Un prolífico escritor y profesor en una universidad de Europa central, con el que me gusta conversar cuando vuelve de vacaciones, me ha contado algo que me sorprendió. Yo sabía que él ha sido varias veces becario del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes para escribir sus obras de creación y sus ensayos académicos, pero no sabía que también ha sido jurado del mismo Fondo.
Le pregunté cómo era posible esa doble condición, y, sobre todo, qué difícil debería ser elegir, darle el voto a alguien, entre decenas y tal vez cientos de aspirantes. Su respuesta fue contundente:
—No. Seleccionar a un becario es muy fácil. Le doy mi voto al que tiene más producción. Al que ha escrito más. Sin duda es el más comprometido y el que mejor aprovechará la beca.
Nunca hubiera pensado que el número de palabras, de cuartillas o de libros sería el factor determinante para favorecer un proyecto literario. Yo hubiera pensado en el talento, en la calidad, en la originalidad, en la creatividad, en la innovación como factores decisivos. Por algo no soy jurado del Fondo.
Recordé a mi amigo cuando encontré que su opinión coincide con la de un enorme escritor que ha vuelto de un olvido casi unánime, ya que su reaparición editorial parece, más que un regreso, una resurrección después de una muerte literaria de varios decenios: Stefan Zweig.
Zweig en el prólogo de un libro de ensayos [Tres maestros (Balzac, Dickens, Dostoievksi); Acantilado] dice más o menos lo mismo. Reconoce en esos tres autores a los verdaderos novelistas europeos del siglo XIX. Admite que no pretende «en absoluto ignorar la grandeza de ciertas obras de Goethe, Gottfried Keller, Stendhal, Flaubert, Tolstói, Victor Hugo y otros, algunos de cuyas novelas, tomadas por separado, superan a veces en mucho a las de Balzac y Dickens».
Menos mal que les reconoce algún mérito, pero Zweig se siente obligado a «aclarar explícitamente su profunda y firme convicción de que existe una diferencia entre el autor de una novela y el novelista. Novelista, en el sentido más elevado de la palabra, sólo lo es el genio enciclopédico, el artista universal que —aquí la extensión de la obra y la plétora de personajes se convierten en argumento— construye todo un cosmos, que junto al mundo terrenal crea el suyo propio con su propios modelos, sus propias leyes de gravitación y su propio firmamento.» (Nótese que Tolstói no alcanza la categoría de novelista.)
Para ser novelista, según Zweig, hace falta un mundo literario propio, una larga serie de novelas, miles de páginas que muestren, reconstruyan, imiten, reflejen una sociedad, o mejor aún, un universo propio, paralelo, que no se somete a las leyes y características de nuestro mundo. Así, para él, tal vez sería novelista J. R. R. Tolkien, y Virginia Woolf o James Joyce sólo autores de novelas. En México, el único que calificaría como novelista en esa clasificación regida por la «extensión de la obra y la plétora de personajes» sería, tal vez, Carlos Fuentes.
Yo no sé si el profesor amigo mío y el gran Zweig extenderían su criterio a la poesía. En ese caso, Walt Whitman y Pablo Neruda serían becarios, seguro, pero no Salomón y San Juan de la Cruz. El dictamen correspondiente podría decir: «Si bien el Cantar de los cantares es una obra con notables aciertos y no exenta de méritos, la escasa producción del autor no garantiza ni justifica un estímulo pecuniario, y menos aún si consideramos que seguramente esa segunda obra, de realizarse, no alcanzaría los mejores momentos eróticos de su opera prima.»
«Y la producción del señor De la Cruz es tan escasa como oscura, permeada de un misticismo tan obsesivo y repetitivo que no cabe lugar a dudas de que no escribirá mucho más. Es un poeta de cierta calidad que revela un agotamiento y el fin de su producción, tan breve y lírica como alucinada y fantasiosa.»
Tal vez el que más escribe (y más publica) es el que más trabaja. Pero aún así tengo la vaga impresión de que calidad no es lo mismo que cantidad. Entre nosotros es casi unánime (y el casi casi sobra) la opinión o juicio inapelable de que la mejor novela mexicana es Pedro Páramo (no es del todo imposible que un fundamentalista de ese opinión tenga la ocurrencia de proponer a la Nación elevarla a la mismísima Constitución y considerar su lectura como el primero de los derechos culturales).
Está claro que Juan Rulfo no es un novelista según el criterio de Zweig. Esta tarde de lluvia he sonreído al imaginar lo que le podrían decir a Rulfo, en un juego absurdo, fuera del tiempo y la historia, si se presentara como aspirante a becario del Fondo para escribir una novela, según ese criterio:
—Señor Rulfo, usted no es novelista, es el autor de una novela. «Aquí la extensión de la obra y la plétora de personajes se convierten en argumento.» Además, cómo se le ocurre pedir una beca si en toda una vida además de su novela de doscientas páginas sólo ha escrito un librito de cuentos? Demasiado poco. ¿Sería usted capaz de ponerse a escribir y realizar una obra de al menos unas tres mil páginas, más o menos de un millón de palabras?
La respuesta es obvia. Rulfo y Gorostiza y Arreola, entre otros maestros de la brevedad y el silencio, no serían becarios.