Leo poesía en la oficina. Desde hace unos meses leo un poema o unas cuantas páginas por día. Suelo hacerlo al volver de comer, para sacudirme el tedio y romper la inercia oficinesca, que tanto me pesa algunas tardes. No dejo de celebrar mi iniciativa. Ya agoté las obras de Ramón López Velarde, y paso a paso, en varios meses, leí una edición bilingüe de Hojas de hierba de Walt Whitman. El siguiente paso, claro, era Neruda, y poco me falta para acabar Canto general.
Así como los ahorradores guardan cantidades considerables al paso del tiempo, recuerdo las páginas leídas y lo provechoso que ha sido dedicar unos minutos de cada día a un poeta. A veces me basta unas líneas, un verso, para iluminar la tarde, para enfrentar en escorzo y por lo tanto desde otra perspectiva el trabajo de la oficina, que puede ser tan llano y estéril.
Tiene razón Witold Gombrowicz cuando dice que en las lecturas públicas de poesía nadie entiende nada, por la simple razón de que hace falta tener ante los ojos el poema, y leerlo dos, tres, cuatro veces para que florezca, se abre y nos comparta algunos de sus secretos. En los recitales, en esas lecturas, el poeta lee y el público está cazando el punto final para precipitarse en un aguacero de aplausos.
De la primera lectura casi siempre sólo queda el relámpago de algunos versos que con frecuencia tienen la contundencia de los efectos especiales en el cine. Pero hace falta volver al poema, abrirlo, oírlo, sopesarlo, calcular su ritmo, su peso atómico y sus propiedades químicas, la resistencia de su materiales para conocerlo y gozarlo. Entonces, el efecto de aquel verso se opaca un poco, pierde brillo, impresiona menos.
Leo un poema, una página, en unos minutos, y el medio se enriquece, la dinámica se torna más amable, el ambiente se humaniza. El aire y la luz se iluminan de poesía. Se produce un efecto estimulante. He encontrado un recurso eficaz y poderoso para sobreponerme y aligerar las tardes de oficina.
La poesía, aun la menos cercana o estimada, siempre ofrece recompensas, con frecuencia inesperadas. Pronto terminaré el libro de Pablo Neruda, y he decidido leer poemas de largo aliento, portentosos, inagotables, enormes y admirables como catedrales. He pensado en la Eneida, la Divina Comedia, el Libro de buen amor. Creo que la siguiente lectura será El paraíso perdido de Milton. Se antojan perfectos para gozarlos poco a poco en la oficina.
24 de agosto de 2017
La poesía en la oficina
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