Es un tema recurrente. Basta que a un escritor le concedan un premio para iniciar una polémica. Las razones para justificar una distinción suelen ser apasionadas antes que literarias, y lo mismo sucede para explicar por qué alguien más no merecía el galardón.
El premio más polémico del mundo es el Nobel, y la institución más denostada (a veces con justicia poética) es la Academia Sueca. Y el autor evocado como víctima del gran agravio casi siempre es Borges.
Cuenta la leyenda que éste decía, con impecable ironía: «Existe una antigua tradición escandinava que consiste en negarle el Nobel a Jorge Luis Borges.» Su nombre, su caso, es inevitable a la hora de comentar el Premio. Hace poco un amigo me explicaba que la Academia sueca considera las opiniones, la filiación política, el apoyo a las causas nobles y justas como un factor decisivo.
No creo que siempre sea así. Pero el hecho de esa posibilidad, de considerar ese motivo debería ser una llamada a la reflexión, a la cordura y la justicia, ahora más que nunca, poética. ¿Quién merece un premio literario? ¿La posición política equivocada de un escritor le quita méritos literarios? ¿Se puede ser un mamarracho y un gran escritor a la vez? Me temo que sí. No creo que Borges haya sido uno, ni un desalmado. Era un grande las letras y fuera de ellas un hombre extraviado, casi en todo lo demás.
El nombre de Borges está más unido al Premio Nobel que el de muchos galardonados que al paso de los años ya nadie recuerda y, peor aún, casi nadie lee. Borges es recordado, discutido y leído. Se ha impuesto rampante a aquella antigua tradición escandinava.
A veces la literatura ofrece las respuestas a las preguntas y dudas que ella misma plantea. Encontrar la página que resolverá el dilema es un misterio del azar, de la asombrosa combinación de elementos que nadie termina nunca de imaginar. Un hallazgo así siempre es una alegría, y una señal, una llamada plena de sentido que es importante compartir. El mensaje es simple, claro y lúcido: los premios literarios deberían ganarlos los grandes autores, sin que sus opiniones políticas, su militancia o condición sean relevantes para distinguir y reconocer su obra.
En «El escritor y el dinero», ensayo breve y delicioso, entre las páginas de Contra los poetas ( Tumbona Ediciones), encuentro estas palabras de Witold Gombrowicz:
«Entre los jurados que, según sus estatutos, deberían tomar en cuenta sólo los verdaderos méritos literarios de una obra, se discuten en público motivos que poco tienen que ver con el arte: "Hay que galardonarlo porque es el turno de América Latina", o porque es pobre, o "porque está viejo y enfermo", o por tal y cual pretexto. Me gustaría saber lo que pasaría si un buen día un abogado entablara un proceso a un jurado en el que al menos algunos de sus miembros hubieran declarado abiertamente que habían concedido el premio por razones políticas, humanitarias, o cualesquiera otras que no tuvieran ninguna relación con sus estatutos. Sospecho que esto provocaría una auténtica catástrofe en cadena: todos los artistas que han sido víctimas de procedimientos semejantes exigirían algún tipo de compensación por los perjuicios que ello les hubiera ocasionado. Pero el público también podría comenzar un proceso: si el premio, que en principio se entiende como la honesta recompensa que recibe un talento genuino, es otorgado en realidad por razones muy distintas, esto significaría simplemente que hemos sido timados.»
Lo escribió con lucidez Gombrowicz, ahora es necesario recordar sus palabras mientras sean necesarias, una y otra vez.