Una a una llegaban al restaurante y se dirigían a la gran mesa que tenían reservada. Algunas anunciaban su presencia con voces y gestos desde la puerta. Alguien podría pensar en una representación, en actrices tomando su lugar en el escenario. Algunas venían del gimnasio, derrochando energía, con ropa deportiva y el cabello sujeto de cualquier modo. Otras se habían vestido y acicalado para una fiesta matutina, y no faltaban las que en su arreglo revelaban que sólo habían ido a un desayuno.
Las amigas se reunían para celebrar un cumpleaños. Una a una cumplieron el rito de abrazas y felicitar a la festejada, pero también abrazaron y besaron a todas las demás. Conforme llegaban aumentaba el movimiento, las voces, los gritos, las risas.
Hablaban con un derroche de entusiasmo, con una alegría que podría parecer incomprensible, pero que en esa gran mesa emanaba y fluía. Nunca antes los jugos de frutas (toronja, zanahoria y naranja) habían sido tan estimulantes, y tal vez también tenían propiedades mágicas el café y el té, o tal vez fue el picor de los chilaquiles o la salsa de los huevos estrellados. La risa y la emoción venían de la risa y la emoción y generaban más risas y emociones.
Oírlas era un espectáculo, un acontecimiento digno de atención. Eran doce mujeres felices de convivir y conversar. El desayuno y el cumpleaños eran la coartada perfecta para hablar y hablar. Se decían «amiga» unas a otras, y en algún momento, en el punto más alto de su encuentro, es posible que celebraran siete, ocho o nueve monólogos al mismo tiempo, en una polifonía que hubiera dejado mudo a Mozart. Eran muchas voces al mismo tiempo, simultáneas, intensas, sin fin, de un lado a otro de la mesa, que pareciera reducían a un ordinario balbuceo el sexteto de Las bodas de Fígaro.
¿Cómo se entendían si hablaban todas al mismo tiempo? ¿Podían escuchar mientras hablaban? ¿Qué tanto tenían que decirse? ¿Cuánto podría durar su festejo con esa intensidad? Hablaban como si nunca más volverían a verse, pero esos desayunos son frecuentes y suelen extenderse por horas hasta que tengan que recoger a sus hijos en la escuela o atender otras obligaciones.
Tuve que irme mucho antes de que partieran el gran pastel (tal vez entonces dejaron de hablar y cantaron "Las mañanitas" o "Feliz cumpleaños" todas juntas a una sola voz). Me fui con la sensación de haber presenciado una experiencia colectiva de la amistad y la alegría, de la risa, de las emociones a flor de piel, pero sobre todo de haber asistido a una fiesta de la palabra. Aquellas mujeres, para mi asombro, hablaban y hablaban como si respiraran, constantes e infatigables. Somos nuestras palabras. Descubrí que no sólo hablamos para comunicarnos, y que el arte de hablar así es femenino. La facultad y el ejercicio del habla es una de las formas del Ser.