25 de enero de 2016

Músicos callejeros

Van por la ciudad, a pie, de un lado a otro, solos o en pequeños grupos. Van por la ciudad, tan dura, tan dura y ruda y ruidosa, en la que todo el mundo tiene prisa. Rolando Villazón siempre les da unas monedas, y cuando en alguno de ellos encuentra cierto talento o gracia que llame su atención, le deja todas las monedas y algún billete. Se reconoce entre ellos, los considera colegas que no trabajan en los grandes teatros.

Por Rolando comencé a prestarles atención. Son desempleados, marginados, algunos miserables, pero también son músicos; son músicos informales que se ganan la vida tocando en las calles. A veces se detienen en las grandes avenidas, en las que su música casi no se escucha, otras se adentran en calles secundarias, en zonas residenciales, en las que quizá algunos vecinos se detienen a escucharlos.

En el metro, no es difícil encontrar y sufrir los sonidos zafios y chillantes, distorsionados, de aparatos y mecanismos que con frecuencia lleva un ciego. También hay músicos, muchachos, cuya juventud se adivina, antes de verlos, sólo al escuchar sus guitarras y las canciones que entonan, a veces acompañados de una flauta o un pandero.

También hay tríos que cantan boleros por una cuota fija, y siempre me han parecido, a plena luz del sol, prófugos de un cabaret como los que salían en las películas viejas, siempre listos para una anacrónica serenata.

En la ciudad circulan pequeñas bandas nómadas, que en alguna esquina aturden con instrumentos de aliento destemplados y tambores que casi siempre pierden el ritmo. Tocan música de banda, pero también norteña, rancheras.

Menos frecuentes, pero también es posible encontrar indios que en cuclillas tocan en un pequeño acordeón música que no se parece a ninguna otra, con frecuencia acompañados de niños que recogen en un bote. Entre ellos hablan en alguna de las tantas lenguas americanas que no conozco ni reconozco, pero basta ver su condición, su extrañeza, para comprender que la ciudad les es particularmente hostil.

Entre los músicos callejeros, me intrigan los organilleros o cilindreros, a los que recuerdo desde mi infancia. Recorrían mi barrio con frecuencia, eran parte de la vida de las calles en las que crecí. Todavía no es difícil encontrarlos en plazas públicas, en parques y sitios muy concurridos. Ellos tocan el organillo o cilindro, una caja grande, muy pesada, decorada que reproduce melodías mientras le dan vuelta con parsimonia a una manivela.

Los organillos o cilindros son un invento del siglo XIX. Y algunos de los que aún circulan por la ciudad deben tener más de un siglo. Son máquinas alemanas, antes que instrumentos, que se sostienen en una única pata de palo,  en un poste que se enrolla en una cinta de cuero y los cilindreros se echan a la espalda.

Algo tiene de penitencia ese oficio. Ir a pie por la gran ciudad, que los automóviles arrancaron a los viandantes, con esa carga debe responder a algo más, a un apostolado. Los cilindreros van uniformados de color caqui, llevan pantalón y camisa de manga larga y gorra, que se quitan ceremoniosos y extienden para recibir las monedas. Suelen ser amables, atentos y van limpios. Con frecuencia van en grupos de dos o tres, casi siempre hombres pero en fechas recientes he visto mujeres.

Me inquieta esa persistencia, esa cofradía uniformada que se empeña en mantener una tradición, un rasgo urbano, una manifestación cultural que hace mucho podría haber desaparecido. Son respetados y apreciados; mucha gente les da monedas aun sin escucharlos, en reconocimiento a esa constancia a toda prueba que exhibe, por todos nosotros, su condición de sísifos, a la vez urbanos, anacrónicos y contemporáneos. Hay en ese oficio un motivo secreto, una satisfacción oculta, una entrega y una vocación que espero sea grata a los ojos (y los oídos) de Apolo.

El sonido de su cilindro, verdadera caja de música es inconfundible, y el número de las melodías es tan limitado que siempre pareciera ser la misma. No hay arte ni talento en dar vuelta a una manivela, sino en el empeño contumaz de mantener vivo y vigente ese instrumento, en cargarlo con verdadero esfuerzo y tal vez sufrimiento, como si fuera una de esas mandas que se imponen los hombres de fe católica para expiar una culpa.

 Me gusta pensar que su oficio los libera y les ofrece una recompensa que escapa a mi asombro y mi imaginación. Me gusta pensar que su permanencia -aunque los viandantes pasen sin detenerse a su lado, sin dejarles una moneda, atentos a la música que escuchan en sus audífonos y que proviene de una pequeña caja que cabe en un bolsillo-, es una presencia triste, el rasgo de un mundo desaparecido, ya absurdo, pero a la vez melódico y pleno de nostalgia y de sentido.