Ha vuelto a temblar. En la madrugada la alarma sísmica algo tiene de onírico, pareciera que viene del fondo del sueño y es fácil confundirla con el canto de las ballenas, con el mugido herido del monstruo invisible de una pesadilla, o con la alarma antiaérea que anuncia un inminente bombardeo en las películas de guerra.
En medio de la noche, la alarma sísmica es en sí misma el canto de una pesadilla anunciada que comenzará dentro de cuarenta y cinco segundos, cuando se sienta el chicotazo inicial desatado por la descomunal fuerza telúrica, sobrehumana, que nos hace sentir tan frágiles, tan pequeños y tan vulnerables.
La alarma sísmica, si ha sonado, nos saca del sueño y nos arroja a la pesadilla con los ojos abiertos, y antes de despertar del todo surgen las preguntas: ¿cuánto va a durar?, ¿de qué magnitud será este sismo?, ¿cuántos daños va a provocar?
Es el momento de levantar a la familia, de reunirse en un sitio seguro o bajo el marco de una puerta, de esperar a que comience la danza de la casa. Es el momento de decir palabras de aliento, de mantener la calma, de aceptar con estoicismo lo que viene, como dicen con impecable sencillez dos versos de Louis Aragon: Les choses vont comme elles vont / De temps en temps la terre tremble.
Hace años una cancioncilla pegajosa y tropical preguntaba «¿dónde te agarró el temblor?», y si no hay derrumbes y daños los vecinos en pijama y envueltos en sarapes salen a la calle y se consuelan y conviven como suelen hacerlo en los velorios por muchas horas y algunos se niegan a volver a su casa por temor a las posibles réplicas del temblor, es decir otro temblor. Y si hay daños o vidas que lamentar comienza la crónica de otra tragedia y las heroicas labores de rescate.
Ha vuelto a temblar y leo en un periódico una inquietud por esta «temporada de alta sismicidad» (sic), porque según algunos «es evidente que está temblando con más frecuencia o intensidad que antes». Y alarmistas profesionales «dicen que la actividad del Cinturón de Fuego permite predecir que se 'avecina' una catástrofe».
La actividad sísmica no va al alza ni aumenta la magnitud de los temblores, aunque parece que acabarán por sacudir la política. Gracias a que un candidato presidencial ha propuesto un «registro nacional de necesidades de cada persona» (sic) en el que los ciudadanos inscriban sus peticiones, no ha faltado quien solicite a las autoridades, atentamente, que deje de temblar, y alguien más se conforma, con modestia, a que no tiemble de noche.
(El candidato que en un golpe de audacia o sinrazón prometa prohibir los temblores por ley y por decreto, sin duda generará un terremoto mediático, político y social que podría llevarlo en volandas a la mismísima silla presidencial.)
Pero nada de esto se compara con la explicación que escuché en un autobús. Un tipo con cara de burócrata de la más oscura oficina, de bigote recortado y cabello corto, parecía instalado en eso que llamamos realidad como cualquier otro pasajero, pero pertenecía a la estirpe de esos piantados, locos o idos con discursos desquiciados de los que habla Cortázar en Rayuela. El del autobús era un hermano de Ceferino Piriz o el licenciado Juan Cuevas. Dijo el chiflado con absoluta seriedad:
«Los gringos llevan décadas acumulando energía, y cuando tienen demasiada la concentran y la suben con una máquina fantástica a un satélite y desde ahí, ¡zas!, descerrajan un rayo láser poderosísimo que impacta la Tierra y genera un terremoto. Y eso lo hacen a cada rato, por toda la energía que acumulan. Los gringos están provocando los temblores, ellos nos echan sus rayos. Por supuesto, todo esto puede consultarse en internet, aunque es una tecnología secreta pero un periodista subió la información. Por eso hay tantos temblores, y luego les sale mal y el rayo quema los bosques, acaba de pasar en California, desde el satélite secreto viene el rayo y ¡zas!...»
Me arrepiento de haberme bajado del autobús. Debí escuchar hasta el final el discurso. Es una pena. Tal vez me fui por temor al desencanto, por enfrentarme a la cruda y pura verdad del rayo sísmico. Y yo que pensaba que los poetas saben lo que dicen porque son sabios y videntes y recrean el mundo. Y yo que creía, con Louis Aragon, poeta, ingenua y simplemente, que las cosas son como son y de vez en cuando la tierra tiembla.