El 9 de febrero de 1913 murió el
general Bernardo Reyes en una carga de caballería contra el Palacio Nacional.
Fue el inicio de los sucesos de la llamada Decena Trágica. Al final de ese
pasaje tan oscuro y vergonzoso fue consumado el golpe de Estado y asesinado el
presidente Ignacio I. Madero.
Los hechos de ese día, de esos diez
días, con sus múltiples significados, que van del heroísmo a la vileza, de la
traición abyecta a la lucha por la legalidad y la justicia, del asesinato vil e
ignominioso al idealismo y la búsqueda de la instauración del ideario personal,
de la lucha entre los caudillos a la lucha por la instauración del Estado de
Derecho, quizá muestran nuestras más profundas contradicciones y nuestro
idiosincrasia para hacer política; tal vez con los hechos de esos días podría
cifrarse una lección profunda y decisiva de nuestra historia, de nuestra manera
de estar en el mundo.
Ese día fue nefasto para el país, y
para Alfonso Reyes, que perdió a su padre. Ese día quedó señalado como una
fecha clave en la historia y en la vocación y la trayectoria de don Alfonso,
faro perenne, lúcido y deslumbrante de nuestras letras. Su obra entera, nos
recuerda Jesús Silva Herzog-Márquez en un oportuno apunte, encuentra su razón
de ser, su origen y motivo en esa fecha.
«Fue la tragedia del cuerpo
ensangrentado de su padre lo que marcó el compromiso excéntrico con su patria,
su idea de la cultura como salvación, su fe en la civilización, su fe en la
civilización como esperanza de convivir. Un sentido del deber que no se
subordina a la pedestre exigencia de la política, sino que se planta afuera,
antes de ella: en el deber de volver hospitalaria la tierra nuestra, tan
agreste y tan hostil.» No puedo imaginarme un fin más noble.
La "Oración del 9 de
febrero" (Memorias. Obras Completas, Tomo XXIV), compuesta en
Buenos Aires en 1930, nos dice el erudito José Luis Martínez, y terminada el
día que el general Reyes había de cumplir sus ochenta años, diecisiete años
después de los acontecimientos de 1913, nunca fue publicada por Reyes. Si bien
esa fecha lo marcó para bien y para mal, «esa fecha terrible, inmensamente
dolorosa de su parto moral, de su verdadero nacimiento intelectual», dice
Silva Herzog-Márquez.
Es posible que así haya sido. Reyes,
maestro en la mesura y la precisión, señor de la decencia y la prudencia,
modelo apolíneo de la pulcritud y del pudor, por no hablar de la sabiduría y la
sintaxis, en la "Oración del 9 de febrero", escrita en memoria de su padre, se muestra hombre, huérfano lúcido
y dolido de cuerpo entero.
«Junto a él no se deseaba más
que estar a su lado. Lejos de él, casi bastaba recordar para sentir el calor de
su presencia», dice Reyes, y reconoce claramente las distancias y diferencias: «Él me llevaba más de cuarenta años, y se había formado en el romanticismo
tardío de nuestra América. Él era soldado y gobernante. Yo iba para
literato».
La muerte del general fue «una
violenta intromisión de la metralla en la vida y no el término previsible y
paulatinamente aceptado de un acabamiento biológico. Esto dio a su muerte no sé
qué aire de grosería cosmogónica, de afrenta material contra las intenciones de
la creación. Mi natural dolor se hizo todavía más horrible por haber
sobrevenido aquella muerte en medio de circunstancias singularmente patéticas y
sangrientas, que no sólo interesaban a una familia, sino a todo un pueblo [...]
Por las heridas de su cuerpo, parece que empezó a desangrarse para muchos años,
toda la patria».
Si el padre, su muerte y su ausencia
son un tema recurrente en la literatura mexicana, la "Oración del 9 de
febrero" es un texto indispensable de esa lista imaginaria y sus antologías resultantes. Tal vez el peso de la Historia, la circunstancia trágica y su peso
en la vida nacional, hayan hecho de la muerte del general Bernardo Reyes un
tema de historiadores y cronistas, pero este texto, lo devuelve a los lectores
de un siglo después, al terreno pleno de la literatura.
Reyes lo sabía: «La literatura puede ser
citada como testigo ante el tribunal de la historia o del derecho, como
testimonio del filósofo, como cuerpo de experimentación del sabio».
Entonces alcanza su dimensión cabal su dolor filial: «[...] sufro porque
presiento al considerar la historia de mi padre, una oscura equivocación en la
relojería moral de nuestro mundo; me desespera, ante el hecho consumado que es
toda tumba, el pensar que el saldo generoso de una existencia rica y plena no
basta a compensar y a llenar el vacío de un solo segundo».
Un siglo después todo está intacto.
La historia, la violencia, el dolor del hijo, la oscura equivocación en la
relojería moral de nuestro mundo.
Reyes, el viejo abuelo, cuya obra es
una caja de infinitas sorpresas, nos sigue alumbrando el camino, nos sigue
dando lecciones.