19 de noviembre de 2018

Rompecabezas

Hace mucho que no armo un rompecabezas, y no creo volver a hacerlo. Tal vez he alcanzado la cifra desconocida que a cada uno otorga el azar o el destino. Y comenzar uno nuevo no conlleva la alegría de poner en su único lugar posible la última pieza.

Hubo un tiempo, hace muchos años, en que fui aficionado a armar rompecabezas. Creo que es un pasatiempo muy extendido, al menos así lo creo porque no es difícil encontrarlos.

Los rompecabezas pueden ser una actividad perfecta para un solitario, pero también se prestan sin pérdida de sus satisfacciones a armarlos en pareja, con amigos, incluso en familia. He cultivado las cuatro modalidades, y no me inclino por ninguna, depende de la figura, del momento. Probar suerte a resolver un rincón oscuro a altas horas de la madrugada tiene algo del misterio del de escudriñar a simple vista el cielo en una noche sin luna.

Aunque los rompecabezas pueden reconstruirse (de eso se trata, de unir la superficie que una vez estuvo unida y ahora está conformada por decenas, cientos, miles de pequeñas piezas más o menos irregulares) en cualquier superficie (los niños suelen hacerlo en el suelo) el lugar ideal es la mesa del comedor, y los aficionados incorregibles la tienen cubierta con un gran rompecabezas de miles de piezas por lo que no hay otra opción que comer en otro lado, con frecuencia en la cocina.

Para los expertos, los rompecabezas deben honrar su nombre, y entre más piezas y más complicados, mejor; siguen al pie de la letra la sentencia de Lezama Lima: «sólo lo difícil es estimulante.» Tengo la impresión que el tema de la imagen es menos importante que la dificultad que entraña. Como casi todo, y no sólo los pasatiempos, los rompecabezas también ofrecen satisfacciones a los aficionados que se empeñan en descifrar las razones ocultas de su encanto.

Yo prefería los que representaban cuadros de los grandes maestros: un rompecabezas con la oscuridad de Rembrandt es un gran desafío, y he sabido de aficionados que añaden tensión el juego al calcular por adelantado, como una predicción, las horas que les llevará completar la figura.

Para armar un rompecabezas hace falta la mesa del comedor (o una semejante), una estrategia (primero crear el marco, las orillas, con las piezas que tienen un lado recto), imaginación, paciencia y mucho tiempo por delante. En realidad, creo que así son todos los pasatiempos, y para que sean gratificantes hay que entregarse a ellos con la seriedad de los niños y el compromiso por las actividades serias y profesionales y productivas.

Un escritor amigo mío me ha contado un cuento que no ha escrito. Una pareja joven arma un rompecabezas en su casa, en la noche, y a medida que acomodan piezas, entre más avanzan lo hacen con urgencia, aunque no acaban de reconocer la imagen, avanzan a ciegas y lo que se le revelará al final, con la última pieza, es su futuro y su destino.

Me gusta la idea, pensar que los rompecabezas, en su sencillez, guardan algo más que una imagen rota, que en el ejercicio de armarlos se revelen o aparezcan, con la figura por armar, recuerdos, destinos, apegos, cariños.

Una amiga me ha contado que su padre era aficionado a los rompecabezas. No está claro si los compraba para él o para sus hijos, pero le gustaba armarlos con ellos, era una actividad constante. Los hijos se aficionaron a los rompecabezas, y armarlos con su padre fue un juego, un rito que cultivaron aún de adultos.

Cuando el padre de Patricia, mi amiga, enfermó, tenía un rompecabezas sobre la mesa, y siguió colocando piezas, con la ayuda de Patricia, hasta que no pudo más. Cuando el padre murió, Patricia se llevó el rompecabezas empezado a su casa.

«No puedo acabarlo», dice emocionada. «Lo he intentado y no puedo avanzar, me gana el sentimiento. Varias veces he querido retomarlo y no puedo», dice, y los ojos se le humedecen, le cambia la expresión del rostro, se le quiebra la voz. «Murió hace cuatro años y no puedo acabar su rompecabezas. No puedo completarlo. No puedo. No puedo.»