2 de noviembre de 2018

Julieta y los gatos

El primer gato en la Tierra saltó de un relato acadio, sumerio o egipcio (en esto difieren los sabios) hace unos cuatro mil quinientos años. Ágil, dio un brinco muy gracioso desde la tablilla de arcilla y cayó como gimnasta rumana a los pies del primer autor que imaginó un gato. El gato miró curioso a su creador, ladeó la cabeza, se lamió una pata y se la restregó por la cara e hizo miau.

El gato, por tanto, es un ser tan literario como felino. Desde entonces, los poemas, relatos, cuentos y novelas de gatos conforman un género, una galaxia literaria tan extensa y variada cuya clasificación y conocimiento total se antoja imposible porque las literaturas de todo el mundo, en todas las lenguas y en todos los tiempos cuentan historias de gatos.

Si es imposible recordar a todos los autores de todos esos escritos sobre gatos, si es imposible reunir todos esos textos animados por «esos seres suaves, ondulantes, crueles y tiernos, siempre imprevisibles, solitarios y nocturnos que introducen en nuestro mundo cotidiano el ámbito de lo desconocido», es justo dar noticia cuando cae en nuestras manos una joya de la literatura gatuna.

Julieta Campos, autora cubana de nacimiento y formación, escribió en México en los años sesenta y setenta algunos de los libros con la prosa más clara y nítida de aquellas décadas. La calidad de su escritura debería bastar para ganarle lectores, pero salvo entre especialistas y nostálgicos, sus cuentos y novelas están casi olvidados, estos no son buenos tiempos para su notable literatura.

En un ensayo luminoso, «De gatos y otros mundos», en el volumen Celina y los gatos, Campos hace «la advocación de esas ambiguas criaturas, siempre cercanas a lo secreto y por ende a la poesía». El texto es una lúcida celebración, una breve historia, un recuento de las antiquísimas relaciones entre el gato y la palabra, entre el gato y la humanidad.

Pieza notable en sí misma, esas catorce páginas son tal vez las más agudas, intensas y felices que se han escrito sobre los gatos. Y no sólo sobre ellos y los poetas, también nos habla de nosotros mismos:

«Cuando el poeta quiere mirarse a sí mismo, hurgar en su espíritu, se encuentra con una presencia interior que lo contempla con pupilas pálidas, como ópalos vivientes: esa mirada fija, la del gato que se pasea en su cerebro, como en su propia casa, no es otra cosa sino el testimonio de su espíritu.»

«De gatos y otros mundos» es, de principio a fin, un tesoro, una fiesta particular y casi secreta para los amantes de los gatos y la buena literatura.