14 de septiembre de 2016

Conversar

Borges se asombraba de que en las universidades de los Estados Unidos se impartieran lecciones para aprender a conversar. Le parecían una excentricidad, un rasgo propio del país del pragmatismo, los manuales y los libros de autoayuda.

No se refería a los ejercicios de conversation que practican los estudiantes para el dominio de una lengua extranjera, sino a cursillos para desarrollar los recursos y técnicas necesarios para mantener un diálogo. Después de los buenos días, uno puede preguntarle a una señora por la salud de su marido, sus hijos y el gato. Luego, puede comentar que escuchó en la radio que tal vez llueva por la tarde...

La conversación es tan socrática como la búsqueda de la verdad. Sócrates desdeñaba la escritura porque contribuye a descuidar la memoria y a fiarse de lo escrito; y en la viveza del diálogo, del antiguo arte de conversar, a veces es posible vibrar con las palabras de otro. Alguien puede descubrir su verdad, la que no le había revelado su alma, si tiene la ocasión de celebrar una conversación, si tiene la dicha de tener con quien conversar.

El confesionario y del diván del psicoanalista son sucedáneos, placebos, remedios de segunda mano, sombríos monólogos subordinados a la autoridad, la culpa y el temor, la teología y la clínica y sus libros, la ciencia, la fe y el sufrimiento. Antonio Machado imaginó que quien habla solo espera hablar a Dios un día. Proposición imposible, pues sólo podemos conversar entre pares; para decirlo con Baudelaire, con el semejante, el hermano.

Conversar es el suceso que más nos dignifique como hombres al permitirnos vislumbrar a otro. Pocos momentos más altos que la conversación por la que dos se conocen, se descubren y se comprenden.

En la era de las comunicaciones y la conexión universal, tal vez necesitamos lecciones para aprender a conversar, a expresar pensamientos y emociones. A confiar en alguien para conversar. Montaigne decía que la conversación es «el ejercicio más fructífero y natural de nuestro espíritu», «más dulce que ninguna otra acción de nuestra vida». Y Octavio Paz también la celebra: «La poesía y la matemática son los dos polos extremos del lenguaje. Más allá de ellos no hay nada –el territorio de lo indecible; entre ellos, el territorio inmenso, pero finito, de la conversación.»

Sin embargo, cada día es más difícil conversar. Aislados, ensimismados más que nunca, nos falta el bienhechor, el hombre o la mujer con quien celebrar el rito de la palabra y el conocimiento. Conversar se está volviendo una molestia, un fastidio, una pérdida de tiempo; con frecuencia es un acto inútil porque nadie quiere escuchar a nadie.

Es cierto, tal vez no sabemos conversar (hacerlo exige tiempo, atención, paciencia, comprensión, igualdad de condiciones) pero tampoco queremos aprender y nos empeñamos en no hacerlo. Parece obvio, pero podría ser que no conversemos porque no sabemos hacerlo. La representación de alguien con los audífonos en los oídos y la vista en una pantalla, grande o pequeña, puede ser la imagen exacta de la humanidad de nuestro tiempo.

Lo urgente y necesario, los sucesos de cada día se escriben y se envían con palabras escuetas y abreviadas, en la versión electrónica de un telegrama. El teléfono, que permitía cierta intimidad (se perciben las emociones, la actitud, la calidez o frialdad de una voz y sus matices elocuentes), pronto será una antigualla, y muchas personas ya se niegan a atender las llamadas y sólo responden con mensajes de texto o un emoticón.

Conversar es lo opuesto a dar instrucciones, a enseñar una técnica o un proceso, a dar lecciones o sermones, a difundir chistes, chismes o necedades; conversar tampoco es hacer negocios, buscar acuerdos, platicar o aun ligar.

Conversar es, durante el relámpago, asistir a la realización del otro en sus palabras. Es conocer al otro, descubrir otra posibilidad del ser. La conversación es una condición para la amistad y para el amor. Los que conversan se conocen, se abren, y, por ello, con frecuencia se enamoran. Los que conversan se comunican, se comprenden, se vislumbran.

Conversamos para estar y para ser, y una conversación, vínculo y camino a la otredad, puede ser tan perfecta como un dúo o una sonata para piano y violín.  Al conversar entramos en comunión.

Los que conversan tienen una fuente de satisfacción y conocimiento. Descifran un mundo. Encuentran razones y reflexiones. Los que conversan tienen un vínculo secreto, un puente para el fluir de las palabras.

La clave de la conversación está en la voluntad, en el fluir dialéctico de escuchar y ser escuchado. De explorar juntos  y avanzar, socráticamente, en el conocimiento desde la incertidumbre y la duda. Prestar atención en justa y equitativa correspondencia, con el respeto y la confianza debidos son las condiciones esenciales. El resto, la caminata y el paisaje, el mantel de la sobremesa, la hora callada y la lluvia pueden dar marco al relámpago por el que se rompe el aislamiento del yo, el encierro en uno mismo.

Conversar es celebrar el logos y las palabras del corazón que no se apagan ni se agotan, salamandras que volverán y se fijarán la memoria. Una buena conversación se extiende por siempre. Menos común, la conversación escrita encuentra en la carta, género en desuso, una expresión cuya intensidad se enriquece con el testimonio material: el papel, la tinta y la caligrafía pueden dar testimonio de la presencia de alguien lejano.

La conversación es tan personal, que no es sencillo encontrar un interlocutor, alguien en quien depositar o desahogar nuestras palabras. No es fácil reconocer a la persona con la que abolir en su sentido más profundo el silencio.

Las situaciones límite, las circunstancias extremas, han permitido la amistad y el diálogo, la conversación más intensa de una vida, y sin embargo, cuando esas condiciones desaparecen suele esfumarse la confianza.

Los compañeros de viaje, los marinos, los soldados pueden olvidar a su mejor tertuliano; los presos, en el caso extremo, al abandonar la celda, dejan atrás la experiencia del diálogo intenso, e incluso olvidan o niegan a quien más cerca estuvo de ellos. La conversación, como la amistad y el amor, también es un milagro y un misterio.

Debí de haber conversado más con mi padre. Debí de haberle preguntado más sobre su vida, su infancia y juventud. Pedirle que me contara más sobre mis abuelos y sobre los suyos, de los que nada sé. Ahora podría hacerlo con algunos hombres mayores y sabios que conozco, con mi familia, con mis amigos, pero nos gana lo inmediato, los malentendidos, lo que demanda nuestra atención en el instante, la distancia, lo urgente y lo necesario, lo que solemos llamar la falta de tiempo.

Conversar es incendiar de sentido la palabra y hacerla trascendente. Es descifrar la humanidad en un individuo. Dichosos los que conversan  porque además se conocerán a sí mismos. Dichosos lo que se abren y saltan sobre el abismo oscuro de la profunda soledad.