30 de septiembre de 2025

Memoria y olvido

Tal vez le debemos a Michel de Montaigne la sentencia devastadora que nos recuerda que una función de la memoria es olvidar. Si no es suya, estaría de acuerdo, y aun la celebraría. Quien la dijo tenía conocimiento de causa, sabía lo que decía. Y sólo podemos aprobar esa aparente contradicción.

Si no olvidáramos, estaríamos expuestos a ese terrible mal que aquejaba a Funes, el memorioso, y Borges con maestría absoluta supo imaginar y ejecutar. No olvidar debe de ser una forma del infierno. Recordar las ofensas recibidas, los sinsabores, las derrotas de cada día debe de ser devastador para el ánimo y el espíritu. Las empresas exitosas, los logros y victorias también están ahí, y también pueden ser nocivas si alimentan y engordan el ego.

Recordar el encabezado de un periódico de hace diez años es tan inútil o fatigoso como podría antojarse la tarea de Sísifo. Recordar los sesenta nombres y apellidos de los compañeritos de segundo de primaria debe tener algo de castigo de los malos dioses.

Si no olvidáramos no podríamos vivir. No podríamos imaginar con optimismo un futuro que empieza esta misma noche. Claro que la memoria ayuda a no tropezar dos o tres veces con la misma piedra. Pero la verdad es que tropezamos, por falta de memoria o contumacia. 

Vivimos momentos y días que juzgamos memorables: dignos de tenerse presentes y volver a ellos para sonreír y confortar el arma. Pero también guardamos recuerdos en apariencia intrascendentes que tendríamos que explorar mediante el psicoanálisis o la hipnosis o cualquier otro método que ayude a desentrañar el significado. 

Recordar quiénes éramos los comensales de una comida de cumpleaños en un restaurante francés hace veinte años, y recordar lo que pidió cada uno tiene un sabor agridulce en el devenir de la existencia. ¿Para qué? ¿Por qué?, son preguntas pertinentes pero tal vez inútiles.

Mi padre, que no llegó a ser un viejo, en sentido estricto, podía recordar lugares, trozos de conversaciones, nombres, datos, fechas siempre y cuando hayan sucedido en un pasado remoto, y tenía dificultades para recordar que había comido el día anterior. 

Aún recuerdo fragmentos de «La suave patria» que memoricé cuando tenía diez años. La memoria, caprichosa, no me lo ha arrebatado del todo, pero tampoco me devuelve completo el poema.

Sin memoria no somos. Perderla es quedarnos sin identidad. Somos lo que fuimos, y lo que recordamos. Sin memoria, no sabríamos ni nuestro nombre, ni quiénes somos. Por eso aterran las consecuencias de las fallas de memoria y los males que la inducen y provocan. 

Y lo que recordamos puede ser menos relevante que lo olvidado. La memoria es nuestro ser, y opera de manera tan extraña que sería ocioso tratar de entenderla. No sé si se pueda olvidar a voluntad (no lo creo), pero Montaigne sabía que «Nada se fija tan intensamente en la memoria como lo que deseamos olvidar». Y tantas cosas que merecerían un recuerdo fijo terminamos por desecharlas y echarlas al olvido.

El otro día salí a comprar pan. En el camino pensé que también debería de llevar un poco de queso, y ya no había casi nada en el frutero. Fui de compras, llevé queso y manzanas y nieve de limón y otras cosas. Volví satisfecho de mi recorrido por las tiendas del barrio. Pero regresé sin pan. Olvidé comprarlo. Y había salido de casa por unos bolillos. 

29 de septiembre de 2025

Salutación a Sofía G. Buzali

Sofía G. Buzali cuenta que un día después de almorzar con el pintor y escultor Saúl Kaminer, éste la llevó a una librería y compró una novela de Clarice Lispector para ella. Ese libro no era un regalo: era el vehículo para entrar a otra dimensión de la experiencia y el conocimiento. 

Ese día, podemos suponer, es uno de esos en los que cambia la vida. Hay otros días así, tan ordinarios y comunes en apariencia y de pronto se añaden a esa suma significativa que alcanza una cifra variable según el devenir de cada persona. Entonces, solemos saberlo y sentirlo: algo ha sucedido. 

Una señal del cosmos, digámoslo así (pero también se podría decir que fue alguno de los dioses del Olimpo, el azar o el destino), nos revela que la circunstancia personal se ha modificado y que la vida nos ofrece o exige un cambio. 

Hay un antes y un después. Saúl, además de amigo fue el mensajero, hizo lo necesario para darle un giro a la existencia de Sofía. Así llegó Clarice Lispector a la vida de Sofía. Y Sofía, para salir avante de ese encuentro trascendente, ha tenido que escribir una biografía novelada (su quinta novela), que aspira desde las vicisitudes de esa vida revelar su alma, antes que celebrar la literatura. 

Porque conozco a Sofía y sé de su perseverancia, su sensibilidad, su amor por las letras, su pasión por la escritura, puedo imaginar que, a partir de ese día, de ese venturoso encuentro, tomó a la gran escritora brasileña como su maestra, su guía, su interlocutora. 

Supo que tenía que conocerla a fondo, sentirla y conversar con ella a través de los libros y la imaginación. Clarice Lispector había llegado a su vida. Escribir sobre ella era la respuesta obligada, el ejercicio necesario para digerir y asimilar la dimensión del regalo recibido.

Clarice Lispector apareció como la autora de libros admirables (La hora de la estrella es el favorito), pero también como personaje. Como mujer ⸺un ser misterioso y sorprendente⸺ que sufrió y enfrentó la adversidad con un arrojo singular y una conmovedora fragilidad.

Sofía pensó, soñó, imaginó, buscó, investigó, preguntó para llegar a vislumbrar el ser de Lispector. Viajó a Brasil para recrear un ambiente, tal vez buscando a un fantasma, a una musa que le contara los secretos de la gran díscola, incomprendida e incomprensible, arrogante e imprevisible escritora carioca.

(Encontró a un hombre mayor, ex vecino de Lispector, que no quiso hablar de esa señora que por poco quema el edificio entero; es una exageración, pero tiene fundamento: Clarice se quedó dormida con un cigarrillo encendido en la mano. Ardió su cama, su habitación: ardió ella, hasta quedar desfigurada de la mano derecha, las piernas y una buena parte del cuerpo.)

Entrar en contacto con los libros de Clarice Lispector no fue un simple encuentro literario, no fue el entusiasmo efímero por el hallazgo de una autora que nos ha gustado, sino un hecho vital. Así lo creo, así entiendo el ánimo que recorre las páginas de Ella, esta novela que hoy, 27 de septiembre de 2025, sale al encuentro de sus lectores, y que espero que le ofrezca a Sofía todavía muchas satisfacciones y que, por supuesto, estimule la lectura de la gran literatura de la dama y señora de la literatura brasileña.

Gracias por este libro, Sofía.

9 de septiembre de 2025

La vida en el cementerio

La extravagancia y la excentricidad deben ser cualidades muy estimulantes que enriquecen la vida de los afortunados en poseerlas con situaciones y experiencias que nos están vetadas a los mortales ordinarios. 

No es posible fingir, y los impostores serán descubiertos, e incluso renunciarán ellos mismos más pronto que tarde a su fallido intento de incurrir en prácticas raras y costumbres extrañas. No hay manera de fingirse una vida, una personalidad, una manera de estar en el mundo que no sea la propia sin que se caiga la máscara. 

(Y el actor, un solitario, al caer el telón, al desmaquillarse ha dejado de ser Hamlet, y busca un taxi que lo lleve a un pequeño restaurante cerca de su casa porque en su cocina no hay con qué preparar ni un sándwich.)

Los extraños, esos raros, que tantas veces pasan por exhibicionistas y narcisistas, que deben tener frecuentes contratiempos, mueven al desprecio, a la sonrisa irónica, al entusiasmo, a la rendida admiración. 

Imposible ocuparnos ahora de hacer, así sea un borrador, la clasificación universal de las excentricidades y extravagancias, pero tal vez no sea necesario porque casi todo el mundo reconoce esos actos y posturas tan extrañas y singulares. 

Benoit Gallot, abogado, es según nuestras fuentes el curador del Pére-Lachaise, el famosísimo cementerio parisino, pero, tal vez llamarlo así sea otra excentricidad, y desde la ignorancia y la tradición lo imaginamos como el gerente o el director. 

Monsieur Gallot es un hombre ocupado, el Pére-Lachaise tiene muchísimos visitantes (para no pocos parisinos visitarlo es como ir al parque, y pasear por los cementerios de París es casi una visita cultural), una extensión más que considerable, miles y miles de tumbas y legiones de gatos semisalvajes, además de un buen número de aves, pues, después de todo, es una de las zonas verdes más frondosas de París. 

Pero Monsieur Gallot se ocupa con impecable eficiencia de dirigir a su equipo de colaboradores, de la venta de terrenos para tumbas (la demanda es enorme, y por lo tanto también las negociaciones y las quejas) y de la exhumación de cenizas y restos cuyo tiempo asociado al pago de cuotas se ha agotado (existe una zona con un osario, democrático, ordinario y común, donde acomodar lo que ya no puede estar en una tumba). 

También supervisa unos mil entierros al año, atiende a visitantes distinguidos que acuden a conocer una tumba, y también ofrece consejos a directores de cine y otros artistas que buscan filmar o grabar o fotografiar en el cementerio. Y los problemas ordinarios de toda administración.

En el cementerio están enterrados militares de la época napoleónica (es la zona más apacible, hermosa y serena, dice Monsieur Gallot), y una formidable serie de escritores, artistas de todas las disciplinas, pensadores, científicos, políticos y aristócratas franceses y extranjeros. 

Una lista inadmisible por sesgada e incompleta debe considerar, por lo menos, a Abelardo y Eloísa, Guillaume Apollinaire, Honoré de Balzac, Maria Callas, Frédéric Chopin, Paul Eluard, Georges Perec, Édith Piaf, Marcel Proust, Antonieta Rivas Mercado (ay, Antonieta), Gioachino Rossini y Oscar Wilde. Bueno, hasta Jim Morrison reposa allí.

Pero la excentricidad de Monsieur Gallot, y tal vez el rasgo que define su singular liderazgo y ejemplar desempeño es que ama tanto su trabajo, está tan estrechamente vinculado e identificado con el cementerio que decidió vivir en él. 

Sí, tiene su domicilio, supongo que en una linda casa, propia de un bosque, rodeada de árboles y de tumbas. Me inclino a considerar que las cuarenta y cinco hectáreas del cementerio deben ser por las noches y días festivos una suerte de jardín privado tras los sólidos muros que las aíslan de la ciudad.

 Monsieur Gallot está casado y tiene cuatro hijos, y su familia, al parecer, no está dispuesta a vivir en otra parte. Madame Gallot, al principio recelosa, se ha adaptado al cementerio y hoy es una consultora funeraria. ¿Cómo será su vida cotidiana? ¿Los hijos salen del cementerio para ir a la escuela? ¿El cartero y el banco envían la correspondencia como a cualquier otro domicilio? ¿Pueden recibir invitados, celebrar fiestas y cenas? ¿Cómo salen los amigos del cementerio a las dos de la mañana? ¿Gozarán de la paz de los sepulcros, o escuchan perturbadores sonidos y voces en las noches? 

Tengo tantas preguntas que se antoja ir a visitarlos, conversar con ellos en algún sitio apacible del cementerio. Podría aprovechar para pedirle a Monsieur Gallot que me contara cómo es su relación con la muerte, con la que convive, por así decirlo, todos los días, y pedirle de paso un ejemplar firmado de su libro, que tengo muchas ganas de conocer, intitulado La vida secreta de un cementerio: La naturaleza salvaje y encantadora tradición del Pére-Lachaise

6 de septiembre de 2025

Un plátano, una vulva

Volvió a suceder. Era inevitable. El 18 de julio pasado, un ciudadano ejemplar fue al Centro Pompidou, en Metz, Francia. Su visita hubiera pasado inadvertida para el mundo si no hubiera mordido un plátano expuesto, adherido a la pared con cinta adhesiva, que para el museo y el responsable de la monumental tomadura de pelo es una obra de arte.

Las autoridades del museo, con ayuda de curadores y técnicos expertos, se encargaron de restaurar el orden de manera inmediata, es decir, sustituyeron el plátano mordido por otro y lo adhirieron a la pared con otro trozo de cinta adhesiva. Por fortuna, informó la oficina del museo, el suceso inesperado, el incidente «no alteró en absoluto la integridad de la obra. Como la fruta es perecedera, se sustituye regularmente según las instrucciones del artista». 

El ínclito autor de la obra, titulada Comedian, es el artista italiano Maurizio Cattelan, que al enterarse del atentado a su creación, lamentó que el ciudadano hambriento de arte «confundiera la fruta con la obra de arte. En lugar de comerse el plátano con piel y cinta adhesiva, se limitó a consumir la fruta.» Es decir, el ciudadano ejemplar que visitó el museo no entiende una palabra de arte. Una pena.

Este artístico y musáceo lío comenzó con su exposición original en 2019, en Miami. Donde la misma obra del conspicuo artista fue mordida, esa vez por otro artista (la envidia asoma con todos sus dientes) para protestar por su precio, que entonces era de sólo ciento veinte mil dólares, y que en el año 2024 fue vendida por seis millones doscientos mil dólares en una subasta en Nueva York.

En el mundo, sólo existen tres ejemplares de Comedian. Tal vez sería más correcto decir existían, porque el empresario chino-estadounidense Justin Sun se comió uno de ellos luego de comprarlo por una cifra millonaria, aunque debe considerarse que, como lo hicieron en Centro Pompidou, siempre es posible sustituir un plátano sin alterar en absoluto la integridad de la obra, si se siguen las instrucciones del artista. 

Si Pitágoras sabe contar y el arte sigue siendo arte, han sido devoradas las tres versiones de Comedian, lo cual puede generar una polémica mundial si debe considerarse una lamentable pérdida del patrimonio mundial, o una feliz ingesta, como una asimilación o apropiación, de tres amantes del arte. 

Pero el arte es diálogo entre obras y artistas; una serie de imitaciones, comparaciones y continuaciones sin fin. Y esta bananera historia ha encontrado su continuación en la Enter Art Fair, la feria de arte más importante de Escandinavia, que se celebra en Copenhague, Dinamarca, los últimos días de agosto.

Ahora, la artista danesa Thyra Hilden ha concebido una pieza de arte con un plátano, sostenido por un clavo a la pared, cortado de tal manera que las dos partes, siempre unidas, en posición cóncava, forman una oquedad que la artista no ha tenido el menor reparo en asociar con la representación de una vulva. «La obra es una figura muy potente que, con un simple corte, se transforma en una fuerza femenina.»

La pieza, sólo cuesta, por un acuerdo entre la galerista y la artista, doce mil ochocientos sesenta y nueve dólares, el diez por ciento del precio original de Comedian. El módico precio no se debe a un gesto de modestia (toda modestia es falsa), y tampoco a un cruel ejercicio de autocrítica, sino a una forma de protesta feminista, algo así. 

Y si no hay otro giro, otra vuelta de tuerca del talento creativo de doña Thyra Hilden, como podemos suponer con suspicacia que la mirada del inconsciente también es artística, el clavo que sostiene al plátano, el vértice y punto más sensible y delicado de la obra, bien puede representar un enorme clítoris. 

El llamado arte contemporáneo no deja de sorprendernos; imposible negarlo, si no fuera otra cosa, parecería simple y sencillamente genial.

5 de septiembre de 2025

Migrantes

Esta vez no me refiero a los cientos de miles que huyen del hambre y la miseria, de la persecución política, de la guerra, del odio y la intolerancia, esos que van por el mundo buscando un lugar para vivir. A esos, los encontramos en las calles de Ciudad de México casi siempre de paso hacia los Estados Unidos. Los vemos también en los diarios y telediarios todos los días. 

México es uno de esos países que expulsan a su gente por falta de oportunidades, de trabajo, de educación. Atraídos por la enorme diferencia en los salarios, y el sueño de una prosperidad de fantasía, millones de mexicanos han cruzado la frontera norte. Muchos no vuelven. Pero casi todos envían dólares a sus familias en México. Las llamadas remesas son una enorme cantidad de dinero, y significan un porcentaje muy considerable de la economía del país.

Pero ahora no pienso en ellos, en los desheredados o los buscadores de un mejor futuro. O no exactamente como ellos. De pronto, me doy cuenta que tengo muchos parientes migrantes.

El concepto de familia ampliada, en la que sumamos parientes en tercero o cuarto grado, cuando la sangre y la genética ya tienen poco que decir, es común entre nosotros. Si considero hermanas, primos hermanos o en primer grado, primos segundos, y sus hijos, sobrinos hasta en segundo grado, de mis familias paterna y materna, encuentro que trece parientes míos han migrado.

Ninguno de ellos ha huido por pobreza extrema, y las razones económicas apenas alcanzan a dos de mis primos que emigraron a Estados Unidos. Todos los demás se han marchado a Europa. Tengo parientes en Italia, España, Francia, Alemania, Suecia. Sólo una prima volvió, luego de años en Francia. 

La mayoría se fueron a estudiar y luego la ilusión de seguir viendo el mundo, un empleo atractivo, el amor y sus consecuencias los arraigan lejos y no vuelven. A algunos de mis sobrinos, por ejemplo, será muy complicado volver a verlos, salvo los guiños que depara el azar. 

Así que no sólo se van los pobres. (De hecho, los migrantes mexicanos no son los que viven en pobreza extrema.) También los universitarios de clase media acomodada. Yo siento esas ausencias. Creo que no es bueno perderlos del todo, y también creo que pierde el país. Pero tal vez ellos ganan, y eso es lo más importante. 

Las personas van y vienen. Los jóvenes buscan su lugar en el mundo. Nada nuevo bajo el sol. Así ha sido, y así será.

4 de septiembre de 2025

Nabokov pudo no ser novelista

En una entrevista publicada en la célebre Paris Review, Vladimir Nabokov hizo una declaración sorprendente:

«Entrevistador: Además de escribir novelas, ¿qué es lo que más le gusta o le gustaría hacer?

Nabokov: Oh, cazar mariposas, por supuesto, y estudiarlas. Los placeres y recompensas de la inspiración literaria no son nada ante el éxtasis de descubrir un nuevo órgano bajo el microscopio o una especie no descrita en la ladera de una montaña en Irán o Perú. No es improbable que si no hubiera habido una revolución en Rusia, me habría dedicado por completo a la lepidopterología y nunca hubiera escrito ninguna novela.»

Si reconocemos a Nabokov como el enorme novelista que fue, su radical respuesta de que se pudo haber dedicado a cazar mariposas y que no hubiera escrito ninguna novela trastoca los cimientos del mito de la irrenunciable vocación por las letras, el de los autores entregados contra viento y marea a su oficio (algunos lo llaman carrera literaria), el del sacrificio sin fin para legar al mundo una obra. 

Ahora sabemos que algo bueno aportó la revolución rusa a la literatura, aunque buena parte de la obra de Nabokov la escribiera en inglés y no en ruso, y que podemos levantar las cejas cuando escuchemos a un autor decir que, si no puede escribir, sería mejor precipitarse al fin.

Nabokov dice que si no hubiera escrito sus novelas no lo hubiera lamentado, las mariposas podían ocuparlo, llenar sus horas y darle sentido a su vida. Yo prefiero al Nabokov novelista que al consumado lepidopterólogo (el lamentable Diccionario de la Lengua Española, tan limitado el pobre, por supuesto, no conoce ni reconoce esta ciencia ni a sus científicos), pero basta pensar en esa posibilidad para modificar el panorama de la gran novela del siglo XX. Quitarle peso, incluso existencial, al oficio de escritor, tan prestigiado, sin duda es un ejercicio estimulante.

Lolita no sería mi novela favorita de Nabokov, si tuviera que abogar por alguna, pero esa novela (que tal vez hoy sería rechazada una y otra vez hasta hacerla impublicable, así va el mundo), como cualquier otra de él, bastaría para inscribir su nombre entre los grandes. Pnin, Pálido fuego, Ada o el ardor, Habla, memoria son obras maestras.

No recuerdo a ningún otro autor que tuviera otra profesión o afición capaz de alejarlo de la literatura. Muchos novelistas y poetas han ejercido las más diversas profesiones y oficios para ganarse la vida, pero reservaban para la literatura lo mejor de su talento, su esfuerzo, su pensamiento, su imaginación, su quehacer, sus mejores horas disponibles.

Se puede dejar de escribir y dedicarse a la lectura, a cultivar el jardín o a estudiar mariposas. Será otro proyecto de vida, y uno digno de ser vivido. Que nadie renuncie a la escritura. Es necesario decir la verdad y lo que mueve y motiva desde la imaginación y el corazón, contar la vida, y hacerlo con urgencia. Pero la lección de Nabokov es valiosa. 

Hay vida después de la letra, aunque la sentencia de Julio Cortázar revolotea en mi cabeza y golpea mi pecho: «Mucho de lo que he escrito se ordena bajo el signo de la excentricidad, puesto que entre vivir y escribir nunca admití una clara diferencia».

El dilema, entonces, es escribir o no escribir. Y pensar que un príncipe de Dinamarca creía que la disyuntiva era ser o no ser

3 de septiembre de 2025

Cenizas

En Ciudad Juárez, Chihuahua, que alguna vez fue la capital del feminicidio, se suma ahora otra ola macabra de dolor y engaño.

Un crematorio que funcionaba de manera irregular, por no decir ilegalmente, llamado Plenitud, no incineraba los cadáveres que llegaban a sus instalaciones. Algo más que un contratiempo debe de haber sucedido en ese lugar, algo mucho grave que un retraso en la entrega de las cenizas de los cuerpos cremados.

El caso salió a la luz, con el correspondiente escándalo e incredulidad. Al 4 de agosto de 2025 la Fiscalía de Chihuahua había encontrado trescientos ochenta y seis cadáveres enterrados, de los que sólo treinta y tres habían sido plenamente identificados. Para reconocer los cuerpos se emplea un proceso de rehidratación cadavérica, para obtener huellas digitales que serán cotejadas por el Instituto Nacional Electoral con sus registros.

El proceso de identificación podría extenderse muchos meses, dicen las autoridades, en parte debido al deterioro de los cuerpos. Uno de los objetivos de identificar los cadáveres es poder entregarlos a sus familiares. 

Mil setecientas familias denunciaron haber recibido cenizas apócrifas (de cadáveres de otros, ajenos), y aumenta el número de familias que interponen denuncias contra funerarias de la ciudad a las que acusan de haberles entregado cenizas falsas, incluso arena para gatos, cemento o cenizas de animales.

No es fácil imaginar el dolor y la indignación de las familias, en duelo, al descubrir que el cuerpo no fue incinerado, sino mal enterrado en el solar de un crematorio, o que recibieron una urna con arena o cal o polvo de piedras.

Puede ser como una segunda muerte de la misma persona, cuyos restos no aparecen (y quizá no sean reconocidos o no se encuentren nunca) o no acaban de encontrar su lugar de reposo y paz. Debe ser una pena muy honda, alimentada ahora por la rabia del engaño, el fraude y la mentira. 

Los responsables de ese crematorio, de esas prácticas, al parecer tan extendidas, deberían responder por una vileza sin nombre, un acto ruin, miserable y perverso. 

La duda puede ser tan dura como el engaño y la mentira. Dudar de la fidelidad de alguien, de la palabra de alguien más, de los actos de otro puede ser el fin del amor, de la amistad, de la sociedad. Incluso entre hermanos puede sobrevenir el rompimiento si la duda es más que razonable.

¿Qué hacer con esa urna con las supuestas cenizas del abuelo, de la madre, del hermano si de pronto surge la duda sobre lo que contiene?

Algunas personas tienen la urna en un estante del salón, entre fotos familiares y objetos varios; otros la tienen sobre el televisor, y buen día de un pelotazo o en un descuido la urna se cae, se abre y se vuelcan las cenizas de la abuela y no hay más remedio que terminar de recogerlas de la alfombra con la aspiradora.

En la película Meet the Parents (La familia de mi novia), un personaje rompe accidentalmente el jarrón que sirve de urna donde reposan las cenizas de la madre otro personaje, encarnado por Robert de Niro. Las cenizas caen al suelo y el gato se orina en ellas.

Y quizá sea una leyenda, pero al menos alguien imaginó que un tipo tenía las cenizas de su madre en la cocina, y le agregaba una pizca a cada guiso, como un sazonador, con la misma actitud y estilo con que se rocía de albahaca deshidratada una ensalada. Un día las cenizas se acabaron. Ese hombre literalmente se comió los restos de su madre.

Escribe Irene Vallejo en una columna titulada «Lo que sabemos sobre la ignorancia»: 

[...] «los griegos pensaban que lo más sensato era incinerar a los muertos. Heródoto cuenta que cierta vez el rey persa Darío los convocó a su corte y les preguntó por cuánto dinero accederían a comerse los cadáveres de sus padres. Ellos, indignados, respondieron que a ningún precio. A continuación, Darío invitó a los indios calatias, cuya venerable tradición consistía en devorar a sus progenitores, y quiso saber por qué suma estarían dispuestos a quemar los restos mortales de sus parientes; ellos rompieron a vociferar, rogándole que no blasfemara. La costumbre es reina del mundo, concluye el historiador. Quizá lo realmente común sea despreciar otras formas de pensar y vivir convencidos de que la nuestra es la mejor y más cabal.»

En el cristianismo primitivo no se quemaban los cadáveres. Y todavía judíos y musulmanes no practican la incineración, prefieren enterrar los cuerpos. La iglesia Católica Romana después del Concilio Vaticano II, desde 1963, no se opone a la cremación, pero recomienda conservar las cenizas en un lugar sagrado y no en casa. Y ahora fomenta la incineración porque vende columbarios en las parroquias para depositar ahí las urnas cinerarias.

Algunas personas dejan instrucciones precisas sobre lo que deberá hacerse con sus restos. Los que deciden ser cremados, indican que sus cenizas deberán ser enterradas o depositadas en un lugar específico, o que sus cenizas deberán ser esparcidas en el jardín de su casa, en una huerta, en el bosque, el campo, en el mar. 

Creo, siguiendo a los antiguos griegos, que lo más sensato es incinerar los cuerpos, pero está visto que es necesario tomar precauciones o vigilar muy de cerca el proceso. Lo que ha sucedido en el crematorio Plenitud es más que lamentable: les arrebata a las familias la certeza del destino final del cuerpo o las cenizas de un ser querido, lo que equivale a no darle reposo, a dejar abierto el proceso. 

Muchas de las familias afectadas de Ciudad Juárez tal vez no sepan nunca dónde fueron a dar los restos de su familiar fallecido, y ese es otro dolor aunado al de la ausencia. Un agravio, una afrenta que será muy difícil de olvidar. Tal vez no sea posible superarlo. Tal vez sea imposible el olvido.

2 de septiembre de 2025

Socavón

Dice el periódico del 24 de agosto de 2025, en la sección de notas casi sin importancia, que Araceli Zaragoza, de cerca de 60 años, a plena luz, cerca del mediodía, cayó en un socavón mientras caminaba en un sendero de tierra en la avenida Talismán, al norte de Ciudad de México.

Una versión, cercana a las autoridades de la ciudad, dice que la señora Zaragoza no vio el socavón y cayó en él por su distracción (por suerte no dijeron que por su gusto), aunque admite que el agujero no tenía cintas que alertaran al viandante, ni obstáculo alguno que llamara la atención, advirtiera o impidiera el paso. Si es que ya estaba ahí, es imposible no ver un hoyo grande en el camino. Pero está claro que no existía.

Otra versión dice que al paso de la señora Zaragoza se abrió la tierra, se creó un agujero mientras pasaba. Literalmente, el suelo se abrió bajo sus pies. El socavón es muy grande. Mide seis metros de largo, cuatro de ancho y seis de profundidad. 

Cayó seis metros en caída libre. Pudo haber muerto. Supongo que cayó en tierra mojada, lodo. Cuerpos de emergencia y seis bomberos (siempre heroicos, no importa cuándo y dónde se lea esta afirmación) tuvieron que sacarla en camilla, con sogas y poleas. Araceli Zaragoza fue a dar un hospital de traumatología. 

La formación de socavones está directamente relacionada con las lluvias intensas, que acaban por hacer fisuras en las tuberías, entonces se generan fugas de aguas residuales que reblandecen el suelo y termina éste por hundirse. 

En este año, ya se formaron 153 socavones en la ciudad. No sé si esa cifra alcanza para romper un récord mundial. 

Así que a los inconvenientes y peligros de la ciudad, a las ordinarias alcantarillas y registros abiertos, a los baches e inundaciones tradicionales, ahora se suman los socavones.* Caminar por la ciudad y que se abra un hoyo es perfectamente posible. Aquí, la súplica de los desesperados: Trágame tierra puede volverse realidad. 

Para los amantes de los deportes de alto riesgo, esta debe de ser una oportunidad inesperada. Una experiencia que no conocían ni han imaginado. 

Ir por la calle y que se abra el suelo y se trague a una persona debe de tener, luego del asombro, el miedo y aun el pánico, una vertiente metafísica. Algo vinculado con el sino, con la implacable voluntad de los dioses olímpicos o de cualquier otro monte; con el orden cósmico. Debe ser algo así como una revelación, como caerse del caballo y convertirse. 

Estoy convencido de que encierra un mensaje cifrado. Una experiencia de vida extrema y singular. Caer en un socavón seis o diez metros en caída libre y salir de ahí (con ayuda de los bomberos y en camilla, claro) debe ser como renacer. Una estupenda oportunidad para iniciar una nueva vida. 

Por lo menos, se ganaría una fama y celebridad que puede ser muy redituable. Alguien puede atribuirle súper poderes al sobreviviente, alguien más lo encontrará sexy e irresistible. Tal vez a alguno se le ocurra escribir su historia o incorporarla a su curriculum vitae

Pero también podría generar conflictos y adversidades; no faltarán los envidiosos y resentidos. Y es que, después de todo, no cualquiera puede presumir de haber sido tragado por la tierra. Volver, también, por supuesto, debe ser como regresar del Hades. Y conste que no a cualquiera le está permitido tornar de ese lugar.

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*Véase en este blog el apunte "La muerte aguarda en una coladera abierta", del 12 de noviembre del 2022.  

https://enriquealfarollarena.blogspot.com/search?q=La+muerte+aguarda