Después de muchos años, he releído Cien años de soledad. Descubrí página a página, de sorpresa en sorpresa, que no recordaba casi nada, lo cual fue muy útil para una lectura fresca y dichosa. Comprobé que Montaigne tiene razón: la función de la memoria es olvidar.
Sucumbí ante la imaginación desatada, los prodigios y las trampas tendidas, a la tensión que aumenta con el paso del tiempo en la novela. Vislumbré algunas claves y trucos de la «carpintería secreta», la sabiduría narrativa de García Márquez. Y con todo algo arrojaba una sombra en la dicha de mi lectura.
Soy poco afecto a la fantasía, a la ciencia ficción, al realismo mágico, y aunque no son lo mismo ni funcionan igual, me despiertan más o menos la misma suspicacia, las mismas sospechas. Algunos libros célebres se escapan de mi entendimiento y mi alegría lectora.
No soy entusiasta de los pasajes donde, por ejemplo, un cura «andaba tratando de probar la existencia de Dios mediante artificios de chocolate.» No puedo entender (ni aceptar así nada más) que alguien levite por tomar una taza de chocolate. Me contradigo, y aunque tampoco me lo creo, encuentro irresistible el personaje y la ascensión de Remedios, la bella: «la mujer más bella del mundo que estaba subiendo al cielo en cuerpo y alma».
Las últimas cien páginas, cuando la novela se va cubriendo de la tristeza y la melancolía y la desgracia del final, son las más bellas. Y tal vez en ellas rigen menos los pasajes de realismo mágico que, para decirlo con Onetti, podemos llamar milagros.
Hace unos años, Alessandro Baricco, con imaginación y audacia, hizo una intervención de la Ilíada. Por un lado respetó los hechos y personajes del poema homérico, y por otro hizo cambios relevantes en el punto de vista y, sobre todo, sacó a los dioses del texto, los mandó al monte Olimpo porque nada le ofrecen a la humanidad de hoy. El texto fue un éxito en lecturas públicas, y el libro, Homero, Ilíada, gana, además de críticas duras, algunos elogios y lectores.
De pronto, hacia el final de la lectura, pensé si sería posible intervenir Cien años de soledad, al menos como ejercicio o experimento, y liberarla de los milagros del realismo mágico. ¿Qué quedaría?
A medio siglo de publicada, ya es un clásico entre los clásicos del siglo XX y de nuestra lengua. Es una obra portentosa que resiste cualquier lectura, que soporta cualquier comentario e interpretación. Si perderse, olvidarse o desaparecer es «el destino natural de la literatura», esta novela lo hará al final, en un futuro que no podemos imaginar porque será el final de otros muchos logros de la civilización o la civilización misma.
Sí, así será. Pero, ¿cómo sería Cien años de soledad sin los milagros, cómo sería Macondo y la estirpe de los Buendía sin curas que levitan con una taza de chocolate?