Llegué al sitio y el único taxista me dijo que tenía un servicio programado y no podía llevarme. No había otro coche. Estaban a punto de suceder dos cosas: la noche y la lluvia. Esperé. Supuse que en cualquier momento llegaría otro taxi. Cuando al fin abordé uno, era noche cerrada y el aguacero era implacable.
En cuanto tomamos rumbo, el chofer se disculpó: «No lo quiso llevar por irse a ver el futbol. Así son, los conozco, no les gusta trabajar, algunos compañeros del sitio son una vergüenza, de pena ajena.» Era un hombre mayor, algo triste y gruñón. «Mire usted, yo soy el más viejo del sitio, soy diabético y perdí una pierna, y soy el que más trabaja. No tienen perdón.»
Entonces, en el anonimato del taxi y la noche y la lluvia me habló sin desesperación un hombre desencantado. «Perdí la pierna izquierda, me la comió la diabetes. Tengo una prótesis que me molesta, me duele, tienen que cambiarla, pero no tengo dinero. Procuro cuidarme, pero es difícil porque vivo solo. Bueno, de vez en cuando me como una pieza de pan de dulce, que me encanta. Si un día salgo de casa y no tengo dinero, me pongo a trabajar y en una hora ya tengo para desayunar. Este es un negocio muy noble. El coche es mío, y ya da problemas, pero me ha servido. En una hora más ya tengo para la gasolina, entonces a trabajar todo el día.
»Mis hijos ya están grandes, y hacen su vida. Sólo mi hija medio se ocupa de mí. Es normal, está casada, tiene su familia. Mi mujer me abandono. Me dejó. Después de casi treinta años de matrimonio. Empezó con que quería trabajar... yo no quería. Y así estuvimos, batallando, como dos años. Hasta que le dije que sí, que se fuera a trabajar. Al rato ya andaba con otro, y me pidió el divorcio y se fue. Así, se fue.
«Casi le diría que ya sabía lo que iba a pasar. Y pasó. Ahora vivo solo, y no es fácil. Me cuesta mucho ordenar la casa, mi ropa. Como fuera todos los días, en cualquier fonda, según el rumbo y el hambre. Sólo paro un rato para comer, o para acomodar una prótesis, que me molesta. Ya tengo que cambiarla. Estoy batallando para cuidar la otra pierna. Ahí la llevo. Por eso me enojo con esos flojos que no quieren trabajar. Son jóvenes, están sanos. El coche es automático, y ya está viejo, ¿de dónde voy a sacar para otro? Y si pierdo la otra pierna, ¿se imagina?»
El trayecto fue largo, lento. Lo escuché con gravedad, traté de ser digno de esas confidencias. Al llegar por fin a mi casa, el taxista no terminaba de contar sus desventuras. Ya había pasado el aguacero. Cuando al fin me bajé del taxi, una verdadera carcacha, le di mis mejores deseos, y le dejé en porcentaje la propina más generosa de mi vida.
29 de agosto de 2017
Confidencias de un taxista
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