26 de octubre de 2025

Corrupción

Un ex presidente de México dijo que la corrupción entre nosotros era cultural. No recuerdo si la consideraba un mal, un defecto, un problema grave o una incómoda y molesta circunstancia de la vida pública con la que teníamos que vivir. 

Tendríamos que revisar qué entiende Enrique Peña Nieto por cultural, y si esa lamentable práctica aceita el engranaje de nuestra administración pública para que esa abstracción que llamamos sistema funcione. 

No son pocos los mexicanos que consideran a la corrupción como un mal menor, algo inevitable y casi necesario, y una forma de distribuir la riqueza. Robar al erario y obtener ventajas, contratos y beneficios desde el poder con movimientos y acciones esencialmente inmorales pero legales o bajo el amparo de la ambigüedad o limitaciones de las leyes, es una costumbre que hemos cultivado desde hace mucho tiempo. 

En la Nueva España, en el siglo XVIII, hubo una serie de cambios más o menos profundos en la administración del virreinato, llamados Reformas Borbónicas. Entre otros objetivos, uno muy claro y definido era atajar la corrupción insufrible de alcaldes y servidores públicos. 

Así, la corrupción como la entendemos hoy, es una herencia española. Una práctica insana que cultivamos desde hace muchos años. Se aclara un poco el sentido de la palabra cultural para hablar de corrupción. Tal vez Peña Nieto sabía lo que decía.

En el siglo XIX, entre guerras civiles e intervenciones extranjeras, la corrupción no cedió. Quizá porque a casi nadie le interesaba que cediera. (Buscar el poder y conseguirlo al margen de la legalidad es corrupción; y mantenerse en el poder en contra de la ley también es corrupción.)

Es proverbial la frase atribuida a Álvaro Obregón con la que los militares revolucionarios de principios del siglo XX convencían a sus adversarios y enemigos de cejar en sus pretensiones y que sería mejor que se apartaran del camino: «Nadie soporta un cañonazo de cincuenta mil pesos oro.» El soborno, por supuesto, también es corrupción. 

El que no transa no avanza es el primer mandamiento en el camino de la corrupción, y tal vez ya podríamos empezar a configurar una buena colección de frases, adagios y consejos sobre una de las malas artes en la que tenemos un destacadísimo lugar internacional. Aporto una más: «No le pido a dios que me dé, sino que me ponga donde hay.»

Hace poco escuché por primera vez: Los negocios que no dejan margen para robar, no son negocios. Y Los amigos se conocen en la abundancia, porque no te robarán ni pedirán dinero. 

La percepción interna de que avanza la corrupción es firme y cada vez aparecen más testimonios, y la percepción externa, de organismos internacionales, confirma lo que sabemos y vivimos todos los días. La corrupción no tiene límites ni fondo. 

Tenemos casos, verdaderos escándalos recientes (cada día aparecen en diarios, medios y redes sociales) que nos muestran que los niveles de corrupción podrían parecer inimaginables, increíbles, y que no serían posibles si no se realizan desde el poder.

Es cierto que la corrupción es un fenómeno humano, político extendido en todos los países. Tal vez ninguno esté a salvo de esta corrosión social, pero algunas naciones se toman muy en serio su combate y alcanzan niveles mínimos. Hay sociedades en las que sienta muy mal la corrupción: maneras de ser de un pueblo, y de una tendencia envidiable a cumplir y hacer cumplir la ley. 

Como esperanza y tal vez como consuelo, podemos recordar que algunas sociedades muy corruptas en el pasado alcanzan hoy niveles de transparencia y claridad y fiscalización en sus asuntos públicos en verdad envidiables. No todo está perdido, y esa condición cultural puede cambiar si la sociedad así lo exige. Lleva mucho tiempo lograr el cambio, pero es posible.

Por lo pronto, entre nosotros, se habla de transferencias, desvíos, faltantes, montos no comprobados y otros eufemismos que ocultan robos, despojos, desfalcos, apropiaciones ilegales, sobreprecios, comisiones ilegales y otras prácticas sucias. Muy difícilmente al ladrón se le llama ladrón. 

La corrupción tiene sin cuidado a muchos ciudadanos, y la aceptación de su práctica es similar a la aceptación de un mal necesario. La corrupción existe como la lluvia y las mareas. Hay que ponerse a salvo, o beneficiarse de ellas. La corrupción goza de una aceptación de buen grado en una parte de la sociedad, sobre todo en la sociedad política.

La expresión enriquecimiento inexplicable es un mal chiste. Quizá porque a todas luces no es inexplicable. 

Tal vez el punto de normalización o aceptación de ese enriquecimiento podamos aceptarlo en la familia. Ante un familiar enriquecido de la noche a la mañana, la familia se aglutina en torno al nuevo rico en busca de beneficio y protección a través de una no velada admiración. 

No conozco a ningún padre que censure a su hijo por enriquecerse ilegalmente, es decir, robando. No tengo noticia de ninguna esposa que guarde distancia de su marido o pida el divorcio por esa fortuna casi súbita que han amasado; antes, organiza un apresurado viaje a Houston porque necesita dos docenas de trapos de cocina. No conozco un hijo que rechace el coche deportivo, ni la hija que rechace los millones de pesos que su padre, nuevo rico, está dispuesto a gastar en la boda de ella. 

La familia acepta ese dinero bajo el lema, no siempre pronunciado: Merezco la prosperidad y la riqueza. Podrían preguntarse cómo es que vivieron alguna vez sin bolsos y accesorios Louis Vuitton, cómo fue posible mirar la hora en relojes de menos de veinte mil dólares. 

Pero nadie pregunta en voz alta (y tal vez ni en silencio) cómo fue posible que ese nuevo prócer comprara esa casa del tamaño de un pequeño castillo; nadie se sorprende ni indigna de que ese pariente dio el salto de pasar sus vacaciones en un hotel de clase media en Acapulco a ser dueño de un departamento de lujo en Miami.

El nuevo rico, enriquecido bajo la corrupción, gozará del reconocimiento, de la admiración, de la aprobación abierta o tácita de su clan. Será más querido por sus amigos, más buscado y celebrado. Será el socio ideal, el compadre perfecto, el padrino soñado.

El que se ha enriquecido así, al poco tiempo es un hombre honorable, un ciudadano ejemplar. Y sus hijos, la siguiente generación, gozan de su riqueza sin sombra de sospecha o recelo. Ya son rico de abolengo, y su nombre abre casi todas las puertas. 

El que se enriquece bajo el manto de la corrupción, es secretamente admirado. Su aceptación es generalizada. Y el que puede robar y no lo hace, es un tonto y un necio. 

Hace muchos años fui testigo de una escena imborrable para mí. Una mujer, no joven, en un proceso de divorcio, con dificultades económicas, dos hijas, obesidad mórbida y un tanto resentida y peleada con la vida, se acercó en una fiesta familiar a su primo hermano. Habían sido muy unidos de niños, pero de adultos no se frecuentaban, y tal vez apenas se toleraban. 

Me enteré que trabajas en el gobierno. Y con unos ladrones que dios guarde la hora, dijo. El primo le respondió que sí, trabajaba en el gobierno, en una posición intermedia, en un cargo no llegaba a dirección general, y que no podía afirmar que sus jefes eran ladrones. La mujer insistió y le dijo que lo eran, y que él, el primo, debía de estarse hinchando de dinero. El primo respondió que cobraba su sueldo y nada más. Ni un peso más. Pues si eso es cierto, dijo la mujer, entonces eres un perfecto estúpido. Dio media vuelta y se fue. 

La mujer no es un caso aislado. Entre nosotros, al parecer, para muchas, muchas personas, el que no roba es un estúpido. 

15 de octubre de 2025

Glosa de "El futuro", de Julio Cortázar

Y sé muy bien que no estarás.

(Pero saberlo no aniquila la ausencia.)

No estarás en la calle, / 

(Salgo de casa en busca de consuelo.)

en el murmullo que brota de noche / de los postes de alumbrado, /

(Compro un libro de Wittgenstein que no leeré, lo abro y aparece la Figura.)

ni en el gesto / de elegir el menú, ni en la sonrisa

(Eso sería una pena, una muy triste.)

 que alivia los completos en los subtes,

(A tu manera también acudirás.)

ni en los libros prestados ni en el hasta mañana.

(Y sabes bien que los echarás de menos.)

No estarás en mis sueños,

(Tal vez aprendí a olvidar lo soñado.)

en el destino original de mis palabras,

(Hay formas cifradas de nombrarte.)

ni en una cifra telefónica estarás

(Eres maestra en el arte de la fuga.)

o en el color de un par de guantes o una blusa.

(Te evades de todas las cosas.)

Me enojaré, amor mío, sin que sea por ti,

(Fue por el destiempo y la circunstancia.)

y compraré bombones pero no para ti,

(Sí, y elegiré tus favoritos.)

me pararé en la esquina a la que no vendrás,

(Aunque tú y yo sabemos que te oculta la ciudad.)

y diré las palabras que se dicen

(Por ejemplo: Estás en todas las cosas.)

y comeré las cosas que se comen

(El mundo te evoca.)

y soñaré los sueños que se sueñan

(Esos en que has aparecido tantas veces.)

y sé muy bien que no estarás,

(Y cómo negar que te espero.)

ni aquí adentro, la cárcel donde aún te retengo,

(Aun en contra de mi voluntad.)

ni allí fuera, este río de calles y de puentes.

(Que dirán tu nombre porque todo lo imantas.)

No estarás para nada, no serás ni recuerdo,

(A tu manera te asomarás.)

y cuando piense en ti pensaré un pensamiento

(y al despertar te pienso y eres otra.)*

que oscuramente trata de acordarse de ti.

(Y que no dirá que no puedo librarme de ti.)


_____ 
*Verso de Julio Cortázar.

13 de octubre de 2025

Las grandes historias

Escribe Arundhati Roy en su novela El dios de las pequeñas cosas

«... el secreto de las grandes historias es que no tienen secretos. Las Grandes Historias son aquellas que ya se han oído y se quiere oír otra vez. Aquellas a las que se puede entrar por cualquier puerta y habitar en ellas cómodamente. No engañan con emociones o finales falsos. No sorprenden con imprevistos. Son tan conocidas como la casa en la que se vive. O el olor de la piel del ser amado. Sabemos cómo acaban y, sin embargo, las escuchamos como si no lo supiéramos. Del mismo modo que, aun sabiendo que un día moriremos, vivimos como si fuéramos inmortales. En las Grandes Historias sabemos quién vive, quién muere, quién encuentra el amor y quién no. Y, aun así, queremos volver a saberlo.»

Supongo que este párrafo de sabiduría y lucidez es válido para la literatura, en particular, y parece inevitable convocar también al cine, ese arte mayor y vampiro implacable de las letras.

Esa fidelidad a las Grandes Historias podemos extenderla a las bellas historias, que quizá en algunas en eso resida su grandeza. Un Hamlet es un Hamlet es un Hamlet, y un buen aficionado no desdeñará por la soprano o maestro con batuta asistir una vez más a una función de La Traviata, de la que un cálculo conservador y si la memoria no traiciona del todo, debe estar cerca de las treinta o treinta y cinco representaciones en una vida dedicada a escuchar ópera. 

El actor, el cantante, la dirección escénica, el teatro y el momento, la ciudad que nos acoge unos días para volver a las Grandes Historias. No nos mueve la posibilidad de la sorpresa, ni el giro imposible en la trama, sino en la interpretación, en lo que nos dejara esa función, en la sutil verdad revelada en esa velada y en ninguna otra.

Los niños tienen el don, la paciencia y la gracia de ver una vez tras otra su película favorita (y las otras también), y en cada vuelta o exhibición recogen información que asimilan con rigor. Un amigo mío le preguntó a su hijo que por qué quería ver una vez más la misma película. La respuesta fue asombrosa: «Es que todavía no nos la sabemos completa de memoria.»

Atados a las Grandes Historias los adultos también somos así, aunque tengamos otros motivos, como los que señala Roy (pero es cierto que un buen aficionado se sabe La Traviata de memoria). Si extendemos la cuerda que nos lanza la novelista india, podemos suponer que nos gustan las certezas más que las sorpresas. El dicho popular dice que más vale malo por conocido que bueno por conocer. 

Pareciera que estamos más cómodos en el territorio conocido, donde todo está en su sitio, por triste o duro que sea (sin excluir el tedio conyugal). Seríamos poco inclinados a lo extraño, lo desconocido, las innovaciones y cambios. Regresar al mismo hotel conocido del mismo destino turístico es una alegría y un consuelo. Y sin agenda fija, se volverá a la misma playa, al mismo restaurante y se pedirá el platillo degustado en la visita anterior, y en la anterior de la anterior. 

Si esto es verdad, no queremos otra cosa que lo visto y lo conocido. Y aunque se le diera la vuelta al mundo el mejor sitio es donde estuvimos, de donde venimos. 

Acabamos por tener no sólo convicciones políticas (y éstas no siempre son tan sólidas e inmutables), sino preferencias tan inexplicables y caprichosas que sería difícil justificar. Nadie exige cambios bruscos, ¿pero los zapatos y las camisas tienen que ser siempre de la misma marca? 

Saber con firmeza y conocimiento de causa que tenemos una película favorita, o un compositor, o un novelista que nos encandila habla bien del que tiene las cosas claras: ha hecho un examen y un reconocimiento y tiene sus preferencias y conclusiones.

Pero acabamos por ser fiel a unos grandes almacenes, a una tienda, a una marca de dentífrico, detergente para trastos y jabón para ropa. Esto es demasiado. Nos hemos desviado del camino. Sin duda Arundhati Roy se refería a otra cosa cuando llamó nuestra atención a las que llama Grandes Historias. 

5 de octubre de 2025

Glosa de "El amenazado", de Borges

«Es el amor. Tendré que ocultarme o que huir.»

Sí. Es él. Y guardar distancia no es cobardía. Para sobrevivir es necesario alejarse. Pero la huida no nos libra del dolor.

«Crecen los muros de su cárcel, como en un sueño atroz.»

Crecen incesantes en la vigilia y en la pesadilla. De día y de noche. Estoy sitiado.

«La hermosa máscara ha cambiado, pero como siempre es la única.»

La máscara ya no oculta: revela. Cambia y siempre es la misma. Además, ciertamente, es la única posible.

«¿De qué me servirán mis talismanes: el ejercicio de las letras, la vaga erudición, el aprendizaje de las palabras que usó el áspero Norte para cantar sus mares y sus espadas, la serena amistad, las galerías de la Biblioteca, las cosas comunes, los hábitos, el joven amor de mi madre, la sombra militar de mis muertos, la noche intemporal, el sabor del sueño?»

Sirven para ser. Para darle identidad a la existencia. Pero es verdad que esos talismanes son inútiles y estériles ante los embates del amor. Ante ellos me declaro inerme y frágil.

«Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo.»

Y pareciera que ordenas el alba y el crepúsculo. Regulas las horas y su paso. Y en ausencia, tengo la certeza de que estoy en un tiempo vacío.

«Ya el cántaro se quiebra sobre la fuente, ya el hombre se levanta a la voz del ave, ya se han oscurecido los que miran por las ventanas, pero la sombra no ha traído la paz.»

Es verdad. Crece el desasosiego. Y hay más signos de que la paz no vendrá.

«Es, ya lo sé, el amor: la ansiedad y el alivio de oír tu voz, la espera y la memoria, el horror de vivir en lo sucesivo.»

Tu voz mitiga el dolor. Un poco de veneno pareciera un bálsamo. Y el engaño de la ilusión, la esperanza inútil como aguardar lo inesperado. Pero persiste la traición de la desmemoria, y la constante ausencia en que se fuga el devenir de las horas.

«Es el amor con sus mitologías, con sus pequeñas magias inútiles.»

Con sus engaños y mentiras. Con el encanto de sus ilusiones. Es un prestidigitador poderoso que nubla la razón.

«Hay una esquina por la que no me atrevo a pasar.»

Y una calle. Tampoco frecuento un parque, una cafetería, un bistró. Un barrio entero. Acabaré por sentir que mi vulnerabilidad se extiende por toda la ciudad que habita.

«Ya los ejércitos me cercan, las hordas.»

Para eso crecieron los muros de su cárcel. Estoy en sus manos. No puedo escapar de ti, no puedo irme de mí.

«(Esta habitación es irreal; ella no la ha visto.)»

Es irreal, por eso un refugio, un consuelo. Acaso una ilusión. Lo que ella no le ha revelado al mundo, acaso no existe.

«El nombre de una mujer me delata.»

Sí. Lo pienso y lo susurro, lo digo en silencio y a viva voz. En un grito. Lo saben los objetos y los pájaros, los árboles y la luz.

«Me duele una mujer en todo el cuerpo.»

El dolor es físico, real. Ella duele. Y sé bien que el dolor no cesará.