Gustavo Pérez vuelve a ser noticia. Presentará una exposición este verano en el Seminario de Cultura Mexicana en Ciudad de México, y en octubre diez piezas suyas estarán presentes en la reinauguración de la Fundación Cartier, en el Palais Royal, en París. En Francia, en particular, donde hizo una residencia artística, lo consideran un artista mayor. Y eso es.
23 de junio de 2025
Gustavo Pérez, el ceramista
20 de junio de 2025
Coincidencias I
Las coincidencias son inquietantes, quizá por inexplicables. Es inevitable pensar que son hechos y mensajes cifrados que no podemos revelar.
Hay una frase atribuida a Paul Eluard, aunque al parecer no se encuentra en la obra del poeta: Il n'y a pas de hasards, il n'y a que des rendez-vous.* Y su autoría es tan sospechosa que la he visto endosada al menos a otros tres autores (Borges es uno de ellos).
La casualidad no emerge sin el azar, pero Borges nos recuerda que no hay azar: «lo que llamamos azar es nuestra ignorancia de la compleja maquinaria de la causalidad.» A Juan García Ponce, que no creía en nada, le encantaban las coincidencias. Creía en ellas, le parecían algo revelador y verdadero.
Julian Barnes detesta las casualidades, lo deja muy claro en El loro de Flaubert. Milan Kundera las incorpora a sus novelas y teoriza y ensaya sobre ellas. Escribe en La insoportable levedad del ser: «Sólo la casualidad puede aparecer ante nosotros como un mensaje. Lo que ocurre necesariamente, lo esperado, lo que se repite todos los días, es mudo. Sólo la casualidad nos habla.». Un capítulo de La inmortalidad se llama "La casualidad". La casualidad rompe con la monotonía del ser.
Pero tal vez sea Paul Auster el que más lejos ha llevado el juego literario que ofrecen las coincidencias. Podría decirse que en ellas se sostienen algunos de sus libros, y que uno de ellos, El cuaderno rojo, es una suma de coincidencias.
Sófocles en Edipo rey nos muestra unas coincidencias terribles, razones de la tragedia de su protagonista (en la cultura clásica a la revelación del significado de esos hechos se le suele llamar anagnórisis).
Las coincidencias pueden suplir las causas, incluso las últimas. No es un despropósito pensar que el origen fue casual. Las coincidencias, las hay profundas y trascendentes, tienen otro plano, una razón oculta, un motivo latente que no siempre desentrañamos. Pensar que sólo son asombrosas es renunciar al significado profundo de un encuentro. Por inesperadas, las coincidencias son juegos del azar y el destino.
Carl Gustav Jung, asombrado, desarrolló el concepto de sincronicidad, al que le dedicó un libro: Sincronicidad como principio de conexiones acausales. El principio habla de la simultaneidad de dos sucesos muy vinculados, con mucho en común, incluso idénticos, con sentido, pero que no tienen una conexión causal. Uno no se explica por el otro, lo que rompe la causa efecto de dos hechos vinculados. Sin embargo, ambos hechos juntos son algo más, y su relación entraña un significado, que no siempre podemos comprender.
Solemos creer que todo tiene una respuesta, pero a veces no es posible encontrar el vínculo. ¿Cómo explicar las coincidencias? ¿Cómo comprender las sincronicidades?
La mañana del sábado 27 de diciembre de 2003 fui a una librería muy grande, en avenida Ticomán, al norte de Ciudad de México. Era una librería sucia, mal atendida, cuyo fondo no me interesaba salvo una mínima parte. Ahí compré muchos cuadernos tamaño carta, bien empastados y cosidos, color vino, de papel en el que se podía escribir con una estilográfica.
El apunte del día en uno de esos cuadernos de escritura, una especie de diarios, por decirlo con indulgencia, dice que fui a la librería a comprar un manual (no recuerdo a qué se refiere la nota.) Cerca de la entrada, al pie de una columna, había en el suelo ejemplares de Crónica de la intervención, en una edición en dos tomos de la colección Lecturas Mexicanas del Conaculta de 1992.
Cada una de las varias columnas de libros alcanzaba el medio metro de altura. Un cartel a mano anunciaba la oferta: diez pesos (poco más del precio de un litro de gasolina) por ejemplar. La novela, en dos tomos, costaba veinte pesos.
Me sentí indignado. Juan García Ponce había sido, con Salvador Elizondo, uno de los héroes literarios de mi adolescencia.
(Asistí a una conferencia, en el Colegio Nacional, en la que estuvieron ambos; García Ponce ya estaba muy enfermo, postrado en una silla de ruedas, sin poder hablar. Y dos amigos míos, en dos momentos de la vida —otra coincidencia—, Graciela y José Antonio, habían sido secretarios de García Ponce, que mecanografiaron, en su máquina de escribir mecánica, las obras que éste les dictaba. Pilar, buena amiga y filóloga española no se cansa de decirme: «Las mujeres no somos como los personajes femeninos de García Ponce. No somos así.»).
No recuerdo si compré un manual o cuadernos, o ambas cosas. Pero al salir sentí la necesidad urgente e irrenunciable de redimir esos libros a saldo, de librarlos de la afrenta de ponerlos en el suelo y rematarlos de cualquier manera.
Compré cuanto pude. Me fui con dos bolsas, tal vez con diez juegos de los dos enormes tomos de Crónica de la intervención (es decir, veinte volúmenes). Volví a casa y dejé los libros en el coche, iría por el mundo regalando la novela de Juan García Ponce a quien la aceptara.
Unas horas después me enteré, estupefacto, que ese mismo día había muerto Juan García Ponce. La muerte de un escritor leído y querido es un desgarramiento. Duele como la partida de un ser muy querido. Yo había leído a conciencia y admirado a García Ponce. Y estaba además el peso de la sincronicidad de haber comprado muchos ejemplares el día que murió, la escandalosa casualidad y el misterio oculto de su significado.
Seguí en la prensa durante varios días las necrológicas y notas sobre su muerte. En una de ellas, encontré una cita, una declaración de García Ponce que doy por buena. La copié en mi cuaderno y aquí la transcribo:
«Los imbéciles dicen que las coincidencias no existen o no tienen importancia. Yo sólo creo, a falta de Dios, en la literatura y en las coincidencias.»
___________
* https://citationsverifiees.fr/repertoire-des-auteurs/e/eluard-paul/il-n-y-a-pas-de-hasards/
Sobre las citas gratuitas falsas e irresponsables, a las que cualquier persona las atribuye a casi cualquier personaje, ver en este blog: "Si ladran los perros o citar en falso", apunte del 26 de agosto de 2015: https://enriquealfarollarena.blogspot.com/search?q=cabalgamos
11 de junio de 2025
Perfume de mujer
He visto, una tras otra, como en una función doble, las dos películas llamadas Perfume de mujer. La original, la italiana, Profumo di donna, de Dino Risi, basada en la novela Il buio e il miele (La oscuridad y la miel) de Giovanni Arpino, es de 1974; la estadounidense, Scent of a Woman, de Martin Brest, es de 1992. Ésta versión parte de la original de Risi y, por tanto, de la novela de Arpino.
Ambas tienen como protagonista a un militar retirado, ciego (él mismo provocó el accidente que le arrancó la vista), gruñón y cascarrabias; alcoholizado y profundamente amargado, que pasará por su infierno para encontrar una salida al encierro en sí mismo y su desgracia en la que quedó atrapado.
Tiene un embeleso que le da vida y lo redime: su fascinación por las mujeres, y ha desarrollado el olfato para reconocer a una mujer hermosa a su alrededor. Su capacidad para percibir ese perfume de mujer y la urgente necesidad de la compañía femenina (aunque sea pagada) es más coherente y acompaña al personaje hasta el fin en la película italiana; en la estadounidense, una segunda trama se torna protagónica, aunque tiene una escena en verdad memorable.
(Ese refinamiento del sentido del olfato que permite al poseedor de ese don identificar y reconocer que se está ante una mujer hermosa, o simplemente, que acaba de pasar una mujer, es el atributo más refinado y distinguido del personaje, su primera característica, que, además, lo hermana con Don Giovanni, el protagonista de la ópera de ese nombre de Mozart y Da Ponte.)
Luego de ese personaje central, protagonizado por Al Pacino y Vittorio Gassman, tenemos a un joven acompañante, su lazarillo, su escudero; Alessandro Momo, muerto prematuramente, como un joven militar asignado para acompañar al oficial ciego en la primera versión, y en la segunda versión Chris O'Donnell hace el papel de un estudiante que se contrata un fin de semana para acompañar al oficial por unos dólares y poder volver a casa.
En la versión estadounidense el oficial y el estudiante entablan una relación mucho más intensa, se genera un diálogo, y un afecto de ida y vuelta que se manifiesta en una sincera voluntad de ayudarse mutuamente. En la versión italiana el joven soldado está de servicio, y detesta al oficial.
Las películas narran dos viajes, con fines muy distintos, uno de Turín a Nápoles, otro a Nueva York. En ambos casos, el oficial, que tiene una pistola y se siente atraído por el vértigo de la atracción del suicidio, visitará a una prostituta.
Después, cada película toma su camino. El argumento y la trama se bifurcan, se hacen dos, y acaban por ser dos películas muy distintas con un comienzo en común. La italiana se vuelve más italiana, más fiel a su cinematografía y al ethos italiano. Es menos acabada en sus detalles, menos lograda, más misteriosa y sobre todo melodramática, con un final casi imposible, un modelo del género.
El amor impertérrito, imbatible, inagotable, insuperable de la bellísima a la italiana Agostina Belli en el papel de Sara, le dará sentido a la vida del oficial. La otra versión, no tiene una mujer enamorada y fiel hasta la muerte del protagonista, pero aparece Donna (mujer en italiano), papel que Gabrielle Anwar, un ángel de belleza clásica según el canon del cine estadounidense, que baila un tango con Al Pacino en una escena en verdad memorable.
Ese baile del ciego con el ángel debe ser una de las grandes escenas de la cinematografía de Hollywood, una en verdad memorable y deliciosa. La película es la ejecución perfecta del tango «Por una cabeza», que tal vez justifica el Oscar a Pacino.
Pero hay que gozar o padecer (todo por el mismo precio) la muy inverosímil escena del Ferrari conducido por las calles de Nueva York por el ciego. Hollywood es eso, y sabe ser fiel a sí mismo. Es decir, la película es más estadounidense, y culmina con la grandilocuencia de la escena del auditorio en una suerte de juicio sumario.
La película italiana tiende a la gravedad, al pacto suicida, a negarse a vivir el amor porque ya no hay tiempo ni facultades, y a la persistencia de la vida que late en esa distancia y negación.
La película estadounidense es mucho más lograda, el guión más cuidado y coherente; también tiene mucho más recursos y presupuesto, y su ejecución es impecable. Sus fines son claros: tiende al entretenimiento, al gesto del héroe, al hombre que cumple su misión para salvar la justicia y el bien.
Mirar las dos películas una tras, sin demasiadas pretensiones, es un ejercicio interesante. El contraste es notable. Las diferencias, enormes. Las películas son buenos ejemplos de dos cinematografías poderosas que revelan, desde un punto de partida en común, dos maneras de hacer cine, de habitar el mundo y sentir la vida.
El gris del asfalto o el morado de las jacarandas
Escribir el primer libro es un acto de resistencia. La perseverancia, la voluntad de seguir y contar una historia son tan relevantes como la historia misma y el talento. En realidad, siempre es así, pero en el caso de la primera gran aventura literaria todo es incertidumbre y aprendizaje; se avanza a ciegas. Se aprende a escribir mientras se escribe, y cada libro exige su aprendizaje.
Todavía no hablamos de talento, de la
alquimia para dotar a las palabras escritas de la magia del encanto y el don de
la belleza, del arte de narrar y hacerlo como no se había hecho. Esto lo
juzgará cada lector, en cada momento, cada vez que abre el libro y se adentra
en sus páginas. Por lo pronto, considero mi obligación advertir al lector
escéptico y distraído que en El guardián
de las mentiras, esta primera salida de Ariela Schmidt, hay más sorpresas y
aciertos novelescos de los que se suele encontrar en una ópera prima.
La asertividad con la que Ariela escribía
su novela, la seguridad con la que avanzaba, me dicen que sabía con lucidez y
claridad lo que quería, y sobre todo que pensó y planeó a conciencia su libro, los
personajes, la trama, y que lo hizo por mucho tiempo. No estamos frente a una
autora accidental o que escribe iluminada por el hechizo de las musas, sino
impulsada por el trabajo arduo y el esfuerzo contra viento y marea.
Es probable que todos llevemos un libro
en el pecho, que todos tengamos una historia que contar, y más aún, una novela.
Puede ser un juego de imaginación, o las vicisitudes de una bisabuela o la saga
familiar en una casa de locos de remate. Pero no todo el mundo tiene las
agallas de sentarse a lidiar con sus fantasmas y sus sueños y sentarse a
escribir ese libro anhelado. Esas historias no escritas son perfectas cuando
las imaginamos, pero dejan con mucha frecuencia dejan de serlo cuando se niegan
a ser escritas como las imaginamos y pierden brillo y fuerza fijas en palabras
en el papel. Por ello encontrar que alguien ha llegado a la meta es motivo de
regocijo y satisfacción.
Todos tenemos un libro que escribir, y el
tema no importa, lo que cuenta es la escritura, la manera de fijar una historia.
Sí, todavía es posible escribir otra novela de amor si el autor sabe encontrar
el perfil de sus personajes, el ambiente en el que se desenvuelven, el lenguaje
que les da vida, la forma de la trama que la impulsa. A todo esto, podríamos
llamarlo sabiduría novelesca, o el arte de escribir novelas.
Ariela ha escrito una novela corta donde
nos muestra su incipiente sabiduría novelesca, su capacidad de escribir una
historia que al final nos deja hambrientos de palabras y con más dudas que
certezas (esto es deseable, y un elogio). Y de eso se trata la buena
literatura: de movernos y conmovernos, de hacernos sentir y pensar, y dejarnos
maltrechos por un tiempo, un tiempo que a veces se extiende por toda la vida. Franz
Kafka dice en una carta de 1904 a su amigo Oskar Pollak: «creo que sólo debemos
leer libros que nos muerdan y nos arañen. Si el libro que estamos leyendo no
nos obliga a despertarnos como un mazazo en el cráneo, ¿para qué molestarnos en
leerlo?»
Todos llevamos al menos una novela en el
pecho. Tal vez (salvo esas excepciones que asombran, Rulfo, por ejemplo) se
empieza a ser novelista con la segunda novela. Una meta que ya no está al
alcance de cualquiera, salvo de los que han hecho del talento un aliado de su
sabiduría novelesca para contar historias.
El
guardián de las mentiras es la historia de Caro,
Carolina, una mujer mexicana, joven y guapa, audaz y sexy, inteligente y libre,
casada con Andrés y madre de dos hijos que no conoce límites y necesita
arriesgarlo todo para sentirse plena y viva. Aburrida de su vida, de su empleo,
de su matrimonio, de su marido (tal vez de Carlos, su hijo; pero no de Ela, su
hija), se muestra adúltera, complicada, lúcida, radical, locuaz: desquiciada:
fuera de quicio. A Caro podría definirla una palabra: transgresión. Sin romper
barreras, su vida no tiene sentido.
Es esta una historia de amor, tal vez,
siempre y cuando sea adúltero y clandestino, siempre en fuga: Me da
miedo que un día te tome la mano y mi corazón siga latiendo con normalidad,
le dice a Kanan, su amante. Kanan es un misterio, no sólo para el lector,
también para Carolina, lo que está claro que es el señor de la mentira. Y la
mentira es uno de los temas que atraviesan la novela. Y sus razones y sus
consecuencias, por supuesto.
Kanan es un santón, un misionero, un predicador,
un actor, un fanfarrón, un impostor. Tal vez una ilusión y un gran misterio. Caro,
no se engaña, se dice a sí misma: Sí,
Kanan es un mentiroso y por eso lo amo. Sus mentiras llenan mi vida de
posibilidades. Sus historias me convencen de que nada es real y que al mismo
tiempo todo lo es.
Los cuatro primeros personajes (Caro y
Andrés, Kanan y Karla, la amiga) tienen perfiles tan claros y definidos, aun en
sus contradicciones, que nos muestran en un espejo novelesco que estamos muy
lejos de ser ese modelo de coherencia y cordura que queremos ver cada mañana
frente al espejo del baño.
Es esta una novela de contrastes. Sobre Santa
Fe, donde vive, dice Caro: es un basurero convertido en oro, y en
esos viajes, sí esta también es una novela de viajes, mostrará la miseria de
los heredados, la pobreza extrema, comunidades de casas sin agua ni drenaje,
sin techo. Las voces y los personajes nos dan cuenta del registro popular, del
pensamiento mágico y la profunda ignorancia frente al discurso culto y
racional. Aparece el lenguaje impúdico, escatológico. Los contrastes revelan,
en su oposición, una visión lúcida y descorazonadora del país.
La vida familiar, la crianza de los
hijos, la escuela de los niños, el muy temprano tedio conyugal, un amor breve e
intenso, desquiciante en su irrealidad, nos incomodan y nos mueven. Y advierto
desde aquí que esta novela es inverosímil, imposible, fuera de las coordenadas
de lo que sucede en este mundo, pero no por ello menos real y menos humano que tantas
historias apegadas a lo ordinario, común y cotidiano. Desde la ironía, el
sarcasmo y la crítica ácida, recursos que Ariela maneja con extrema eficacia,
así como varias técnicas literarias, como puntos de vista contrastantes,
diversos narradores y otras herramientas técnicas, la novela se erige como un
edificio novelesco sólido y relevante en su estructura nada común. El estilo es
directo, cortado, afilado, rudo, de una prosa áspera, que no muestra piedad ni
delicadezas. No hay descripciones, ni metáforas ni comparaciones y ensoñaciones
ni embelesos. Esta escritura es fría y directa, y yo lo agradezco.
Caro es un personaje de una fuerza
extraordinaria. Lúcida y honesta en su cinismo, sabe lo que no quiere en la
vida, y huir de ello pareciera su misión, su razón de ser. Dice, sin engaños: Una puede concentrarse en el gris del
asfalto o el morado de las jacarandas, es cuestión de perspectiva. Tal vez
lo difícil para ella es saber lo que quiere, porque está dispuesta a
dinamitarlo todo.
El personaje de Karla merece una mención
aparte. Este personaje que va de amiga imaginaria o perfecto embuste a la
encarnación del mensajero de Kanan, le da la vuelta a la novela, y nos muestra
la ficción dentro de la ficción. La escena en la que irrumpe en el departamento
de Carolina y Andrés es de antología.
Me pregunto su Ariela ha imaginado a una
mujer de hoy o un ser imposible; me inclino a pensar en la primera opción. En
las películas y los cuentos podemos hacer todo lo que no podemos hacer en la
vida real. La rebeldía de Carolina es uno de los signos de la novela, y la
fuerza destructora que arrasa lo que aparece a su paso.
En una novela, género abierto y sin reglas, pareciera que debe caber todo. Aquí cabe el amor y el desamor, la vida y la muerte, los hijos y el sentido de la vida, la familia y la sociedad, la riqueza y la miseria, la aventura, el viaje, la búsqueda y, quizá, en el fondo, una luz que muestra tenuemente el camino. Es decir, en El guardián de las mentiras se encuentra lo que esperamos de las novelas. Tal vez porque es un texto que genera más preguntas que respuestas, y ese es un motivo para celebrarlo. ▪