Gavilán, que sería chistoso porque es el nombre del hijo de A. Cruz y quizás Gavilán fue su padrino.»

Eso de que un novelista autorice a otro a darle nombre a un personaje, de una novela ya publicada, no se ve todos los días. Pero el guiño no acaba ahí. García Márquez le cuenta a su generoso compadre, en carta del 30 de septiembre de 1966, cómo Lorenzo Gavilán encontró un sitio en Cien años de soledad.

«Gracias por las aclaraciones sobre el mayor (coronel) Lorenzo Gavilán. La cita quedó así: "Entre ellos (los instigadores de la huelga bananera) se llevaron presos a José Arcadio Segundo Buendía y la Lorenzo Gavilán, un coronel de la revolución mexicana exilado en Macondo, que decía haber sido testigo del heroísmo de su compadre Artemio Cruz.»*

La carta se extiende, el comentario es a fondo: «He aquí el final de tu personaje: la tarde en que el ejército acorraló y ametralló a más de 3.000 trabajadores en la estación del ferrocarril, José Arcadio Segundo y el coronel Gavilán estaban entre la muchedumbre.»

José Arcadio Segundo fue herido. Cuando despertó, maltrecho, se dio cuenta de que iba en un tren acostado sobre cadáveres. Se arrastró de un vagón a otro, repletos de muertos. «Solamente reconoció a una mujer que vendía refrescos en la plaza, y al coronel Gavilán, que todavía llevaba enrollado en la mano el cinturón con la hebilla de plata moreliana con que trató de abrirse camino a través del pánico.»

Y el remate de García Márquez es sorprendente, inaudito y memorable. Le dice a Fuentes: «Fini le pauvre colonel Gavilán, a quien yo llegué a querer más que tú, porque se portó como un hombre de los buenos en la gran huelga de Macondo.»

Vargas Llosa, en el ensayo «Cien años de soledad: el Amadís de América», publicado también en el volumen, dice que García Márquez también incorporó a su novela a Víctor Hughes, personaje de Alejo Carpentier. 

No se puede pedir más. Las cartas del Boom es también un retrato o una crónica de casi veinte años de la literatura latinoamericana. Es, a fin de cuentas, una pachanga de compadres. ¡Pura alegría! 

__________ 

* En la novela hay pequeñas variaciones con respecto a esta cita.

11 de noviembre de 2024

La vida en un trago

Cuando murió mi padre tuve que cumplir con la ingrata y amarga tarea de desmontar su departamento. Tenía que dejarlo vacío como exigía el siguiente paso: su venta, la especulación inmobiliaria. 

Empedernido lector de periódicos (era periodista), tenía al menos cinco metros de altura en rimeros de diarios y revistas en sus dos habitaciones, la sala y el comedor. También le gustaba acumular bolsas de plástico y de papel, botellas, frascos y toda clase de cajas, papel de envolver, cordeles y objetos inútiles.

Era una manía que adquirió con los años, aunque no era en sentido recto un anciano. Me parece que le significaba un gran esfuerzo, como una pérdida, deshacerse de las cosas, casi de cualquier objeto, aunque estuvieran rotas. Papá pensaba que un día les encontraría utilidad.

Comencé por la cocina. Tiré lo que había que desechar, y busqué dónde acomodar lo que pudiera servir. Conservé una vajilla, un juego de cubiertos y algunos utensilios, un par de aparatos electrodomésticos. Regalamos o vendimos la estufa, el refrigerador, las pocas ollas y sartenes usados y gastados; también desechamos los muebles que no tendrían sitio en casa de mi hermano ni en la mía. 

Seguí por la segunda habitación. El clóset estaba repleto de ropa. Había al menos veinte trajes, algunos de ellos nuevos, otros nos los había usado en años. Nada me quedaba, ni los zapatos (algunos pares finos y nuevos) ni las camisas ni los sacos. Conservé algunas corbatas. 

Su ropa me quedaba chica. Aunque apenas me llevaba dos o tres centímetros de altura, era insufriblemente delgado. Tenía el cuerpo reducido de un hombre que padecía acalasia: que desde joven no podía comer bien, no podía pasar alimentos por el esófago; hubo días, muchos, en los que no pudo tragar ni agua.   

Encontré y traje a mi casa su colección de cajas de cerillos (muchos japoneses, y todos de hace años, cuando empresas y hoteles se anunciaban en esas cajas, algunas bellas y otras ingeniosas), varios juegos de dominó, recuerdos de viajes, a los que era tan aficionado: ceniceros, destapadores, posavasos, platitos, banderitas, postales, una escultura miniatura de la torre Eiffel, un busto minúsculo de Napoleón y objetos varios. Muchos de estos fueron a dar a una bolsa de desechos.

Me entretuve revisando y clasificando los libros. Podía leer casi cualquier cosa, best sellers insufribles y libros de historia, buenas novelas y textos de reportajes sobre algún caso o suceso de ocasión. Muchos de esos libros fueron a dar a cajas que vendí por unos cuantos pesos. 

Embalé y guardé algunos cuadros, pequeñas esculturas. También traje a casa casetes y discos compactos, no todos, en nuestros gustos musicales se abrían abismos insalvables. Traje un radiocasete, otro reproductor de casetes, y una buena dotación de cintas vírgenes. También recuperé linternas y pilas de distintos tamaños. 

En su recámara estaba lo más cercano a él. En un armario encontré ropa interior, pijamas y ropa blanca. También estaban allí sus libros queridos. Una buena dotación de cigarrillos. Muchas lociones y navajas de afeitar. Su apreciable colección de encendedores, relojes, anillos, mancuernillas.

En el clóset encontré su caótico archivo personal, más zapatos. Más trajes, muchas camisas, cinturones, pañuelos. Una vieja pistola, pequeña, que no tengo ni la menor idea de dónde salió, y que estuvo sepultada al fondo de una gaveta, entre muchos y varios objetos, además de pañuelos y calcetines. 

En la parte superior, entre dos pequeñas maletas, encontré al menos veinte botellas de vino. Yo sabía que estaban ahí, pero las había olvidado. Eran vinos finos, sobre todo franceses y españoles. Algunos deben de haber sido muy caros. 

Pero apostaría a que mi padre no compró ninguna de esas botellas. Se las regalaron a lo largo de muchos años, y las acumulaba en un lugar seco y oscuro, lejos del alcance de extraños, incluso de sí mismo. 

«Voy a abrirlas en una ocasión especial, cuando tengamos algo que festejar, el día en que suceda algo bueno y extraordinario», decía. Ese día nunca llegó. 

Descorché una para alegrarme la tarea de empacar y desechar, y antes del primer trago supe que algo no iba bien, olía muy mal: el vino estaba pasado, echado a perder. Lo tiré en el fregadero. Abrí una segunda botella: estaba echada a perder. Abrí una tercera: tampoco podía beberse. 

Una a una las abrí todas, y ninguna estaba en buen estado. Una pena. Luego busqué un significado, un mensaje oculto. No lo encontré, salvo que algunos hombres viven con prisa, como si quisieran beberse la vida de un trago, y otros la dosifican, la guardan, la posponen, la añejan, como si el vino no se pudriera o la vida fuera para siempre.

23 de octubre de 2024

Werther

Las cuitas del joven Werther fue publicada en 1774, hace doscientos cincuenta años. Goethe tenía entonces veinticinco, y ya estaba en el centro de una polémica de la que tal vez todavía quedan rescoldos. Es un autor inmenso, un gigante, cuya obra aún nos cobija y deslumbra. Y su decisiva influencia perdura.

Desde entonces fue consagrado y venerado, y también acusado de perturbar a la juventud e incluso de provocar algunas muertes, lectores sensibles y suicidas, malheridos de amor que encontraron en el héroe de la novela su guía y modelo para liberarse de las penas de este mundo. 

Muy pronto el Werther fue traducido al francés y al italiano, se convirtió en un fenómeno europeo, en una obra muy difícil de esquivar o desdeñar en un tiempo en el que no había mercadotecnia, ni publicidad, ni redes sociales; y todavía no era lectura escolar obligatoria, como lo fue, y, aunque en reflujo, lo sigue siendo.  

Kafka intuía muy bien del peso de la escritura y la literatura de Goethe. Sabemos que mientras escribía La transformación (La metamorfosis la llamaban hace unos años), en noviembre y diciembre de 1912, bajo el efecto como un narcótico de haber iniciado relaciones con Felice Bauer, Kafka volvió al Werther y comprendió que «Goethe probablemente frena el desarrollo de la lengua alemana por el poder de sus obras». Más todavía: «Goethe me influyó por completo, agoté la fuerza de esta influencia y, por lo tanto, me volví inútil.» 

Esta afirmación, que nada tiene de kafkiana, es muy desconcertante en palabras de uno de los novelistas más significativos del siglo XX, y para no pocos escritores y lectores, el más grande de su tiempo. 

Cuando Kafka releyó el Werther, la novela había sido publicada ciento treinta y ocho años antes, y hacía ochenta que Goethe había muerto. Este hecho ofrece un indicio sobre el prestigio y el poder del enorme escritor alemán.

Sturm und Drang (tormenta e ímpetu) antes que el nombre de un movimiento artístico parecía el lema de batalla de Goethe, y tenía la fuerza de un volcán, sacudía conciencias, removía el pensamiento, usos y costumbres, el tiempo. Nadie como él había sabido leer con tanta claridad el zeitgeist, el espíritu de su época, la manera de sentir y de vivir las normas sociales en lo que podríamos llamar Alemania en ese momento. 

La novela epistolar ha sido traducida como las cuitas o las penas o los dolores del joven Werther. Sustantivos que revelan la edad de las traducciones y del texto original, de esos arrebatos insufribles, de esos amores fatales y malogrados, de ese desgarramiento sin fin ante la imposibilidad de conseguir el amor de la mujer amada. 

Y sin embargo se antoja un libro necesario, indispensable, uno al que hay que acudir para gozar y no olvidarlo nunca al menos una vez en la vida. Y si es posible en la primera juventud, mejor. Debe ser una de esas escasas obras de formación que cumplen su función de manera impecable. El que salga indemne de su lectura también habrá leído con provecho: se habrá recubierto de una pátina contra los amores románticos como de una armadura que, para bien o para mal, lo cubrirá en su vida y sus batallas amorosas. 

Werther nos habla de otro siglo (el tiempo hace visibles los cambios culturales entre las épocas), y las diferencias con nuestros días son evidentes; las dificultades que muestra para los lectores de hoy van del lenguaje a los usos y costumbres de esos amores tan imposibles como empalagosos, melodramáticos, con arrebatos nocivos como terremotos y tan poderosos y fatales como tsunamis.  

 Tal vez con el Werther se inicia esa curiosa relación de lectores (y toda suerte de consumidores de productos culturales) con el libro que los sacude y representa, el que canta la verdad de su alma, que los lleva a distinguirse, vestirse o disfrazarse como el héroe admirado. Los jóvenes se dispusieron a sufrir del mal de amores, iban por el mundo como Werther, y usaban abrigos azules y chalecos amarillos. 

 Se dice, incluso, que algunos imitaron las vicisitudes de Werther al punto de también cometer suicidio; nada nos impide pensar que hubo una ola de apasionados que decidieron vivir al extremo, al límite, el sufrimiento del que debe ser, para muchos, el modelo total del joven enamorado, que apostaba a todo o nada y que en ello le iba la vida. 

Parece que en Japón, a principios del siglo XX, Werther era la más acabada expresión de un impulso o voluntad de muerte que expresaba la belleza e intensidad de la vida. Una de las formas en que eros y tánatos volvían a aparecer, a hacerse nítidos en el imperio del Sol Naciente. 

Tal vez decae el número de lectores, y aún más el de devotos seguidores, y sin embargo Werther gana como modelo; la ópera de Jules Massenet se representa en todo el mundo, y dos tenores mexicanos, Ramón Vargas y Rolando Villazón la cantaron como dioses. Hay varias películas y adaptaciones teatrales. 

Quizá pronto podríamos imaginar con alguna certeza la trascendencia que Werther puede alcanzar, su sitio en la novela amorosa cuando en estos días empezamos a vivir el fin del amor romántico. Acaso el amor de Werther por Lotte sea uno de los más apasionados, intensos y genuinos de la literatura, y no sólo la alemana. 

Roland Barthes, notable profesor, semiólogo admirable, en el último cuarto del siglo XX emprendió una investigación con la impartición de seminarios en los que analizaba el amor, cuyos apuntes publicó como El discurso amoroso y Fragmentos de un discurso amoroso. 

Los libros están centrados, sobre todo el primero, del que se vendieron decenas de miles de ejemplares en 1977, en el Werther. La novela de Goethe volvía al centro del debate, del pensamiento y la discusión, y no sólo del mundo académico parisino. Es decir, Werther, el joven enamorado, volvía y tenía todavía algo que decir.

Ahora que celebramos su publicación hace doscientos cincuenta años, la tentación de leerlo es seductora. Pero habría que hacerlo con cuidado. No sólo esta ese cuarto de siglo de por medio, también los decenios que me separan de mi primera lectura. Será inevitable descubrir cómo ha cambiado Werther a mis ojos, cómo he cambiado yo mismo, lo cual se hará evidente a través de las ineluctables diferencias que encuentre en mis lecturas.

20 de octubre de 2024

Bajo la sombra de las jacarandas

La marcha del 8 de marzo, esa admirable manifestación anual en que las mujeres toman las avenidas, calles y plazas de Ciudad de México es una batalla por la vida, una expresión de amor y de recuerdo, una exigencia de paz y justicia, un llamado rabioso al fin de la violencia, un acto urgente de sobrevivencia.

Y la ejecutan con rabia y valentía, con orgullo, con el puño en alto, con el corazón roto. No hay un hecho público en la Ciudad de mayor trascendencia cívica y política que la manifestación de las mujeres en defensa de sí mismas. No hay otro más conmovedor, que pueda colmarnos de orgullo y a la vez humillarnos por su vergonzosa necesidad.

Dice Ana Esther Urquizo al comienzo de su libro, Bajo la sombra de las jacarandas. Una marcha, pasos que retumban, historias de feminicidios (Pluma de Bambú Editores, México, 2024), una sentencia impecable: «México es un país peligroso para las mujeres». Y es una desgracia que sea así.

Si buscamos cuándo y dónde, en qué tiempo y lugar, las mujeres no han sido víctimas de la violencia masculina, tal vez no encontremos ningún momento de la Historia, ninguna sociedad en que hombres y mujeres hayan convivido en igualdad, concordia y en paz. Pero algo muy profundo en el mundo está en movimiento, las estructuras empiezan a cambiar. Y las mujeres lo saben.

Este libro también es una marcha, la bitácora del dolor, de la angustia y desesperación, del duelo sin fin; los apuntes rápidos de una mirada que sigue y consigna el paso de las mujeres por las calles, exigiendo su derecho a la vida y la igualdad.

En uno de los relatos, Javiera, una periodista, va a la marcha sin cámara ni grabadora, sin pluma ni libreta. Lo verá todo, lo guardará en la memoria y luego lo contará. Eso es justamente lo que hace Ana Esther Urquizo.

Y la clave está en la mirada, en la manera de mirar, y en la suya hay simpatía por esas mujeres y su condición, hay empatía porque siente su sufrimiento. Incluso compasión, que es la capacidad de sentir pena y dolor por los males de otros. Por esa razón estas páginas nos mueven y conmueven.

Las historias de este libro son verdaderas porque cada una cuenta una verdad. Aquí se rememoran y siguen dolientes y vivos todos los feminicidios, todas las desapariciones forzadas, todas las agresiones y violencias. Este libro es un testimonio, un dolor, un llanto, pero también una promesa de búsqueda y recuerdo. Un homenaje para todas esas mujeres que ya no están, y que no dejarán de hacernos falta. Este pequeño libro con sus breves relatos es también un canto dulce, necesario y conmovedor.

11 de octubre de 2024

Activistas de la sopa

Dos chicas del grupo Just Stop Oil lanzaron sopa al cuadro Los girasoles de Van Gogh. Fueron condenadas a dos años de prisión.

Lo que estas activistas buscan es salvar el planeta, quieren que ya no se consuman combustibles fósiles y para ese justificadísimo fin van y le tiran una lata de sopa a un cuadro como si fuera la cara del presidente de una empresa petrolera transnacional o un ministro de energía entusiasta del petróleo. 

Luego de su tremenda acción, se quitaron la chamarra, mostraron la consigna impresa en sus camisetas y se pusieron muy quietecitas junto al cuadro chorreante en espera de que llegaran por ellas las fuerzas del orden. 

Y sí, llegaron. Y se las llevaron. Fueron detenidas, acusadas y un juez las juzgó y condenó a dos años por dañar el marco dorado de la pintura. El mundo es un sitio muy peligroso, muy injusto, porque, a ver, ¿qué culpa tiene el arte de las acciones más infantiles que dañinas de estas campeonas del aire limpio y las aguas cristalinas?

Por fortuna, claro, la obra estaba protegido, cubierto, de manera que no ha sido dañado y no hay nada que lamentar, salvo la irrupción brutal e inesperada en la sala de un museo, donde había algunos admiradores del arte a punto de alcanzar el éxtasis. 

Claro, dañar una pintura de Vicent van Gogh es un acto censurable, algo feo en verdad, por eso eligieron un cuadro protegido. Más que hacer daño, supongo, ellas querían llamar la atención. Decirle al mundo desde el video que una camarada suya grabó que detenemos el cambio climático o nos lleva patas de cabra. En esto, claro, no les falta razón, antes todo lo contrario. 

Supongo que en prisión tendrán tiempo de estudiar, de enmendarse (en términos de lo que por ello entienden el juez, el buen gobierno y las empresas petroleras), pero también de radicalizarse, de acumular rabia y odio y salir de prisión a cometer actos más nocivos que lanzar sopa.

Pero ahora, unas semanas después de la condena de aquellas dos, Just Stop Oil ha dado otro golpe. Tres decididas activistas volvieron a lanzar sopa sobre obras de Van Gogh en la National Gallery de Londres. Atentaron en contra de otras pinturas de la serie de Los girasoles. Los cuadros no sufrieron daños.

Esta vez, además de manifestarse contra las sucias energías fósiles, piden la liberación de sus compañeras, que están, dicen, injustamente encarceladas. 

El grupo terrorista de pacotilla o estos guerreros del ambientalismo, la tierra verde y el mar azul, como según quiera verse, claman a los cuatro vientos que hay gente en prisión por pedir el fin de nuevos proyectos de gas y petróleo. La verdad es que no les falta del todo la razón. 

La organización de marras publicó un video y confirmó el ataque. El museo londinense informó que las obras fueron retiradas de la sala de exhibición y examinadas por un experto. Confirmó que no sufrieron daños. 

Pude ver un video del segundo ataque. Mi instinto, que he desarrollado con la provechosa lectura de novelas negras y policiacas, me dice que no debemos desechar ningún indicio, ninguna prueba, ni desdeñar la menor sospecha. 

Me parece que no debe descartarse un odio visceral hacia la pintura de Van Gogh, pues es sabido y obvio que usaba cantidades inadmisibles de aceites para sus cuadros al óleo, y ya quedó claro que eso es muy nocivo para el planeta. 

Tampoco debe desdeñarse una preferencia, una decidida inclinación, algo así como un homenaje a Andy Warhol, lo que explicaría de manera impecable y asombrosa el uso de latas de Tomato Soup de la empresa Campbell. Sí, seguro que esas chicas son fans incondicionales del gran maestro del arte pop. 

Y tampoco debe dejarse pasar por alto la manera en que lanzaron la sopa. En verdad, Van Gogh se vio superado de manera humillante. Esas muchachas, amantes de la pintura, como buenas aficionadas (es decir, expertas) vertieron las latas de sopa de tomate con técnica impecable, al mejor estilo de Jackson Pollock.

Como se ha demostrado, no es cosa de lanzar sopa sin ton ni son, sino que todo responde a un proyecto político, a una propuesta estética y, sobre todo, como en toda la historia del arte, las obras y lo que les sucede tiene un significado y una explicación que no siempre son aceptadas y mucho menos comprendidas. 

Pero esa es quizá la función del arte: conmovernos, o ser usado para enviar un mensaje ecológico, que va muy bien con estos tiempos, tal frágiles y dados al activismo y el escándalo, en particular en las redes sociales, sobre todo si se transmite en vivo o al menos se graba en un video. 

27 de septiembre de 2024

Stella Rossi, soprano

Escribo esto como si compartiera un tesoro, un secreto.

En mi familia se decía que Stella Rossi, mi abuela paterna, había cantado ópera en su juventud, que inició una carrera que abandonó muy pronto para casarse con mi abuelo, a fines de los años veinte del siglo pasado.

Durante años oí anécdotas (falsas, seguro), fantasías, especulaciones y disparates. Nunca apareció una foto, un programa de mano, una nota, una reseña en un periódico, una crítica. Lo mejor hubiera sido un registro sonoro, una grabación. Nunca apareció nada.

Ahora un primo hermano mío envía desde Acapulco un par de imágenes digitales que hacen realidad una leyenda familiar, delicia de los creyentes, que nunca había mostrado ni la menor evidencia del milagro. 

La primera imagen es un cartel, con el tono amarillento que adquieren los papeles con los años, en el que se anuncia que el jueves 29 de abril de 1926, a las 19:30 horas, en el Teatro Iris, se representaría ¡Bohemia! (sic), la ópera en cuatro actos del maestro G. Puccini, con el maestro director y concertador Marcos Rocha, con Stella Rossi en el papel de Mimì. Nada menos. Para caerse de la silla.

La segunda imagen es un recorte de prensa, tan amarillo como mal fotografiado, pues en la parte inferior falta la última línea, justo en la que se habla de Stella Rossi. Es la reseña de un radio-concierto transmitido por el diario El Universal y la Casa del Radio. No tiene fecha, pero la omnisciente Red dice que: «Las primeras estaciones privadas, según Mejía (2007), serían las instaladas conjuntamente por el periódico El Universal y la tienda de artículos electrónicos La Casa del Radio de Raúl Azcárraga, que operó de 1922 a 1928.»

La reseña, más cercana a una crónica de Sociales, nos informa que cantaron con excelencia de «primissimo cartello [...] las distinguidas artistas líricas señoritas Stella Rossi y Paz Lozano, ambas de la ameritada Academia de Arte del maestro Guichenné, y ambas notabilísimas cantantes. Cantó la señorita Stella Rossi...», y aquí el Diablo recortó o fotografió mal la nota de periódico, de manera que falta la línea esencial en la que se habla del canto de doña Stella. 

La nota, claro, es una flor sin mácula del periodismo de su género de hace un siglo. Continúa así:  «Ambas señoritas, como un nuevo regalo, inestimable a nuestros oyentes, cantaron después un dúo de Mendelssohn y el dúo "Ojos verdes" del maestro Chucho Martínez, cantados, los dos, de manera grata y admirable.

«El teléfono funcionó anoche repetidamente, para felicitar a las dos notables artistas, a quienes acompañó muy bien al piano su propio maestro, señor Guichenné, al que nosotros también dedicamos una expresiva felicitación.»

Esto debió de haber sido entre 1926 y 1928. Ahora sí hay pruebas de que cantaba en el teatro y en los primeros programas de revista musical de la radio en México. ¿Por qué mi primo Jorge no compartió antes este tesoro?

No sé si Stella Rossi tenía una bella voz, grande o dulce, o bien educada. ¿Cómo serían sus notas agudas? Nada sé de su talento, de otros papeles que cantó, de su repertorio, de sus posibilidades. Ahora sé que es cierto, fue cantante, y nada me gustaría más esta noche que escucharla. No sé si exista un registro, una grabación, y si Apolo o las musas, otros nombres del hado o el azar o el destino me deparan un encuentro con su voz.

Se casó, fue ama de casa, atendió a su marido, crio dos hijos, y dejó el canto para siempre. Pero no se extinguió el gusto, la afición, la fascinación por la música, eso es imposible. La primera vez que yo escuché una escena de ópera fue con ella, en su habitación, en su casa, en la que vivíamos. Calculo que hacia 1968.

En el televisor, en blanco y negro, mi abuela veía y escuchaba emocionada una función, tal vez en el Palacio de Bellas Artes. En la escena final, una pareja cantaba muy emocionada cosas muy extrañas, de las que no entendía nada, pero me angustié muchísimo cuando comprendí que se quedaban en una cueva cuya boca taparon con una gran roca. 

Mi abuela sentada a mi lado escuchaba y gozaba, mientras yo sufría al ver cómo aquellos dos se quedarían encerrados para la eternidad, y esperaban su fatal destino cantando (toda una definición mínima del género). Mi inicio en la ópera fue con el final de Aida

Con los años supe de la leyenda de Stella Rossi como cantante, que ahora se vuelve histórica, verdadera, y nada tiene que ver con la dulce abuela, la anciana que no cesaba de consentirme y mascar caramelos.

23 de septiembre de 2024

Una lengua originaria en el supermercado

La fila de la caja siete no avanzaba. Algo iba mal. Un cliente hablaba con la cajera, venía y se iba un supervisor; algo sucedía con su cuenta y su tarjeta de puntos o descuentos. Pasaban los minutos. En las filas ocho y la nueve había todavía más gente en espera para pagar, y sólo había tres personas antes de mi turno. No debía moverme, mi mejor opción era esperar.  

Fue en un supermercado muy grande, muy iluminado, muy bien montado. Las frutas y verduras están hidratadas y se mantienen frescas y coloridas con un sistema ingenioso de vapor y agua. La sección de carnes es el paraíso de un carnívoro, y la de pescados un lindo muestrario de peces y bichos marinos. 

La sección de latas de conservas de productos, muchos importados, es una invitación indecorosa a dejarse llevar para satisfacer los gustos y antojos de sibaritas exigentes. Era un supermercado caro, muy caro, bien surtido, con muchos bienes de lujo, en una colonia más que acomodada de Ciudad de México.

Mi compra era pequeña y puntual: dos botellas de vinos (la selección que ofrecía no era nada desdeñable), dos baguetes, un trozo de queso emmental, una lata de palmitos y otra de espárragos, y dos litros de helado, encargo de la anfitriona. Yo iba a una reunión informal con amigos. 

De pronto, empezaron a hablar, o quizá en un momento por fin los escuché y puse atención. Conversaban, algo comentaban, a veces sonreían. Yo no entendía ni una palabra, y tuve la certeza absoluta de que no hablaban ninguna lengua europea.

Me di la vuelta como si fuera a escudriñar el horizonte y encontré, a mi espalda, a tres hombres jóvenes, con sus pobres ropas de faena, completamente cubiertas de cal o yeso. En realidad, ellos también estaban cubiertos de ese polvo blanco. Lo llevaban en las manos, en la cara, en el pelo. 

Imaginé, sin darme mucho margen de error, que eran albañiles que encalaban muros de una construcción muy cercana, tal vez preparaban las paredes para pintarlas. Llevaban, entre los tres, dos latas grandes de sardinas en salsa de tomate, dos kilos de tortillas, una lata de chiles y tres litros de coca-cola.

En un cálculo no muy riguroso, supuse que todo su cargamento era más barato que el vino que yo llevaba. Ya había pasado la hora de la comida, estábamos cerca de la sobretarde, así que supuse que apenas terminaban su jornada, o no habían comido durante el día, o esa sería su merienda. No lo sé, me hice preguntas, pero sobre todo una: ¿en qué lengua hablaban?

Eran morenos, de muy baja estatura, risueños, delgados, agradables. No sé por qué los imaginé oaxaqueños, aunque no puedo decir por qué ni de qué región. Pero podrían ser de otras muchas partes. Eran indios mexicanos y hablaban en una lengua de la que no tenía ni el menor indicio para reconocerla.

El Atlas Cultural de México señala que hacia el año 2010 se hablaban en el país cerca de sesenta lenguas (una de ellas, sólo tenía dos hablantes, que no se hablaban entre ellos*). Siempre hice mis estudios según los programas oficiales, en escuelas públicas y privadas, y jamás recibí, en veinte años de educación, ni una lección sobre esas lenguas originarias. Soy, como la mayoría de los mexicanos, incapaz de distinguirlas y reconocerlas.

La diversidad de lenguas y grupos humanos de México es muy grande; las diferencias entre mexicanos son abismales. Mientras en la caja seguía el problema con la tarjeta del cliente, que exigía su derecho o descuento o no sé qué; mientras crecía el lío, en el que ya participaba otro supervisor, un empleado de la oficina de servicios al consumidor, una clienta desesperada y un señor impaciente que exigían que les cobraran de una buena vez, y el guardia del supermercado que se acercaba entre curioso y amenazante; mientras, yo escuchaba. 

Era una lengua dulce, de oraciones que me parecían cortas y rápidas. Aquellos tres jóvenes conversaban y parecían aceptar con impecable estoicismo el contratiempo y la espera en la fila de la caja. Luego de algunos minutos, cometí una imprudencia. 

Me volví y con cuidada corrección les pregunté de dónde eran y qué lengua hablaban. De inmediato se hizo el silencio entre ellos. Cesó su conversación melodiosa y dulce. Se miraban entre ellos desconcertados. Estaban en una situación en verdad embarazosa. Se sintieron vulnerados. Espiados. Perseguidos. Yo era un intruso, un entrometido. Un extraño: una amenaza.

Yo era un transgresor de un código. No creo que se negaran a hacerlo, simplemente  no podían responder. No obtuve respuesta. Estaba claro que me habían entendido. Algunos hablantes de las llamadas lenguas originarias a veces son perfectamente bilingües, a veces tropiezan con el español. Pero un indio mexicano, lo he visto, lo he escuchado, deja de hablar en su lengua cuando lo escucha alguien ajeno, extraño a esa lengua y su cultura. 

Me volví y pensé que primero llegaría Godot, el de la pieza de Samuel Beckett, antes de que se arreglara el lío en la caja siete. Atrás de mí se hizo el silencio. Un silencio que se hizo incómodo, que me hizo ver que había cometido una falta. Pensé en disculparme, tuve la lucidez de callarme, supe antes de hablar que sería peor. 

Su silencio, su conversación rota, me decía algo. Me señalaba. Sabía que se avergonzaban de haber sido escuchados (aunque yo no comprendiera nada), tal vez se avergonzaban de su lengua. No hay comunicación posible con ellos, al menos no en la fila de un supermercado. 

Les pedí el paso, a ellos y a todos los clientes de la fila, y me fui a la caja dieciséis, lejos de aquella conversación rota con el fin de no importunarlos más. Encontré una fila muy larga, y tuve mucho tiempo para pensar en ellos. Lamenté la situación, sobre todo no saber en qué lengua hablaban.

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* Véase en este blog el apunte: "Una lengua se muere y los dos viejos que no se hablan", del 8 de abril de 2011.

9 de septiembre de 2024

Reseñas de Matrimonio a la italiana

Busco información, datos, noticias, sobre Matrimonio a la italiana, de Vittorio de Sica, una joya deliciosa del cine italiano de los sesenta. No quiero nada en particular, pero me gustaría encontrar algún dato curioso, elementos para comprender, que me ofrezcan un contexto, un punto de apoyo para valorar mejor la película.

Busco en la Red, en el inevitable internet. Esto es lo que me ofrece Google en la primer intento, como si lanzara la red por primera vez al mar: 


«Durante la Segunda Guerra Mundial, en Nápoles, Filomena Marturano (Sophia Loren) no encuentra cómo ganarse la vida, así que trabaja en un prostíbulo, y ahí conoce a Domenico Soriano (Marcello Mastroianni), quien la lleva a vivir con él.»* (Wikipedia)

«Con dos de los más grandes exponentes del cine italiano en su reparto, Matrimonio a la italiana nos muestra las debilidades sexuales de sus personajes incluida una de las más bellas mujeres de la historia del cine Sophia Loren.»** (Prime video)

«Nápoles, Segunda Guerra Mundial (1939-1945). Filomena Marturano, una bella joven que está sola en el mundo, trabaja en un prostíbulo, pues no encuentra otra manera de ganarse la vida. Allí es donde conoce a Domenico Soriano, más conocido como Don Mimi, un acomodado burgués que la retira de la profesión y la lleva a vivir a su casa. Basada en la obra teatral de Eduardo de Filippo.»*** (FilmIn)

«Estelarizada por Sophia Loren, el filme cuenta la historia de Filomena, una joven solitaria que para sobrevivir decidió trabajar como prostituta. Por su parte, Domenico Soriano es dueño de un bar en la ciudad, cuya posición social lo convirtió en un hombre respetado. No obstante, acostumbra asistir a burdeles y disfrutar de las mujeres sin ningún tipo de obligación. Durante un ataque militar, entre estallidos y escombros, ambos se conocen mientras tratan de protegerse. En ese momento, Dominico se interesa en la ingenuidad de la muchacha e inmediatamente la retira de su profesión y la lleva a vivir a su casa. Filomena esperanzada en quitarse el estigma que su trabajo le dejó, ansía que el protagonista decida casarse con ella para convertirla en una mujer respetable. Sin embargo, él solo está interesado en sus viajes y no quiere compromisos.»**** (Cinema 22)

«La película de Vittorio de Sica cuenta la historia de Filomena, una joven prostituta que en tiempos de guerra conoce a Don Mimi, un caradura hombre de negocios, que se siente atraído por ella. A lo largo de los años, el caprichoso destino los vuelve a reunir, y el acomodado Domenico la retira de la calle para colocarla en su casa con la única finalidad de cuidar de su madre.» *****

«Durante la Segunda Guerra Mundial, Filomena Marturano se ve obligada a trabajar en una casa de prostitución para ganarse la vida. Allí conoce a Doménico Soriano, quien le retira de la profesión. La relación acabará en boda.»****** (La Vanguardia)

«(Marcello Mastroianni) es un reputado hombre de negocios que mantiene una aventura amorosa con Filumena. La joven se convierte en su amante a lo largo de los años y, además, le ayuda en sus negocios. Al final, acaba teniendo un hijo de Domenico, quien desea conocerle. Para ello, Filumena le exigirá que antes contraiga matrimonio con ella.»******* ( DeCine21)

«Durante la Segunda Guerra Mundial, Filomena Marturano se ve obligada a trabajar en una casa de prostitución para ganarse la vida. Allí conoce a Doménico Soriano, quien le retira de la profesión. La relación acabará en boda.»******** (SincroGuíaTV)

«Filomena está determinada a casarse con el hombre con quien ha compartido los últimos 20 años de su vida y volverse una mujer respetable. Con una brillante estrategia que funciona a la perfección, consigue por fin el tan anhelado anillo de compromiso.»********* (Quality Films; Biblioteca UNPA )


Ninguna miente del todo, ninguna cuenta o revela la verdad del filme. Es imposible hacerse de una idea clara y precisa a partir de estas tristes reseñas. Pareciera, incluso, que no hablan de la misma película. Por lo visto, la recensión es un género literario poco cultivado, por lo tanto tiene un gran futuro. Compruebo, una vez más, que buscar en la Red es muy fácil, pero encontrar es muy difícil.


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* https://es.wikipedia.org/wiki/Matrimonio_a_la_italiana_(pel%C3%ADcula_de_1964)

** https://www.primevideo.com/detail/Matrimonio-a-la-italiana/0NUBQI2WZ7IJ797QDDDITDBKCO

*** https://www.filmin.es/pelicula/matrimonio-a-la-italiana

**** https://cinema22.canal22.org.mx/sinopsis.php?id=403&barra=Autor 

***** https://www.rubensolerferrer.com/matrimonio-allitaliana-matrimonio-a-la-italiana-vittorio-de-sica-1964/

****** https://www.lavanguardia.com/peliculas-series/peliculas/matrimonio-a-la-italiana-49687

******* https://decine21.com/peliculas/matrimonio-a-la-italiana-4282

******** https://sincroguia-tv.expansion.com/peliculas/matrimonio-a-la-italiana--47v-SPA

********* https://biblioteca.unpa.edu.mx/cgi-bin/koha/opac-detail.pl?biblionumber=4557&shelfbrowse_itemnumber=1860


8 de septiembre de 2024

La violación de Gisèle Pélicot

El caso de Gisèle Pélicot, cuyo juicio comienza en estos días de septiembre, en Aviñón, Francia, va a generar miles de páginas, artículos, ensayos, tesis, asombrosos libros de investigación (ojalá alguno de ellos lo escriba, por su impecable calidad y enorme talento, y esa fusión entre reportaje y novela, gran literatura, de Emmanuel Carrère), y no descarto que en unos años tengamos documentales y películas.

La violación de una mujer por al menos setenta y dos hombres, invitados e inducidos por el marido de ella, es una historia asquerosa, siniestra y repugnante. Un crimen que merece la mayor condena y el peso de la ley.  

No es fácil dar por ciertos los hechos, la manera en que ha sucedido esta violación masiva. Y no pretendo reducir su gravedad, ni proteger a Dominique Pèlicot, ese es el nombre del primer criminal, sino que la verosimilitud, nuestra capacidad de creer, sin atenuar las aberraciones que suceden, tiene un límite; luego, viene la imaginación, la fantasía, la exageración, la distorsión. Todo lo que cabría en una novela.

Algunas historias no caben en una novela, si el novelista aspira a la verosimilitud; es decir, a que los lectores crean que esos hechos narrados sucedieron. Vargas Llosa lo ha contado, en La fiesta del Chivo, tuvo que dejar fuera parte de las carnicerías, crímenes y crueldades sin nombre del Chivo, Rafael Leónidas Trujillo, dictador de la República Dominicana para que algunos lectores y críticos no descartaran la novela por fantasiosa e increíble.

Hay sucesos que los lectores leen con escepticismo y levantan las cejas antes de aceptar como hechos históricos lo que cuentan novelas y ensayos históricos. Sucede que van más allá de lo que es prudente creer y aceptar como verdadero. 

Dominique Pèlicot, de 71 años, ofrecía a su mujer, con la que estuvo casado por cincuenta años, a través de redes sociales y chats de foros, en un pueblo del sur de Francia. Parecía un buen marido, buen padre y buen abuelo. 

¿Cómo creer, suspender la incredulidad, para decirlo con Coleridge, que Dominique drogaba a Gisèle con medicamentos como benzodiazepinas, que ella entraba a un sueño como un coma, y entonces era violada por alguno de esa legión de hombres que contaban con el consentimiento y estímulo del marido? 

¿Cómo creer que durante años fuera posible repetir este procedimiento sin que fuera descubierto? ¿Cómo creer que ella no notara al despertar? ¿Cómo creer que Gisèle no se hubiera contagiado o infectado de alguna enfermedad de transmisión sexual, que no tuviera molestias, irritaciones o moretones que despertaran sus sospechas?

¿Cómo conseguía Dominique que Gisèle tomara las pastillas? ¿Cómo es posible que los tres hijos del matrimonio no se dieran cuenta? 

Drogar a mujeres para que hombres yazgan con ellas o duerman a su lado es una historia no ejemplar que ya imaginaron y escribieron Yasunari Kawabata en La casa de las bellas durmientes, y Gabriel García Márquez en Memoria de mis putas tristes.

No descarto que el proyecto de una novela sobre un hombre mayor ofrece a su mujer no joven para prostituirla mientras ella está sedada, inconsciente, y acuden uno tras otro hombres de diversa condición; ese proyecto podría recibir objeciones severas y considerables, por inverosímil, que podrían mandar esa sinopsis a la papelera de los libros que nunca se escribieron y se escribirán. Pero esto no es un proyecto de novela, sino una historia policiaca cuyo juicio apenas comienza. 

Algunos de los clientes, esos hombres que Dominique llevaba a su cama más por morbo y malsano placer que por dinero, han dicho que pensaban que la mujer fingía dormir, lo cual hacía más excitante la visita pues era una fantasía irresistible, una experiencia que no eran fácil rechazar. 

Gisèle, con un gesto admirable y poco común, aparece en el juicio con el rostro descubierto y la cara en alto; algunos de sus violadores, que podrán ser condenados a veinte años de prisión, ya no saben cómo esconderse. 

No es inverosímil imaginar que no hay novelista que haya imaginado esta historia. Se antoja, en verdad, imposible. 

3 de septiembre de 2024

Contratiempo

Dos astronautas estadounidenses, Butch Wilmore y Suni Williams, están en la Estación Espacial Internacional desde junio y no pueden volver a la Tierra. Su misión debía durar una semana, pero se prolongará hasta febrero del 2025, cuando otra nave vaya por ellos. Será un viajecito de nueve meses. Eso es lo que podemos llamar sin duda alguna un gran contratiempo. 

Algo no está bien con un software y parece que hay una fuga en las tuberías relacionadas con la propulsión. Pero las razones por las que no van por ellos no sólo son técnicas. Claro, enviar un cohete no es pedir un taxi a domicilio, pero hay declaraciones políticas ambiguas, burocracia espacial, rivalidades entre empresas privadas contratistas de la Nasa, seguramente la negociación de un anexo al contrato y mucho dinero de por medio.

No sé en qué consiste su dieta de esos astronautas, pero sea la que sea no debe ser muy variada ni apetitosa; no sé si la comida sea abundante, pero les falta agua: beberán su propia orina filtrada y purificada una y otra y otra vez. Y no puedo imaginarme los precarios cuidados que podríamos llamar de higiene personal. ¿Tendrán en su nave suficiente papel higiénico y una vasta dotación de pañales? 

Supongo que tendrán mucho tiempo para conversar, para conocerse, para jugar cartas o ajedrez. De esa convivencia intensa ininterrumpida durante meses podría surgir el amor, un enamoramiento súbito y loco, a salvo del demonio de los celos, al menos mientras sigan allá arriba.

Pero también podrían caerse mal, empezar a fastidiarse, detestarse y odiarse al punto de los arrebatos pasionales dominados por la vesania. No sé si ya se ha registrado para la historia el primer coito espacial, pero estoy seguro de que no se ha cometido ningún homicidio, o feminicidio. 

Butch Wilmore y Suni Williams tendrán tiempo para reflexionar y pensar qué harán en la Tierra, si vuelven con bien, el resto de sus vidas. Por lo pronto, seguro, cada uno se perderá una boda y un funeral, un bautizo o un bar mitzvah, el cumpleaños de la hija o la nieta, la convalecencia de la madre, el aniversario de bodas (al menos ella está casada), el Thanksgiving Day, la Navidad y el Año Nuevo. No sé si les será posible votar para la elección presidencial de noviembre. Sin duda, estar en la Estación Espacial varados (término que no le gusta a la Nasa) es un gran contratiempo.

Su espera, mientras son rescatados, en sus condiciones, fuera del tiempo, hace ver la de Penélope como un ligero retraso. La señora de Ítaca, aunque cercada por años por sus molestos pretendientes, al menos estaba en su casa: podía comer una buena ensalada, respirar aire fresco, pasear por el jardín, tomar el sol y disfrutar del mar. 

Dino Buzzati, en El desierto de los tártaros, novela admirable que Borges elogió sin reservas, imaginó la vida del oficial Giovanni Drogo, que partió con su nuevo uniforme de teniente una mañana a una fortaleza en la frontera. Debía permanecer allá poco tiempo; su vuelta es una postergación indefinida. 

Juan José Arreola en «El guardagujas» narra la pesadilla o el sueño o la crónica puntual de un tren que no llega a la estación donde lo espera un viajero, o que no se sabe cuándo pasará o que tal vez nunca llegará a ninguna parte porque no existe o de ninguna ha salido. 

Y Luis Buñuel nos muestra en El ángel exterminador, una de sus obras maestras, a los asistentes a una cena que no pueden, literalmente no pueden, sin obstáculo visible o conocido, abandonar el salón. Pero ese par de astronautas cuentan con que algún día una nave vaya por ellos y puedan regresar a la Tierra, digamos a casa. 

Bien visto, digan lo que digan los entusiastas y los desquiciados, estar atrapado en una suerte de refugio espacial, como en una celda de castigo, en una versión de alta tecnología del Purgatorio es una forma de prisión, y un ajuste de cuentas cósmico que se distancia de lo que solemos llamar una buena vida. 

Exploradores a toda prueba, curiosos sin remedio, no paramos hasta conocer el último rincón, la última punta de la Tierra; navegar por todos los mares y explorar todas las fuentes de los ríos; sentar nuestra real humanidad en toda la Tierra. Ahora vamos en el espacio. 

Me pregunto si la alegría, el sentido de la vida, la felicidad no se encuentra en casa. En edificar eso que llamamos un hogar. Después de todo, entiendo, aquellos dos que después de haber viajado y permanecido más de lo prudente en el espacio, no quieren otra cosa que volver a la Tierra. 

Todos nos hemos contrariado por la avería del coche, porque no conseguimos un taxi y perdimos un autobús, un tren o un avión, y casi siempre se trata de un pequeño contratiempo que se resuelve pronto, en unas horas, al otro día; pero a estos viajeros, que ya llevan tres, les faltan cinco meses en su cacharro espacial. Ya veremos cómo les va hasta su planeado regreso en febrero.

Ay. Ante el infortunio de Wilmore y Williams, recuerdo a Pascal, que escribió en sus Pensamientos: «he comprendido que toda la desdicha de los hombres se debe a una sola cosa, la de no saber permanecer en reposo en una habitación.»

18 de agosto de 2024

El tío Isidro

Isidro Fabela Alfaro murió hace sesenta años, en agosto de 1964. Mi tío Isidro, decía mi padre. Era primo hermano de mi abuelo Gabriel, y éste tuvo cargos menores en el servicio exterior y salió al mundo acompañando al tío Isidro. 

La trayectoria diplomática y política de Isidro Fabela es asombrosa. Uno de los embajadores y negociadores más talentosos que ha tenido México, con logros extraordinarios y un peso internacional, entre las naciones, que hoy se antoja de fantasía:

Secretario de Relaciones Exteriores, embajador en Francia, en Argentina, en Chile, en el Reino Unido, en Alemania y en Brasil, y fue juez de la Corte Internacional de Justicia en La Haya. Sus trabajos y gestiones en la Sociedad de las Naciones fueron notables. Contribuyó decididamente a forjar la admirable, respetable y respetada política exterior de México, que por desgracia ha desparecido. 

Aún se recuerda y reconoce su defensa de la República Española, de Austria y de Etiopía, los tres agredidos por el fascismo y el nazismo, en algunas de las horas más negras del siglo XX; Haile Selassie I, emperador de Etiopía, viajó a México en junio de 1954 para agradecer la defensa de su país, la valiente denuncia de la invasión de la Italia de Mussolini en 1936. Visitó al presidente Adolfo Ruiz Cortines y pronunció un sentido discurso en Palacio Nacional. 

Una rotonda de Ciudad de México se llama Etiopía, y sé que algún sitio de Etiopía lleva el nombre de México. (En Viena, una placa recuerda que México fue el único país que protestó en la Sociedad de las Naciones por la anexión de Austria por la Alemania de Hitler.)

Mi padre me hablaba poco de él; mejor aún, no dijo casi nada. Pero tengo el vago recuerdo del relato, tal vez imaginario, del día en que Isidro Fabela llevó al emperador de Etiopía a su tierra, Atlacomulco; de cualquier modo, donde fuera, y esto es un hecho, mi padre estuvo presente en un acto o una recepción y el tío Isidro los presentó. 

El tío Isidro, no sé con qué motivo, le regaló a mi padre, cuando éste era muy joven, un reloj de oro que todavía da la hora y cuido con esmero. No conservo nada más. Unas cuantas fotografías, ejemplares de sus libros (que no he leído). 

No sé si exista una buena biografía del tío Isidro. Hace años que no visito la Casa del Risco, en San Ángel, Ciudad de México, que él donó al pueblo de México como sede de un museo y centro cultural, que ha venido a menos. 

La misión diplomática de Isidro Fabela, sus esfuerzos por la paz y justicia entre las naciones, su legado político, se diluyen, se desdibujan, se pierden en el devenir de los días; como todos, como a casi todos, lo devora el olvido. Cada vez se hablará menos de las acciones y los servicios prestados por Isidro Fabela; en la familia tenemos del todo olvidado al tío Isidro, que murió hace sesenta años.

4 de agosto de 2024

Los cuernos de Moisés

La escultura de El Moisés de Miguel Ángel, en la basílica de San Pietro in Vincoli, en Roma, tiene una presencia tan imponente, tan rica en detalles y misterios, que el viajero curioso que la observa se siente dichoso de estar allí y a la vez abrumado del milagro del mármol que revela la belleza más allá de lo imaginable y transmite el mensaje de un pasaje bíblico esencial para Occidente. 

Mirarla y admirarla es una alegría; la explicación de la escultura y sus significados son otras muchas y diversas cosas. Me interesé en ella por el gusto de hacerlo, por cultivar un conocimiento sin un fin, por celebrar la utilidad de lo inútil, diría Nuccio Ordine. 

Encontré que debió formar parte del conjunto nunca terminado de la tumba del papa Julio II, y que Miguel Ángel, al concluirla en 1516, estaba más que satisfecho con su obra.

En El Moisés se ha visto la representación del Vicario de Cristo, el principio del poder político, la plasmación de un pensamiento de Girolamo Savonarola, un autorretrato, una clave autobiográfica, la apostasía del pueblo hebreo.

Yo buscaba en sitios web y en libros, incluso en una biblioteca especializada en arte, y no encontraba una explicación seria y convincente sobre los cuernos que coronan la testa del profeta. Pero acumulaba información sobre la actitud y la representación de Moisés. La posición de la mano derecha, de los pies, de las tablas, las barbas, la cabeza, todo se presta a las interpretaciones.

Pareciera, dicen algunos, que está a punto de levantarse, furioso, y pasar a la acción, a castigar a los infieles (momento en el que se caerían las tablas por la mala posición del brazo que las sujeta). Investigadores, estudiosos y comentadores se ocupan de los pliegues de las ropas, de la forma en que la mano derecha toma la barba, pero no con todos los dedos, en un gesto muy extraño; está claro, que eso debe significar algo, debe de haber una razón profunda que lo explique, y se empeñan en encontrar el motivo.  

Encontré que hay atributos propios de un preciso simbolismo: «cabellos como llamas, barba como agua, miembros y paños como rocas para representar la composición de un hombre según la idea antigua, o llenos de sentidos simbólicos como la fuerza o el orden en el infinito.»*

Todo esto es de lo más interesante, pero nada sobre los cuernos, tan visibles. ¿Por qué ese silencio de estudiosos y exégetas, por así llamarles? Pregunté aquí y allá, y no obtuve una buena respuesta, incluso un necio me dijo que esos cuernos no existían. La fe y las ideologías, seguidas con fanatismo, pueden llevar a negar la realidad. No sé en qué estaría pensando ese hombre, tal vez entendió que yo decía que Moisés era simple y llanamente un cornudo.

Me topé con un ensayo estupendo de Sigmund Freud sobre El Moisés, pero no dijo nada sobre mi búsqueda. Qué raro que a Freud no le interesaran los cuernos. 

Mi amigo Carlos tiene a su vez un amigo historiador católico (sic), cuyo nombre no conozco, que respondió por escrito a mi pregunta, tan sencilla, y aprovechó para publicar su apunte en sus redes sociales. El texto que recibí dice: 

«¿Por qué el Moisés de Miguel Ángel tiene cuernos, qué significa eso o de dónde salió eso? En resumen, es una de varias representaciones de una serie de símbolos muy hermosos que se entrelazan. A Moisés se le representa generalmente con dos "rayos" o los dos "cuernos" (o dos cuernos como rayos, o dos rayos como cuernos). Hay tres razones que se combinan o confunden entre sí.

«La primera, los rayos, representan la luz que emanaba de la piel del rostro radiante de Moisés después de haber estado en la presencia del Señor, y bajado del Sinaí con las tablas de la Ley, en el libro del Éxodo; es una evocación de la irradiación original que emanaba de Adán y de Eva antes de su caída.

«La tercera, es debida a una variante semántica en la traducción de un término antiguo en la traducción de San Jerónimo en la Vulgata. Como el hebreo antiguo se escribía a menudo sin vocales, había una palabra, "qrn", que pronunciada "karán" quería decir resplandecer o brillar o irradiar, y pronunciada "kerén" significaba... cuerno. [Luego encontré otros textos que dicen que Keren es luminoso, con rayos de luz, y karan, cuerno. Justo al revés.]

«Karán y kerén aproximadamente, porque como decía, no se sabe a ciencia cierta la verdadera pronunciación del hebreo antiguo; el usado actualmente es una creación moderna hecha a partir de conocimientos certeros pero también de especulaciones lingüísticos.

«Y esto introduce la segunda razón, a saber que en las civilizaciones veterotestamentarias (o sea, del Antiguo Testamento) los cuernos no tenían la misma connotación que en la nuestra (de algo demoniaco o grotesco), y para aquellos pueblos antiguos, entre ellos el de los hebreos, representaban la "fuerza" y el "poder divino".

«Pero hay otro matiz más profundo, porque esta vertiente de los cuernos en la Vulgata aparece sólo después del episodio del becerro de oro, cuando, tras haber destruido el ídolo infernal, Moisés sube al Sinaí y enseguida baja como "representante" del Dios todopoderoso único y verdadero, y en cierto modo "remplaza", pero en verdad y en santidad, al ídolo pagano sacrílego e impuro.

«Por eso a Moisés se le representa de esas dos formas, pueden buscar estatuas antiguas o por ejemplo ilustraciones medievales y van a encontrar las dos representaciones indiferentemente.»

Agradezco al historiador católico amigo de Carlos su explicación, pero persiste la duda. ¿Los cuernos son resultado de un error de San Jerónimo al traducir la Biblia o son la representación de la fuerza y el poder divino? Una cosa o la otra.

No encontré ninguna otra explicación sobre los cuernos como representación de la fuerza divina, pero sí una mención al paso sobre el error de San Jerónimo. Dice Kirsten Bradbury: 

«De su cabeza surgen dos cuernos, debidos a una convención de época medieval que era el resultado de la traducción equivocada de un texto hebrero. De su cabeza deberían emerger rayos de luz.»**

Mientras no se demuestre lo contrario, supongo que El Moisés de Miguel Ángel tiene cuernos por un craso error de San Jerónimo, santo, padre y doctor de la Iglesia, traductor de la Biblia del hebrero y el griego al latín. 

Pero siempre es un yerro descartar a Satanás. Esta metida de pata o malentendido bien podría ser obra de Titivillus, uno de sus demonios, hijo perfecto del medievo, que provocaba que los los escribas cometieran errores, y, me aventuro, también los traductores. 

Así que no es un disparate suponer que el santo patrono de los especializados en esa asombrosa alquimia que consiste en verter una lengua en otra, fue la víctima de una jugarreta de tremendas consecuencias. Aunque el que pagó los platos rotos fue otro. Sí: los cuernos se los pusieron a Moisés. 

Es conveniente no olvidar que la versión de San Jerónimo, conocida como la Vulgata, sigue siendo, aunque revisada, la Biblia oficial, canónica y verdadera de la Iglesia Católica, Apostólica y Romana. 

El error de lectura o interpretación está en Éxodo 34:35. San Jerónimo debió traducir algo así: «Y los hijos de Israel vieron entonces que cuernos emanaban de la tez del rostro de Moisés...». Una Biblia protestante dice: «Y al mirar los hijos de Israel el rostro de Moisés, veían que la piel de su rostro era resplandeciente...». En la Biblia de Jerusalén se lee: «Los israelitas veían entonces que el rostro de Moisés irradiaba...».

Los cuernos o el resplandor o la luz debían surgir del rostro, no de la parte alta de la cabeza, lo cual complica un poco más el problema. Pero algo más que me intriga. Supongamos que San Jerónimo cometió una variante en la interpretación o un error en su traducción del Antiguo Testamento del hebreo al latín (si lo fue, debe de ser uno cuyas consecuencias se extienden a la historia del arte). 

Si Miguel Ángel se basó por su lectura o por instrucciones de la Iglesia en la Vulgata de San Jerónimo, ese error persistió más de mil cien años, que separan el inicio de la traducción (390) y el inicio de los trabajos de escultura (1514). Un lapso casi inverosímil, si consideramos además que Gutenberg ya había publicado la Biblia. 

No sé qué versión aparece en la Vulgata, no sé cómo pasamos de los cuernos a los rayos de luz, a un rostro resplandeciente, a uno que irradiaba... Admito que tengo una enorme curiosidad por saber cómo han sido esas enmiendas, qué decía y qué dice la versión actual y autorizada de la Vulgata.

Es posible corregir un error en un libro, con la fe de erratas o en la siguiente edición, pero no es posible «corregir» una de las esculturas más asombrosas, una obra maestra absoluta del arte universal.

Así que no hay nada que hacer. Por supuesto que no es posible limarle los chichones al pobre patriarca, además no es buena idea, no le gustaría a Miguel Ángel, seguro. Sería un atentado, una intervención violentísima e inadmisible, un acto terrorista en el nombre de la fidelidad filológica y lingüística, algo muy posmoderno y por lo tanto inaceptable. 

Así que Moisés se quedará con sus enormes chipotes, por decirlo con una palabra mexicana, de los que apenas suponemos y especulamos, sin una certeza de su función, su razón de ser, pero que lucen absurdos y monstruosos por todo lo alto en esa escultura perfecta, que se antoja eterna, única, irrepetible.

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* VV. AA. Miguel Ángel, Vol. 1. Ed Teide, Barcelona, 1978, p. 117. 

** Kirsten Bradbury, Miguel Ángel, Parragon, Barcelona, 2004.

28 de julio de 2024

Óscar, el gato que presentía la muerte

Los gatos, amos y señores de la casa y de cualquier otro espacio que habiten, campean con sigilo y silencio, dos de sus atributos, también en la literatura. Por supuesto, esto comenzó hace varios miles de años, con certeza en el antiguo Egipto. 

Son protagonistas de tantas historias que necesitaríamos muchos volúmenes y una biblioteca de buen tamaño para registrar, con un ejército de escribidores, la Verdadera Historia Universal de las Increíbles y Heroicas Hazañas y Glorias Gatunas Nunca Antes Así Contadas.

Sí, basta escribir la palabra gato para instalarse en el reino de la literatura, del recuerdo y la imaginación. En un instante se erigen en la memoria un cuento de Poe; otro de Cortázar y algunos de esos textos impecables, contundentes y libres, inclasificables, que deben contarse entre las mejores páginas de la lengua. Al menos un poema perfecto de Borges, otros dos de Baudelaire. 

La novela Opiniones del gato Murr, de E.T.A. Hoffmann; la clásica de las letras japonesas, Soy un gato, de Natsume Sōseki, y El gato, novela corta de Juan García Ponce, cuya trama vive en la presencia de un felino. 

Esto no es un inventario ni un recuento, apenas la consigna mínima de lo que en un instante recupera la memoria. (Esa historia universal nunca escrita podría ofrecer satisfacciones a los compiladores y muchas alegrías a no pocos lectores.)

La memoria también acerca a esta página dos películas. El séptimo sello, de Bergman, en la que la muerte anuncia su presencia, y, guardando distancias, a Sexto sentido, de M. Night Shyamalan, en la que un niño ve a gente muerta, que no saben que están muertos (como metáfora de gente muerta en vida es devastadora, pero en la película es real).

La historia del gato Óscar, que aquí reproduzco, la encontré en las páginas de un diario, cuya tarea es contar cada día el devenir del mundo, que a veces revela historias como esta, que podrían ser la materia prima de un guionista: 

En Estados Unidos, en el año 2005, en una casa de retiro o reposo adoptaron a un gato de seis meses para que contribuyera en la terapia de los ancianos. La crónica del diario no explica en qué consistirían las funciones del gato, al que llamaron Óscar. El personal de la casa pronto encontró extraña la conducta de Óscar. Casi siempre prefería estar solo, pero algunas veces se echaba cerca de alguno de los ancianos residentes. 

Alguien del personal se dio cuenta de que el anciano al que Óscar acompañaba moría en unas horas. Le restaron importancia a esa coincidencia, pensaron que no era relevante, hasta que, con el tiempo, sucedió veinte veces. Ya era más que una sospecha suponer que Óscar sabía cuándo alguien iba a morir. 

Se disipaban las dudas sobre los extraños poderes de Óscar. Más de una vez, el personal de la casa de reposo pensaba que un residente moriría pronto, pero el gato se acercaba a otra cama, a otro anciano, una persona con un cuadro clínico menos grave que de pronto moría antes que aquél, cuyo fin parecía inminente. 

Entonces se descubrió el verdadero sentido de los servicios de Óscar. Si veían que el gato se echaba muy cerca de un anciano, llamaban a los familiares de éste para prevenirlos y se acercaran pronto a la casa de reposo.

Se extendió la opinión de que Óscar podía identificar el olor de un cuerpo moribundo, por eso se acercaba a confortar a los residentes que morirían muy pronto y que además estaban solos. El número de sus aciertos era asombroso, su instinto o intuición era casi infalible. 

Óscar estuvo en la casa de reposo, cumpliendo con su singular y escalofriante misión, por así llamarla, hasta el año 2022, durante casi diecisiete años. Más de cien veces advirtió, implacable, al echarse a los pies de un anciano, la inminente llegada de la muerte. 

26 de julio de 2024

Esa salsa no pica

Belkis Wille, una investigadora suiza con un alto cargo en la división de Crisis y Conflictos de Human Rights Watch, decidió pasar unos meses libres de su empleo en busca de los chiles de México, sus picores y sabores, sus encantos y colores. 

Escribe Wille en su crónica: «Me paso el día documentando crímenes de guerra para Human Rights Watch en Ucrania. Pero dedico mi tiempo libre a la comida: a cocinar, leer, ver programas de televisión y planear viajes en torno a ella. Después de penosos viajes al frente, con días dedicados a entrevistar a decenas de víctimas de los peores abusos de la guerra, sé que puedo volver a casa, a Kiev, y encontrar algo de alivio en la cocina, preparando comida impregnada de amor.»  

Luego de una iniciación que terminó en llanto, poco a poco aprendió a comer chiles: «En cuanto pude tolerar el picor —dice— comencé a deleitarme con sabores emocionantes escondidos en el picante: notas afrutadas, ácidas, amargas, brillantes o ahumadas, a veces por etapas, a veces todas al mismo tiempo.»  

Así que planeó otro viaje a México (había venido al menos una vez) en el que la cocina mexicana y los chiles en particular, serían el centro, tema y motivo. 

Emprender un viaje desde la Ucrania en guerra contra el invasor para recorrer Veracruz, Puebla y Oaxaca en busca de los sabores y secretos de los chiles pareciera tan extraño e improbable, incluso inverosímil, como emprender hoy la búsqueda del santo grial. 

El respeto e interés de Wille por el mundo culinario y cultural que va descubriendo no tiene límites. Y su asombro no disminuye. Si escribiera un libro sobre los chiles de México, yo lo leería con gusto y provecho. 

En Puebla, descubrió, con Leopoldo Ramírez y Jessica Andrade, productores de chile poblano, que: «los "verdaderos" chiles poblanos germinan en febrero, pero no se cosechan sino hasta julio o agosto, así que si alguna vez has comido chiles poblanos frescos fuera de esos dos meses, son impostores. 

«Según Ramírez y Andrade, hasta el ochenta por ciento de los chiles poblanos que se consumen en México se cultivaron en China con pesticidas, lo cual produce chiles de piel más gruesa que carecen del verdadero sabor poblano, gran parte del cual procede del suelo volcánico de Puebla.»

Las incursiones de Wille son notables, va a fondo, a pueblos y sitios recónditos, para encontrar secretos y sorpresas, recetas y chiles para ella desconocidos. Su aventura la lleva de asombro en asombro, y descubre fascinada las cocinas y guisos de México, sus chiles, con los que tuvo tropiezos muy dignos de mención. 

En Coatepec, Veracruz: «Apenas toleré un par de mordidas del [chile] manzano. Se sentía como si al interior de mi boca y garganta hubiera un incendio forestal. Tuve que admitir la derrota y tomé varios sorbitos de agua fresca, sosteniendo cada uno en la boca para apagar el fuego.» (Beber agua sirve de muy poco a la hora de apagar esa clase de incendios que abrasan las entrañas.) 

Disfrutar de aquellas delicias tiene un precio muy alto. No siempre se padecen de golpe todos los síntomas, que pueden ser muchos y muy dignos de consideración: hormigueo en los labios, ardor en la lengua, quemazón en la boca, sudor intenso, coloración súbita de la piel, enrojecimiento de la cara, acidez, dolor de estómago, de cabeza, diarrea, malestar gastrointestinal, suspensión temporal del habla, los sentidos y la consciencia. Y tallarse los ojos con los dedos impregnados de un chile potente puede considerarse tortura china en primer grado.

Los entusiastas e incondicionales, que algo tendrán de masoquistas, se desviven para pregonar los beneficios a la salud que conlleva el consumo de chile, hablan de efectos antioxidantes y antiinflamatorios. No dudo de que así sea, pero hay otros métodos menos agresivos de alcanzar esos fines. 

Ante una buena salsa, invariablemente soy derrotado y muy proclive a sentir una variante del fuego: lava ardiendo que corre por el esófago y desintegra el estómago. 

La capsaicina, la responsable del picor, es una sustancia tóxica, muy peligrosa, que hay que manejar con cuidado extremo, y no debe dejarse al alcance de los niños ni de cocineros frívolos, sádicos, bromistas o insensibles. Según el Diccionario de la Lengua Española es un: «Alcaloide responsable del sabor característico de la guindilla, con propiedades analgésicas y cuya ingesta excesiva provoca envenenamiento.»

Vaya definición; deja mucho que desear. Si bien la capsaicina se usa como analgésico en medicina, el efecto en el valiente que cubre de salsa sus tacos es el contrario: genera dolor y malestar. Y la palabra guindilla no la usa ni conoce el noventa por ciento de los hispanohablantes, y difícilmente alguien en este continente entenderá que se está hablando del chile. 

Y eso del envenenamiento en sentido recto está por comprobarse, el porcentaje de envenenados debe ser mínimo, residual, sin valor estadístico. Se refiere al consumo de capsaicina pura, pues es mucho más probable morir de los otros síntomas que con una dosis sobrehumana de chile de árbol, por ejemplo.

(Sostener que el Diccionario rezuma deficiencias, insuficiencias, omisiones, errores y es una formidable colección de metidas de pata se antoja una verdad tan evidente como decir que el chile habanero es el más picoso de los que se cultivan en México. Es urgente revisarlo a fondo; mejor aún: rehacerlo.)

El chile habanero, me informa la señora Wille, tiene denominación de origen en Yucatán, Campeche y Quintana Roo; y está lejos de ser el chile más picoso del mundo. (Quizá estas líneas son un testimonio de mi ignorancia, que pone en evidencia una viajera venida desde Ucrania para ilustrarme sobre los chiles mexicanos.

Hay más de doscientas variedades criollas y sesenta y cuatro variedades domesticadas en México, y cada chile tiene su historia. Son comunes los casos de mestizaje, como el del chile poblano, que algo tiene de chino, pues fue «creado en el siglo XVIII por monjes franciscanos que cruzaron chilacas locales con morrones de Asia.»

Hace ya más de un siglo que el químico Wilbur Scoville creo la escala que mide el picor en la unidad SHU (Scoville Heat Units; Unidad de Picante Scoville) que comprende un rango desde el cero del no picante pimiento morrón, hasta los más de dos millones del Pepper X seguido del Carolina Reaper.

 Aunque la escala es imprecisa, esos más de dos millones revelan el poder aniquilador, casi letal por la cantidad de capsaicina que contienen esos chiles. El habanero, campeón nacional, puede superar las quinientos mil SHU, que no es poco. 

En México, en todo el enorme país, todos los guisos de todos los tiempos pueden llevar picante, desde las entradas y botanas hasta los dulces y los postres (sí, hay helados de chile). Una comida sin picante es como un día sin agua. 

El chile, casi siempre como señor y amo de la salsa, está presente en cada mesa, desde la más modesta y sencilla del campesino más pobre, en cualquier fonda o merendero, hasta la casa más opulenta y en los restaurantes de lujo.

El gusto por las tortillas de maíz y el chile es un rasgo común de una sociedad tan heterogénea y desigual como la mexicana. Aun así, moderar el picor, las unidades SHU de las salsas y los guisos sería un acto cívico, un gesto amable, de buena voluntad. Una acción fraterna, solidaria, altruista y humanitaria. 

Anunciar en los menús de los restaurantes y cafeterías, de los puestos callejeros, el grado de picor es por ahora una tarea imposible, muy pocas cocineras y unos cuantos jefes de cocina mexicanos debe saber qué es una unidad SHU, y la medida se basa en la receta, la tradición, o la resistencia: me atrevo a pensar que algunos tienen la lengua escaldada e insensible o simplemente blindada. 

Medir el picor y graduarlo es una más de las tareas nacionales que nos falta por hacer (incluida las casas de amigos y parientes. Es cierto que algunas empresas que venden salsas en frascos de vidrio o latas ya advierten así a los desprevenidos: «Muy picante»).

No todos los mexicanos resisten estoicos los bombardeos millonarios de unidades de capsaicina, sin contar que a la mesa también hay viejos, enfermos, mujeres embarazadas, niños y extranjeros que pueden lanzar aullidos y derramar lágrimas por una salsa guisada para matar. 

Los defensores del picor sin límite defienden el todo o nada. La salsa debe picar, y si alguien no quiere que pique, que prescinda de ella. Falsa solución, por poco diplomática y atenta, que no considera que hay guisos a los que no se les añade salsa: ya llevan el chile en sí mismos, y pueden ser/son, en su picor, abiertamente agresivos al paladar. Además, prescindir de la salsa no es una solución, se pierde el sentido, el encanto, pues un poco de picor, en su punto justo (concepto subjetivo, lo admito) es una alegría y puede ser la vida y el alma del platillo.

Un amigo mío me contó que su tío, aficionado al cine, entraba a la sala con una buena bolsa de chiles serranos o verdes, y que mientras veía la película los desgranaba a mordidas limpias, como otros se llenan la boca de palomitas, hasta que sólo le quedaban entre los dedos los rabillos o pedúnculos, sufriendo feliz, bañado en lágrimas y empapado en sudor.

El verdadero deporte nacional no es la charrería, ni el consumo en cantidades heroicas e inverosímiles de chiles, sino negar su picor. El tío de mi amigo podría jurar, en su lamentable estado, que esos chiles no picaban, y esa afirmación la pueden repetir millones de comensales como declaración jurada.

Muchas personas en México pueden proclamar a los cuatro vientos y por la salud de su santa madre, como una verdad inobjetable, como si cualquier cosa, que una salsa que podría usarse como arma química o biológica, simplemente no pica. Si apenas sabe, suelen de decir. 

Negar el picor del chile que les enciende la cara y los pone a sudar es una de las más altas y puras expresiones de la mexicanidad, una manifestación del ethos, del carácter nacional, que nos une a los productos de esta tierra, y celebramos sus atributos aunque eso implique tragar fuego. No sé qué vibras del nacionalismo, de la identidad se imponen en ese trance. Ya no se sabe si es costumbre, orgullo o contumacia.

No es fácil encontrar una camarera o un mesero, un capitán o un maître, un cocinero o una mayora (otra palabra mexicana que debería conocer el Diccionario) que admita que su salsa es un atentado contra la salud pública. 

Belkis Wille ya lo sabe, y pago el precio, como tantos extranjeros que por primera vez bañan de salsa sus tacos. En México, por razones muy difíciles de comprender, que rebasan por mucho las explicaciones simplistas de la cocina y la gastronomía, de la capsaicina y las unidades de medida del Wilbur Scoville, de la idiosincrasia, la historia, la magia negra y los misterios del inframundo; en México, decía, una buena salsa de chile habanero o manzano o de árbol, bien puede ser la morada del diablo, una pequeña degustación del infierno.  

6 de marzo de 2024

Los huesos del general

El comandante supremo de las fuerzas armadas, por decreto, y con la previa autorización del Senado de la República, ha enviado a sesenta marinos, veinte soldados, once especialistas de la Comisión Nacional de Búsqueda y dos empleados de Relaciones Exteriores (noventa y tres personas en total) en busca de los huesos de Catarino Erasmo Garza Rodríguez, un don nadie de nula trascendencia histórica que pasa por un gran revolucionario y que seguramente fue asesinado en sus correrías en 1895.

Es hora de que los huesos de ese ínclito varón vuelvan a la patria.

La expedición zarpó de Veracruz en el Huasteco, el 19 de febrero, y la búsqueda, por fortuna, no se extenderá demasiado, pues deberá volver el 16 de abril; un senador de la oposición ha llamado a esta expedición «turismo militar».

Catarino, periodista crítico y enemigo de Porfirio Díaz, inició en 1891 una revuelta contra el viejo dictador en... Texas, que fue vencida y aniquilada sin llegar a México. Entonces tuvo que exiliarse. No volvió a México. Anduvo en el Caribe de levantamiento en levantamiento, de revuelta en revuelta, hasta que cayó en Bocas del Toro, hoy provincia de Panamá. 

Dicen que el presidente de la república escribió (es un decir) un libro sobre don Catarino, célebre precursor de la Revolución Mexicana, aunque en otros ámbitos, con otras fuentes y otros datos, se dice que sus méritos militares y éxitos en su lucha están por averiguarse o inventarse.

La misión, conocida por el pueblo bueno como "Rescatando al soldado Catarino", tiene el encargo de hacer labores de «excavación arqueológica» para encontrar los restos del general (es un decir) y repatriarlos.    

La primera dificultad fue hacer sobre la marcha, a destiempo, una serie de trámites burocráticos, siempre engorrosos y absurdos, como pedir permiso a la hermana República de Panamá para el desembarco de los militares y que hicieran hoyos aquí y allá. 

El final es previsible, por supuesto. La expedición será un éxito. Antes del plazo señalado, los soldados y marinos encontrarán los huesos, en un hallazgo asombroso, en el que se combinaron positivamente factores tan diversos como las estrellas, la genial estrategia y táctica militares, la intuición y la buena fortuna.

No importará, por supuesto, si los huesos encontrados son de general o de sargento, de cualquier cristiano o pagano, de caballo, perro o de burro; da igual. Se anunciará orbi et urbi el gran hallazgo. Serán incinerados, y volverán en una urna de maderas finas cubierta por la bandera nacional. El Huasteco entrará triunfal al puerto de Veracruz, entre salvas y las más viva y espontánea recepción de bienvenida que se haya visto en mucho tiempo. 

El presidente de la República recibirá las cenizas del general y ordenará que se dispongan en algún altar de la patria, y condecorará a los bravos guerreros que fueron a rescatar lo que tanto necesitábamos. 

Esto podría ser el argumento de la farsa, de una opereta, de un mal cuento, de una pésima película del Santo o de los hermanos Almada, pero sucede que es un hecho histórico. Ahora mismo tropas mexicanas buscan los huesos de un hombre que murió hace ciento veintinueve años y que no merece más atención que una línea en los libros de historia. 

Pronto nos olvidaremos de este distractor, de este disparate, que movería a risa si México no fuera el país de los desaparecidos. Hay más de cien mil personas que no volvieron a su casa, y hay más de cincuenta y dos mil cuerpos sin identificar. 

Y hay mujeres heroicas que se juegan la vida por buscar los cuerpos de sus hijos; lo hacen contra viento y marea, a pesar de los criminales, y la desatención y la obstrucción de las autoridades; lo hacen con rabia, con llanto, de rodillas, y escarban con las uñas. Y no dejarán de hacerlo. 


Adenda. No que no, ya se sabía, sí se pudo o misión cumplida: La Jornada, el martes 24 de septiembre de 2024, publicó con una foto que el presidente «López Obrador depositó los restos del revolucionario y antiporfirista Catarino Erasmo Garza Rodríguez en un nicho, junto al busto y monumento que el escultor Pedro Reyes realizó en su memoria, en el puente Puerta México de Matamoros, Tamaulipas. El gobernador Américo Villarreal agradeció que haya localizado los restos del también periodista en Panamá y los trajera a su tierra natal.»

5 de marzo de 2024

Este libro no sirve. Hay que destruirlo

Mañana, 6 de marzo de 2024, será presentada en Madrid, En agosto nos vemos, una novela corta, inédita, póstuma, de Gabriel García Márquez; en este día cumpliría noventa y siete años. El acto será transmitido por internet, y también desde mañana el libro, que será lanzado de manera simultánea en cuarenta ediciones, estará disponible en las librerías de muchos países. 

Será una gran fiesta de la mercadotecnia, la promoción y el arte de vender libros. Puede ser también una fiesta literaria. Supongo que para algunos lectores entusiastas y admiradores sin reservas de García Márquez será una fecha memorable, e irrepetible, porque ya no hay escritos inéditos que podrían publicarse en el futuro. 

Rodrigo y Gonzalo García Bacha, hijos y herederos del novelista, decidieron ahora publicar una novela que su padre se había negado a hacerlo. Si bien el propio García Márquez publicó hace muchos años un capítulo, después de varias versiones (esta que se publica es la quinta) quedó insatisfecho con el resultado y decidió no publicar la novela.

No hay dudas sobre la opinión que García Márquez tenía de su novela: «Este libro no sirve. Hay que destruirlo.» Y cometió el error de no destruirlo él mismo, con todas las versiones y archivos digitales. Los hijos tampoco lo hicieron. Dicen en el prólogo: «No lo destruimos, pero lo dejamos a un lado, con la esperanza de que el tiempo decidiera qué hacer con él.»

No es el tiempo quien lo publica ahora, sino la ambición. Publicar un libro imperfecto, que había dejado insatisfecho al autor, que era tan escrupuloso y limpio en su escritura, tan impecablemente cuidadoso de su prosa y el artificio novelesco, es un acto por lo menos cuestionable. Los señores García Bacha dicen que «... no está tan pulido como sus más grandes libros. Tiene algunos baches y pequeñas contradicciones...», etcétera. Es decir, no es ni de lejos el mejor libro de García Márquez.

¿Era necesario publicar una obra así? ¿Aportará algo al prestigio y la gloria literaria de García Márquez? Me parece que antes puede suceder lo contrario. Hay casi un consenso total de que dar a la luz Memoria de mis putas tristes fue un error grave, una caída al final de una exitosísima vida literaria; ahora quedará el consuelo de que no García Márquez sino sus hijos los que se equivocaron.

Hace unos años el hijo de Vladimir Nabokov publicó el manuscrito de la novela El original de Laura. El novelista dejó muy claro que esas 138 tarjetas en las que trabajaba eran borradores, y que esa novela estaba inconclusa. Su voluntad no fue respetada, y ese libro es un apéndice o una anécdota de la obra poderosa de Nabokov. 

Si un autor no quiere que se publique alguno de sus escritos, debe destruirlo él mismo, y no dejarlo en manos de sus hijos, sobre todo de sus hijos, y de otros parientes, agentes y representantes. Tarde o temprano (en realidad, cuanto antes, mejor) si se puede lucrar con el libro, alguien, los herederos, cederán los derechos a algún editor, pedirán un adelanto y cobrarán puntualmente las regalías de los derechos de autor. En el caso de García Márquez se empieza con cuarenta ediciones en muchas lenguas, y en el caso de Nabokov también debe de haber sido una fortuna lo que esa obra generaba por sus derechos en todo el mundo. 

La historia del autor que pide destruir su obra y ésta terminada por ser publicada ha sucedido varias veces. Virgilio, insatisfecho con la Eneida, pidió que fuera destruida, pero Augusto, primer emperador de Roma, creía, con razón que ese poema era la fundación mítica y literaria de Roma.

Y el caso de Franz Kafka es más que conocido. ¿Debemos agradecerle a Max Brod que no haya cumplido la voluntad de su amigo? Y Brod fue mucho más allá. No sólo dio a la imprenta la obra de Kafka, sino que la ordenó, la comentó, la editó y difundió. No tengo noticia de que lo hiciera por dinero. 

Hace unos años la familia de García Márquez puso a la venta ropa del escritor colombiano, aunque parece que con fines benéficos. Parece que la venta no estuvo abierta a todo público, hacía falta una invitación, algo así. La venta de cochera fue en la casa de García Márquez en Ciudad de México, a la que se podía visitar como un museo, si se hacía una cita y se pagaba una cuota.

Lo dicho, si algún heredero puede lucrar con un libro inédito, lo hará. Aunque la voluntad del autor lo prohibiera. Aunque el libro esté inconcluso o su ejecución esté por debajo de las mejores páginas de ese escritor, el libro será dado a la estampa a cambio de dinero. Parece una constante sin excepciones, como si tratara de otra ley de la física clásica.

4 de marzo de 2024

Una evocación de Emily

Emily Dickinson se esmeró en hacer de su vida un atributo más de su poesía. Pasó muchos años mirando el mundo (su jardín) desde su ventana. Y si un día decidió no salir de su casa, terminó por no salir de su habitación, en la que escribía sus poemas a los que restaba importancia y guardaba en un cajón. 

Emily Dickinson era un ser singular, un misterio, y una de las grandes poetas de la lengua inglesa. Dominique Fortier, escritora canadiense, ha imaginado la vida de Emily, de la que sabemos lo suficiente para saber que casi nada sabemos. Este pequeño libro, Las ciudades de papel (minúscula, Barcelona) es una biografía/ensayo/cuento muy libre sobre lo que sabemos y no sabemos de Emily. 

Fortier la recreó tanto como la imaginó, y ha logrado un retrato verosímil y sugerente. Su capacidad de crear atmósferas y personajes, de imaginar y evocar es notable. En párrafos escasos y cortos dice más que otros muchos autores en decenas de páginas. El original francés debe ser realmente una buena pieza de escritura, pues traducido ya suena y se lee estupendamente. Se siente vibrar el goce de la palabra viva, de la buena literatura. 

Este librito, en verdad una delicia, nos acerca a la intimidad de Emily, y el lector lo agradece y lo goza como si fuera un caramelo.

1 de marzo de 2024

Carta a Juan Rivera

 Querido Juan:

Hace menos de un mes me enviaste un ejemplar de tu novela La casa de la memoria rota (La Huerta Grande Editorial, Madrid, 2023). Es una edición muy bella, y tengo la impresión de que los libros de verdad, los de papel y tinta, mejoran cuando las artes gráficas y el proceso editorial alcanzan una realización notable, una ejecución esmerada; así, creo que esta nueva edición da mayor realce a tu novela publicada en el año 2021 (Gobierno del Estado de México, Toluca). Esto de que los libros mejoran, son más nítidos y profundos, más finos y logrados, debe ser una manía de lector, pero un libro bien compuesto y mejor impreso en buenos materiales siempre es una alegría. 

Así, con las dos ediciones en la mesa, noté que las dos notas biográficas hablan de libros que no conozco. Te pregunté por ellos, en el correo en el que te agradecía el envío. Respondiste así:

«Me preguntas sobre otros títulos que aparecen en la solapa de mi novela. La historia inconseguible es una novela juvenil que obtuvo en 2021 el Premio Internacional FOEM. Pensé que te la había enviado ya. Al próximo envío, te la adjunto para la colección. La edición está bellamente ilustrada. Un dato curioso es que la escribí durante un curso de literatura juvenil en Casa Lamm, diez años antes de su publicación. Sobre los libros de cuentos, puedo decir poco: con el primero, El lecho del mar, obtuve el premio estatal de literatura del estado de Hidalgo durante la preparatoria, lo cual me facilitó en gran medida el proceso de conseguir chicas. Y el segundo, La ronda, lo escribí a los dieciocho años para continuar con el hechizo. A pesar del paso del tiempo, no me avergüenzan. Creo que ya desde entonces está presente una filosofía personal que me gobierna dentro y fuera de la página: hacer bien las cosas. Porque aunque no haya mucho material, mucho talento o mucho de nada, se pueden hacer bien las cosas, todas. Aun así, tampoco voy por la vida presumiendo aquellos libros. Fueron y estuvieron bien.»

Me quedo con dos ideas: la voluntad de hacer bien las cosas, y que los libros pueden ser útiles en el proceso de conseguir chicas. No pensaba en esos libros de adolescencia y primera juventud, publicados hace más de diez años; supuse que sólo serían el sustento de la obra que escribes y escribirás, y que habría que volver a mirarlos con el tiempo, y ver qué ha sucedido con ellos, y que por lo pronto no te avergüenzan, lo cual quiere decir que tienes buena relación con ellos.

Coincidencia podría ser el nombre de una novela. Borges creía en ella, también García Ponce, en un sentido profundo, casi filosófico, y algunos autores la vinculan más con la causalidad que con la casualidad. 

Unos días después respondí tu correo, y me entretuve un tiempo con la idea de los libros de formación, adolescentes, sus posibilidades y razón de ser en la obra posterior. Buscaba casos, ejemplos. Contra todo hábito y pronóstico, ese martes, por un cambio de horarios, iba a comer con mi madre y mi hermano en su casa. Para llegar, tenía que cruzar un parque en el que se instala, sólo los martes, un mercado callejero, un tianguis, con puestos de comida y mercancía varia. 

Ahora sé por qué decidí cruzar el mercado, en el que es complicado caminar, si podía rodearlo sin gran esfuerzo; ya sé por qué llegué a la esquina, si había un sendero diagonal que me libraría de los puestos de frutas y de tacos, de maquillaje y ropa barata. Y está clarísimo por qué tenía que ir a meter las narices al único puesto minúsculo en el que había una veintena de libros sobre una mesa expuestos al sol. 

Me acerqué, a pesar de que iba sobre la hora y nada esperaba de un triste puesto de un mercado, porque no puedo dejar de mirar los libros que aparecen en mi camino. De todos esos libros viejos, sólo uno tenía algo que ofrecerme, sólo uno era para mí. 

Me acerqué a ese puesto para el feliz encuentro con un libro tuyo. Contra toda probabilidad, ahí estaba un ejemplar de La ronda, de 2013, en buen estado, uno más que razonable si lo imaginamos rondando por el mundo, de mano en mano, once años y asoleándose sin pudor los martes de mercado. 

No podía creerlo, Juan. Esa mañana pensaba en tus libros y de pronto uno de ellos me sale al paso. El librero me pidió treinta pesos por el ejemplar (ese es el precio de un litro de leche). Lo compré por supuesto, aturdido de felicidad por el hallazgo, temeroso de los dioses, del significado de esa casualidad que tendría que ser la seña de algo mayor. 

Si me hubiera empeñado en buscar La ronda, podría haber recorrido librerías de viejo de toda la ciudad, hurgado en otras librerías, bodegas y rincones, y estoy completamente seguro de que no lo hubiera encontrado.

Ahora empezaré a leerlo con cautela, como si examinara un objeto explosivo, como si saliera de ronda. Estoy convencido de que esa coincidencia guarda un secreto, un mensaje que aguarda. Al menos creo, que así podría comenzar La coincidencia, esa novela no escrita que empieza a tomar forma a partir de un libro tuyo, que vuelve, como una exhumación, para decirme algo, para ser leído. 

Un abrazo