20 de noviembre de 2018

La camisa de un poeta

José Carlos Becerra murió en un accidente en Brindisi, Italia. Su coche se salió de la carretera en una curva y cayó en un barranco. Llevaba con él su equipaje, es decir sus escritos y su máquina de escribir.

Su obra ha sido reunida en El otoño recorre las islas, volumen imprescindible para los lectores de poesía mexicana. Gozaba de una beca y poco antes había salido de Inglaterra. Era la primavera de 1970.

Un poco después, Fernando del Paso llegó a la casa en Inglaterra de la que había salido Becerra para viajar por Italia y heredó una camisa que éste olvidó. Supongo que la prematura muerte del poeta a sus treinta y tres años (también López Velarde, como Jesús, murieron a esa edad) motivó a Del Paso a conservar la camisa.

Del Paso la convirtió en un objeto mágico, le otorgó un sentido y poderes; hizo de ella un conjuro, un fetiche: «cada vez que yo sentía pereza de escribir, desánimo o escepticismo, me ponía la camisa y comenzaba a trabajar.»

Puedo imaginar la ceremonia. En momentos en que el texto no encuentra el rumbo, en los que las oraciones se niegan a ordenarse según la sintaxis, Del Paso iba por la camisa, se la ponía sobre sus otras ropas y entonces podía seguir con su escritura.

García Márquez decía que sin una flor amarilla en su escritorio no podía escribir. Cada vez que su relato no avanzaba levantaba la vista y comprobaba que no estaba la flor. Entonces tenía que pedirle a su mujer que le trajera una. Cuando la flor se erguía señorial en el florero, entonces fluían de nuevo las palabras.

Yo no sé si todo esto sea cierto, pero muchos escritores cultivan supersticiones; Flaubert no se sentaba al su mesa si no llevaba su célebre bata, y otro escritor mexicano que partió prematuramente, Daniel Sada, me confió que a veces, cuando la ocasión lo ameritaba, escribía desnudo.

Si se buscan otros casos, se encontrarían tantos que podrían conformar un volumen que podría llamarse las grandes supersticiones de los escritores o los ritos, fetiches y objetos mágicos para facilitar la escritura.

En 2015, cuando Del Paso dejó la camisa de Becerra, la más célebre de la literatura mexicana, en la caja de letras del Instituto Cervantes de Madrid, dijo: «Consideré que yo tenía un deber hacia aquellos artistas cuya muerte prematura les impidió decir lo que tenían que decir. Por eso esa camisa tiene tanta importancia en mi vida.»

Ahora ha muerto Fernando del Paso. Tal vez en el Círculo de las Letras que el padre Dante habrá preparado para los escritores y poetas (no está mencionado en la Comedia, lo cual no quiere decir que no exista) en el mejor sitio de Averno, se encontrará con Becerra, quien le ofrecerá el primer whisky de bienvenida y le pedirá cuentas de su camisa.

«La dejé en la caja de letras... », diría Del Paso.

«Hiciste mal», le diría Becerra. «La hubieras dejado en un lugar accesible para otros. No sabes cuántos poetas y escritores la necesitan. Es una pena».

No le faltaría razón a José Carlos Becerra. No soy supersticioso, pero puedo aventurar, casi asegurar que algunos libros ya nunca serán escritos. Cuando no fluyan las palabras, faltarán los poderes de la camisa, que casi como un encantamiento era el motor, al menos en dos casos notables, de la escritura.