Diana Spencer, también conocida como Lady Di, la Princesa Diana, la Princesa de Gales o la Princesa del Pueblo vivió, ya se sabe, el inicio de un sueño rosa que terminó en pesadilla. La suya es la antihistoria de amor de la princesa más célebre de nuestro tiempo. Su vida es la crónica de un desengaño, una desilusión, a la que siguieron escándalos, un constante revuelo mediático y un fin prematuro y trágico.
No era una cenicienta, su familia es aristócrata, pero salió del kindergarten en el que trabajaba para casarse con un príncipe de verdad, Carlos de Gales, heredero del trono de la Gran Bretaña. Se comprometieron cuando apenas se habían visto una docena de veces, ella a sus 19 años, y él a sus 32, pero no sólo los separaban trece años sino también intereses y gustos, estilos de vida y razones para ese matrimonio. Se casaron en 1981, y la boda fue transmitida por televisión a todo el mundo.
Diana era una muchacha agraciada, que vivía como lo hacen las chicas de su edad. Mala estudiante de bachillerato, practicaba deportes y ballet. Le gustaba la música pop, y fue amiga de algunas de las superestrellas de rock. Elton John lloró y cantó su muerte profundamente consternado.
Carlos cultivaba la flema británica y, algo estirado, desde pequeño parecía adulto. Le interesaba la pintura, la arquitectura, la conservación, la naturaleza (ahora es ambientalista, miembro de World Wildlife Fund), la agricultura ecológica; es un defensor de la indefendible homeopatía y se ha vuelto tan maniático que viaja con su almohada, su colchón, su comida orgánica y su agua mineral.
A pesar de apenas conocerse, de no haber vivido un noviazgo apasionado y de no haberse divertido y reído como una pareja feliz, Diana, ilusionada, enamorada (testimonios sostienen que su gran amor fue Carlos) se casaba para estar al lado del príncipe, tener hijos y formar una familia. Tal vez nadie le dijo que su matrimonio tenía una razón de Estado. Para Carlos, que nunca la amó, que nunca se enamoró de esa muchacha muy blanca y muy rubia, de sonrisa encantadora y grandes ojos azules, el matrimonio era un compromiso, «una llamada del deber». No es muy arriesgado aventurar que nunca se llevaron bien.
Pero había alguien más para arruinar ese matrimonio, Camila, con la que el joven príncipe, de poco más de veinte años, tuvo amoríos a principios de los años setenta, es decir, cuando Diana tenía diez años. La relación no prosperó, tal vez porque Camila era católica (y no muy bien vista por la familia real) o porque se peleó con Carlos, o simplemente no sabían todavía que en verdad se querían o tal vez todavía no se querían y las razones del corazón son tan complicadas, contradictorias e inexplicables; el punto es que, como sucede tantas veces, Camila se casó con otro.
Sin embargo, Carlos no desapareció de su vida, tan cerca se mantuvo que es padrino del primer hijo de Camila y de Andrew Parker Bowles. Y tan cerca estuvo Camila de la vida de Carlos que asistió como invitada a la boda de éste con Diana.
No se olvidaron. Su amor no se había agotado. Fatigados de sus respectivos matrimonios, Carlos y Camila volvieron a verse, y a fines de los años ochenta se dio a conocer una grabación amorosa y obscena, que le hubiera encantado a James Joyce (su tono recuerda las cartas del escritor a Nora Barnacle, su mujer). El escándalo cimbró a la monarquía. El matrimonio entre Diana y Carlos ya se había hundido, a pesar de su real destino, a pesar de sus dos hijos, los príncipes Guillermo y Enrique, sólo que ahora lo sabía, literalmente, el mundo entero.
A esa nueva etapa del largo romance de su marido con Camila, Diana, herida, humillada, decepcionada, con el corazón y el orgullo rotos respondió de dos maneras. Por un lado, después de su divorcio, asistía radiante, elegantísima, impecable en su arreglo, a todos los actos sociales y de beneficencia que podían colmar su agenda; recorrió hospitales, orfanatos y salones; se entrevistó con personalidades y jefes de Estado, viajó a muchos países y, fotogénica, se convirtió en la mujer más fotografiada y mediática del planeta. Nadie podía entender cómo Carlos la había dejado por una mujer quince años mayor que la princesa, incluso mayor que él, con fama de pizpireta, no del todo agraciada y sin el encanto de Diana.
Por otro lado, le hizo la guerra a Carlos y a la familia real británica, aspiró a cargos públicos, se empeñó en ser embajadora, concedió entrevistas e hizo declaraciones impropias de una princesa, y, sobre todo, se buscó nuevos amores, uno tras otro (la prensa rosa le llevaba la cuenta de siete), con los que también quería humillar a Carlos. (Uno de esos amantes, el capitán James Hewitt, su maestro de equitación, con el que Diana inició una relación de cinco años aun casada con el príncipe de Gales, e incluso se sospechó que podría ser el padre del príncipe Enrique, incurrió en la bajeza propia de un patán de lucrar con su relación y además puso en venta las cartas que le envió la princesa.)
La de Diana, entonces, fue una carrera hacia ninguna parte. Una fuga al futuro. Literalmente, huía de los paparazzi, los fotógrafos de la prensa del corazón, a la que tanto le debía su celebridad (de la que se beneficiaba) cuando murió en un accidente automovilístico en París. Iba con el último de sus novios, el egipcio Dodi al Fayed. Al morir, en agosto de 1997, Diana se convirtió en la Princesa del Pueblo, en la víctima del amor y el engaño; la que podía encarnar el gran sueño que le fue arrebatado por un príncipe malo.
Diana, como Marilyn Monroe, murió joven, bella, en el punto más alto de su fama y con millones de admiradores. Ambas murieron a sus treinta y seis años; Afrodita, Venus, o alguna otra diosa de la belleza, o tal vez Fortuna, a costa de sus vidas, no les concedió el dudoso privilegio de envejecer.
Carlos ya podía casarse con Camila, pero no tuvo el permiso de su madre, la reina Isabel, hasta 2005. Ahora Camila es la duquesa de Cornualles, y aunque debería ser Princesa de Gales por su matrimonio con el príncipe, no la llaman así; la Princesa de Gales sólo puede ser Diana.
En unos días, en este noviembre de 2018, Carlos cumplirá setenta años, ya es un venerable abuelo y sigue siendo, como lo es desde niño, el príncipe heredero que espera algún día, a la muerte de la reina, ser el rey de la Gran Bretaña. Con motivo de ese aniversario encuentro en la prensa una foto de Carlos y Camila. En la foto él aparece tan viejo como relajado, le sonríe a su mujer, con la que lleva un buen matrimonio, y una relación intermitente de cuarenta y siete años.
Todo esto es una historia conocida. Y la familia real británica no tiene importancia, salvo la función que cumple en la estabilidad del Estado británico y la que sus súbditos le otorguen, pero en un mundo globalizado y con la excesiva atención que se les otorga a los sucesos de los países dominantes, la infausta historia de Diana cumple una función: si así le fue a la princesa con cutis de porcelana, que parecía salida de un cuento de hadas; si vivió el desengaño y conoció el sufrimiento y se casó ilusionada y no fue feliz para siempre, qué pueden esperar las jóvenes con una vida plebeya, ordinaria y normal. Aunque siempre se puede ser dichoso y el amor merece una oportunidad de iluminar las vidas de las personas, es importante recordar que las princesas también lloran.
La historia de Carlos y Camila, su imposibilidad de estar juntos, sus primeros matrimonios, sus encuentros clandestinos, la lucha por su amor, su reencuentro después de muchos años, su dicha al final del camino se parece mucho a la más rosa de las novelas de García Márquez. Diana fue la víctima, sí, lo es; pero si por un momento miramos el otro lado de la medalla reconoceremos que si en este triángulo hay una historia de amor no es la de Carlos y Diana.
«Si dos se besan el mundo cambia», cantó Octavio Paz, pero tal vez el poeta omitió decir que hay un tercero que sufre si dos se besan. Si por un momento pensamos que estamos ante un amor profundo y persistente, que ha sobrevivido al peso de la realeza británica, las obligaciones, los errores y decisiones fallidas, los escándalos, el insufrible ruido y algazara mediáticos, la historia cambia. Tal vez el otro lado de la medalla tiene un final feliz, y nada le gustará más a Carlos que subir al trono y hacerse rey, con Camila, la mujer de su vida, su reina, a su lado.