Heredamos de nuestros mayores mucho más de lo que suponemos. No me refiero sólo a la talla, los rasgos del rostro, el color de los ojos, sino a gestos, creencias. Heredamos malos hábitos, manías, fobias y defectos.
Yo recorto artículos, fotos, notas de periódicos y revistas desde que tengo memoria, tal como lo hacían mi padre y mi madre también. Mi padre actualizaba la enciclopedia con las novedades de personajes ilustres y sucesos históricos, de manera que las páginas de esos tomos grandes y bien empastados, guardaban recortes de periódicos con notas necrológicas y hechos relevantes.
De las páginas de una antología de poetas mexicanos nacidos en los años cuarenta del siglo XX ha vuelto al mundo, a la vida, en una extraña exhumación involuntaria, un poema que recorté de una revista a principios de los años ochenta.
El libro, el poeta y el poema estaban olvidados en la biblioteca, y sé que así hubieran seguido si no reviso esa antología en busca de otra cosa. Al hojear el libro, el poema ha salido de su letargo, y lo he recordado todo. La revista, mi conmoción con el poema, las circunstancias, que tanto me decían entonces. Podría decir que me llamaban.
Pero no recordaba haberlo puesto a resguardo en el libro, y tampoco que buscara o frecuentara al poeta, que un día vi entre los comensales de una taquería del sur de la ciudad.
El poema ha vuelto, y aunque todavía lo disfruto, ahora me habla del que era yo cuando lo recorté y guardé como el acta poética de un momento de mi vida. Encontrarlo ha sido encontrarme, recordarme. Lo que queda es el poema.
Escribe Milan Kundera que «El sentido de la poesía no consiste en deslumbrarnos con una idea sorprendente, sino en hacer que un instante del ser sea inolvidable y digno de una nostalgia insoportable» (La inmortalidad). No podría decirse mejor. Ahí está cifrado el sentido del poema, su sentido y su efecto.
«La muchacha lejana» es el nombre del poema de Marco Antonio Campos, fechado en 1980. Dice:
La conocí en noviembre del setenta y dos | en una fiesta | que sólo nosotros recordamos. | Se llamaba Ingrid —eso dijo— | y pocas veces he visto por la tierra | más bellos muslos, más leve golondrina que volaba. | Tres años con idéntica ternura —simple, exacta— | escribió las cartas más bellas que conservo. | Volví a Bruselas y dos días bajo lluvia | busqué su fantasma, días antiguos, | los días imposibles, ¡qué mañana! | Su madre la negó por el teléfono. | Pasó el tiempo. | Pasó el juego de inventarla en ciertas épocas. | Pasaron sábados y crisis y costumbres | y no volví a saber de ella hasta hoy, | cinco años más lejos, más delgados, | en que escribe: | «Me casé hace dos años. A veces te recuerdo. | La vida pasa y aún busco mi equilibrio. | ¿El pasado? | Qué bello es el recuerdo. | ¿Pasaste por Bruselas? ¿Por qué no me buscaste?»