Las cartas del Boom (Alfaguara, 2023) reúne la correspondencia entre Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, de 1959 a 1975. La recuperación de las cartas, que algo tiene de exhumación y milagro, y luego acreditarlas, ordenarlas, cotejarlas e investigar su contexto se debe a cuatro dedicados y estupendos editores que han logrado un volumen impagable.
El libro se completa con un prólogo revelador y apéndices, otros textos de los cuatro novelistas (sobre alguno de los otros tres), documentos, una cronología e índices. Mención aparte merecen las cerca de setecientas notas que ofrecen información valiosísima para comprender las cartas, su contexto y personajes mencionados.
Su publicación generó reseñas, comentarios, menciones y polémicas en medios y redes sociales. La palabra boom, entendida como grupo o movimiento literario o estrategia publicitaria/mercantil/editorial es, todavía, un escándalo; su poder no mengua; es letal y explosiva como una granada de mano lanzada sobre la mesa.
El tema es viejo, y las opiniones varias y diversas. La sociología de la cultura puede explicar algunas condiciones y circunstancias que favorecen la creación artística, pero algo escapa a las explicaciones y respuestas fáciles, un buen puñado de obras maestras no se escriben por decreto y ni se planean en el despacho de una agencia.
Se vieron muy poco. Sólo hay dos testimonios, uno de Pilar Serrano, esposa de José Donoso, un encuentro en un restaurante en Cataluña, en diciembre de 1971, y la cena en Bonnieux, Francia, el 15 de agosto de 1970, un día antes de reunirse en la casa de campo de Cortázar en Saignon, que terminó en un «una pachanga espasmódica», según el anfitrión, en una carta a Eduardo Jonquières. Si esto es así, los cuatro sólo estuvieron juntos, acompañados de otras personas, en tres ocasiones. La única foto conocida en la que aparecen es justo de esa noche en Bonnieux.
El libro, una pachanga de compadres, para decirlo con una cita de García Márquez, es una mina de oro, una para los lectores interesados en esos cuatro enormes autores, el núcleo duro del boom; en una fuente de satisfacciones y alegrías y sorpresas para los admiradores y seguidores, o una colección insufrible para aquellos desapegados a los que las vicisitudes de los autores y el devenir de sus libros los tiene sin cuidado.
Aquí hay un poco de todo: el nacimiento de amistades, elogios, reseñas y comentarios elogiosos entre ellos, planes, proyectos, noticias de sus libros y viajes, comentarios, recomendaciones de traductores, editores y agentes literarios, y hasta la crisis política en Cuba por el caso Padilla que tuvo efectos devastadores en este grupo sin grupo (como los Contemporáneos). Las cartas cambian con los años, como cambian todas las relaciones.
Las cartas, la simpatía, la confianza no son homogéneas, ni va pareja a los cuatro autores y destinatarios. Vargas Llosa detestaba escribir cartas; las suyas son más escuetas, más centradas en el trabajo de escribir libros. Carlos Fuentes era omnipresente, estaba informadísimo, lo sabía todo; tenía relaciones amistosas o políticas con todo mundo. Julio Cortázar escribe críticas a fondo sobre los libros de sus amigos, y terminó por hacer un triste papel, casi de comisario, en su defensa del totalitarismo castrista; y por momentos, fue quizá el más arrogante. Gabriel García Márquez fue el más abierto, el que hablaba de sus necesidades y de su mujer, de su falta de dinero, de su rutina y su jornada. Pide información, datos, ayuda; comparte su vida. Era el mejor corresponsal, el mejor amigo de sus amigos. Y lo mostró de varias maneras, una de ellas en su propia literatura.
Por las cartas del boom me entero de que García Márquez les hacía guiños deliciosos a sus amigos, se "apropiaba" de personajes de sus compadres y los incluía en sus propios libros.
En una carta a Carlos Fuentes, del 30 de julio de 1966, le pide que le solicite a Cortázar el número del edificio de la rue Dauphine de París en el que estaba la pieza de la Maga y Horacio, y también la autorización para incluir a Rocamadour, el hijo de la Maga, personaje trágico y célebre de Rayuela, en Cien años de soledad. La cita es larga, y la transcribo completa porque no puedo recortarla. Dice así:
«Gabriel se había hecho reembolsar el pasaje de regreso para quedarse en París, vendiendo los periódicos atrasados y las botellas vacías que las camareras sacaban de un hotel lúgubre de la calle Dauphine. Aureliano podía imaginarlo entonces con un suéter de cuello alto que sólo se quitaba cuando las terrazas de Montparnasse se llenaban de enamorados primaverales, y durmiendo de día y escribiendo de noche para confundir el hambre, en el cuarto oloroso a espuma de coliflores hervidas donde había de morir Rocamadour.»
García Márquez, en carta del 20 de marzo de 1967, le cuenta a Vargas Llosa que acaba de corregir las pruebas de imprenta de Cien años de soledad y que ya no le sabe nada, fiel a la sentencia de Hemingway que hace suya en una carta anterior: «todo libro terminado es como un león muerto». Le dice que ya no hizo cambios, decidió dejar el libro como estaba en vez de cambiarlo todo, como era su deseo en noches de insomnio.
«Lo único que modifiqué por completo fue la situación y el ambiente de un burdel de Macondo, que según mis recuerdos era una casa de madera en medio de un arenal, y que a última hora resultó ser sospechosamente parecido a cierto burdel de Piura.» La nota 289 de las Cartas dice sobre esta cita: «Humorada referida al burdel zoológico de Cien años de soledad, sin parecido con el burdel de La casa verde [novela de Vargas Llosa]. Sin embargo, GGM insistiría en establecer una relación entre ambas novelas meses después, en su diálogo público con MVLl en lima: "Estoy absolutamente convencido de que la monja que lleva al último Aureliano en una canastilla es la madre Patrocinio de La casa verde.»
Un juego fino, una gozada. Lástima que la amistad de estos dos compadres, en su mejor momento una fraternidad, terminó el 12 de febrero de 1976, en el vestíbulo de un cine, en Ciudad de México, cuando Vargas Llosa le descerrajó a García Márquez un derechazo que le dejó un ojo morado. García Márquez no dijo nada, y Vargas Llosa no ha revelado las razones de ese violento rompimiento.
El juego con Carlos Fuentes alcanzó un nivel superior, que revela la profunda simpatía entre ellos, al punto que la amistad permitía entrometerse en la vida y destino de personajes de libros ajenos. Le escribe García Márquez a Carlos Fuentes en una larga carta del 30 de julio de 1966:
«Tengo un problema: el mayor Gavilán, testigo del heroísmo de Artemio Cruz, se exilió en Macondo, fue uno de los promotores de la huelga contra la United Fruit, cayó en la masacre de los trabajadores, y fue arrojado al mar en un tren de 120 vagones donde los cadáveres como banano de rechazo. Sin embargo, leyendo y releyendo tu libro, no encuentro cómo se llamaba —¿Roque o Diego?— ni si tú le diste un destino que desmienta el que yo he dado. Te ruego contestarme esto lo más pronto que puedas.»
Así que un personaje de La muerte de Artemio Cruz acaba sus días de manera trágica en Cien años de soledad. El compadre Fuentes se toma en serio el encargo, y le responde a su compadre García Márquez el 26 de agosto de 1966, con lo que tuvo que haber sucedido para que su personaje acabara en Macono, y de paso revisa la historia de México:
«RE GAVILÁN: el buen mayor reaparece, ya muy cambiadito, en el burdel de la Saturno [...] preparando el chaquetazo de Obregón a Calles y con grado de CORONEL. Luego Artemio lo ve salir del despacho presidencial (Calles) [...] junto con otros amigos que habían estado la noche pasada con la Saturno. Es decir: Gavilán pasó al régimen callista y para haberse exiliado debió hacer alguna de estas cosas: a) Ponerse del lado de Vasconcelos y contra el Jefe Máximo en la elección de 1932; b) Antes, unirse a los cristeros durante el Maximato de Calles; c) Unirse a la rebelión escobarista contra Calles; d) Más flojo: haber creído que Aarón Sáenz era el tapado en 32, cuando en realidad era Ortiz Rubio: e) Lo más viable: salir exilado cuando Cárdenas rompió con Calles en 1935-1936 y mandó al Jefe Máximo y su camarilla al exilio. En cuanto al nombre, puedes inventárselo. Roberto Gavilán como homenaje a Gavaldón, o Lorenzo Gavilán, que sería chistoso porque es el nombre del hijo de A. Cruz y quizás Gavilán fue su padrino.»
Eso de que un novelista autorice a otro a darle nombre a un personaje, de una novela ya publicada, no se ve todos los días. Pero el guiño no acaba ahí. García Márquez le cuenta a su generoso compadre, en carta del 30 de septiembre de 1966, cómo Lorenzo Gavilán encontró un sitio en Cien años de soledad.
«Gracias por las aclaraciones sobre el mayor (coronel) Lorenzo Gavilán. La cita quedó así: "Entre ellos (los instigadores de la huelga bananera) se llevaron presos a José Arcadio Segundo Buendía y la Lorenzo Gavilán, un coronel de la revolución mexicana exilado en Macondo, que decía haber sido testigo del heroísmo de su compadre Artemio Cruz.»*
La carta se extiende, el comentario es a fondo: «He aquí el final de tu personaje: la tarde en que el ejército acorraló y ametralló a más de 3.000 trabajadores en la estación del ferrocarril, José Arcadio Segundo y el coronel Gavilán estaban entre la muchedumbre.»
José Arcadio Segundo fue herido. Cuando despertó, maltrecho, se dio cuenta de que iba en un tren acostado sobre cadáveres. Se arrastró de un vagón a otro, repletos de muertos. «Solamente reconoció a una mujer que vendía refrescos en la plaza, y al coronel Gavilán, que todavía llevaba enrollado en la mano el cinturón con la hebilla de plata moreliana con que trató de abrirse camino a través del pánico.»
Y el remate de García Márquez es sorprendente, inaudito y memorable. Le dice a Fuentes: «Fini le pauvre colonel Gavilán, a quien yo llegué a querer más que tú, porque se portó como un hombre de los buenos en la gran huelga de Macondo.»
Vargas Llosa, en el ensayo «Cien años de soledad: el Amadís de América», publicado también en el volumen, dice que García Márquez también incorporó a su novela a Víctor Hughes, personaje de Alejo Carpentier.
No se puede pedir más. Las cartas del Boom es también un retrato o una crónica de casi veinte años de la literatura latinoamericana. Es, a fin de cuentas, una pachanga de compadres. ¡Pura alegría!
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* En la novela hay pequeñas variaciones con respecto a esta cita.