14 de noviembre de 2018

Muros

Levantar un muro para separar y aislar es un recurso muy antiguo. Una práctica militar de defensa y una celebración de la arquitectura. Y si todavía se levantan muros es porque algunos cándidos creen que el problema (es decir, el otro, los otros) habrá quedado del otro lado, detrás de las planchas de acero o la horrible pared de hormigón. Pero el problema no se ha resuelto, y la eficacia de los muros es relativa. Algunos muros han sido perfectamente inútiles, y no hay muro que no haya sucumbido con el tiempo.

Algunas ruinas de viejos muros son muy bellas y un gran atractivo turístico; son notables las de Campeche, Cartagena de Indias, Dubrovnik, Roma, Segovia, entre otras, y a su manera el muro de Adriano en Inglaterra. Son elocuentes testimonios históricos que hablan de momentos y circunstancias que se vuelven sencillas y menos trascendentes con el paso de los años. Los muros no siempre resistieron lo suficiente para cumplir cabalmente su objetivo. Antes pareciera que casi siempre fueron superados o derribados o burlados con un caballo de Troya o alguna otra estratagema no menos ingeniosa.

La muralla china fue construida a lo largo de miles de kilómetros durante sucesivas dinastías por cerca de veinte siglos. Levantada para fijar las fronteras del imperio, para impedir que fuera invadido por bárbaros, es el muro de muros, el muro por antonomasia. (También la obra pública y la estrategia de defensa planeada a más largo plazo: fue pensado, diseñado y construido para que algún día ponga a al país a salvo de sus enemigos, aunque ese día puede suceder en cientos de años.)

Levantar un muro de muchos kilómetros en el campo o alrededor de una ciudad muestra la persistencia del peligro, de enemigos, rivales, que amenazan con invadir y saquear, incendiar y destruir, asesinar. Pero también aislarse detrás de un muro, ya sea una ciudad o una nación, responde a un ideal imaginario de pureza.

El muro de Berlín debe ser el más extraño de los muros. A pesar de la flagrante mentira de sus constructores, no fue levantado para protegerlos de la invasión de sus enemigos, sino para impedir que la población que lo levantó, los propios berlineses, huyera del régimen totalitario, lo que convirtió el lado oriental de la ciudad en una gran prisión. Los muros suelen erigirse para evitar las invasiones de bárbaros y piratas, vecinos y extraños, de otros, no para separar a un mismo pueblo, con uno absurdo que partía en dos la ciudad.

El de Berlín, además, fue un muro que en su lógica perversa fue perfeccionado en sus veintiocho años de existencia: le fueron añadidos obstáculos, muros interiores, cercas, zanjas, cámaras, sistemas de iluminación y detección. Está documentada la historia de los intrépidos alemanes que desafiaron el muro y el régimen y consiguieron huir; también está documentada la historia de los que lo intentaron y no lo consiguieron, a veces bajo las balas del ejército de su país. El ingenio, la audacia y el valor de los que emprendieron la huida, hayan tenido éxito o no, consigna historias que bien podrían llegar a las más osadas películas de acción.

Levantar un muro es como ponerle puertas al campo, según dice un dicho, y en Francia existió la llamada Línea Maginot, un «muro» formado por una serie de fortificaciones que  debió impedir el avance de las tropas alemanas hacia París en la segunda Guerra Mundial. Los alemanes no se molestaron en probar su eficacia defensiva, le dieron la vuelta, pasaron por Bélgica y entraron a Francia por Sedán, Ardenas, como si estuvieran de ejercicios militares en su casa, y convirtieron a la orgullosa y costosísima Línea Maginot en una gigantesca obra inútil y uno de las estrategias de defensa más estrepitosamente fallidas de la historia.

Hoy se levantan y se mantienen en el mundo más muros de lo que solemos imaginar. Los hay en Israel y Palestina, en Hungría y Serbia, en Arabia Saudita e Irak, en Belfast, entre las dos Coreas, y también lo son las vallas de Ceuta y Melilla, entre otros. Entre los Estados Unidos y México en algunos tramos de la frontera existe un muro además de otras barreras y obstáculos donde no los separa el río. Y el gobierno de los Estados Unidos quiere extenderlo a lo largo de toda la enorme frontera.

Todos estos muros no pretenden, como los antiguos, proteger de un ejército invasor, sino aislar comunidades, zonas privilegiadas y, sobre todo, no permitir el paso de los migrantes que buscan ganarse la vida dignamente en otro país por la simple razón de que no pueden hacerlo en los suyos.

Los muros de las casas, instituciones, conventos, fincas y haciendas cumplen la misma función, salvaguardar la propiedad, librar a los ocupantes de las miradas y amenazas del exterior, aislar, proteger. Algunos son modestos, como debió ser la empalizada de Robinson Crusoe, y otros pueden ser obras que generan intimidad y notables espacios, arquitectura y arte como los muros del Luis Barragán. Y en muchas partes del mundo hay empresas, propiedades, fraccionamientos y urbanizaciones amurallados como ciudades europeas medievales.

No podría afirmar que los muros no sean necesarios. Tal vez por desgracia lo son. Pero habría menos muros físicos si no existieran otros muros, que separan a los hombres y los pueblos mejor que los de hormigón o piedra, alambres de púas y cercas electrificadas; son los muros de la enorme desigualdad, de la incomprensión, del racismo, del prejuicio, del desprecio. Tarde o temprano todos los muros acaban por caer; ojalá también desaparezcan éstos.