14 de abril de 2013

La despedida matutina de dos amantes

El viernes en la mañana iba al trabajo según las circunstancias: el traje planchado, la camisa blanca inmaculada, peinado a conciencia, impecable el nudo oxford de la corbata. Escuchaba las noticias de la radio. Todavía no eran las ocho. Un taxi se detuvo delante de mí en la Avenida de los Insurgentes. Entonces los vi, eran los enamorados. Él abrió la puerta trasera del taxi, caballeroso, atento. Se volvió y la abrazó como si fuera a perderla para siempre en el momento en que ella se subiera al taxi.

Ella llevaba un vestido color durazno que seguramente no era la mejor opción para una mañana fresca, demasiado corto, con un escote generoso y la espalda descubierta. Llevaba los zapatos de tacón en la mano. La melena estaba del todo revuelta como sólo podría estarlo a fuerza de caricias, el maquillaje seguramente había lucido mejor durante la noche. Él tenía cara de que no comprendía del todo las razones de su dicha y por las que ella se iba. Despeinado, atónito, llevaba una camisa blanca arrugada y mal abotonada por sobre los pantalones negros.

Algún automovilista tocó el claxon. Luego, otros los siguieron, de mala manera. Yo miraba, y comprendí que estaba delante del hecho más importante del día, de un prodigio, de una escena intensa, dulce y pura, que trascendía a los dos protagonistas, digna de insertarse en los anales de las escenas amorosas callejeras.
Aquellos dos se besaban y se volvían a besar en un beso que podría no haber concluido nunca. Se abrazaban como si se aferraran a un madero en medio del mar. Una noche puede parecer una eternidad, pero la desolación del otro día puede ser infinita.

Aquellos dos se abrazaban y se besaban como si en ello les fuera la vida, deseando fundirse en uno en ese acto, como si tuvieran la amarga certeza de que no volverían a verse nunca. Las manos iban del pelo a la cintura, del cuello al rostro, de arriba abajo. Se besaban las bocas y los ojos, las mejillas, los cuellos, las manos.

El taxi aguardaba, los automovilistas tocaban el claxon cada vez con más rabia y furia. Yo miraba, sólo miraba el prodigio de la escena como epifanía que se me había concedido presenciar. Empecé a imaginar historias. Condiciones, situaciones, circunstancias, las razones y las sinrazones... Luego, en algún momento después de las ocho, se separaron. Ella subió por fin al taxi. El taxi partió hacia el norte por la Avenida de los Insurgentes.

Él se quedó ahí, en la acera, en esa esquina, con una mano que hacía un gesto de despedida o lamento. Me hice preguntas que me repetí toda la mañana en la oficina. ¿Quiénes eran? Ella, ¿adónde iba, adónde volvía, de mañana, despeinada, con el maquillaje estropeado, con ese vestido durazno, cubierta de besos y con los zapatos en la mano?