Ocupé la mayor parte de la mañana en redactar una carta en la oficina. Había que buscar un equilibrio entre algo así como valoramos y consideramos sus apreciables servicios, pero por las razones presupuestarias que usted conoce no le renovaremos su contrato. Por supuesto, la redacción y los términos que sugería el borrador hecho en una oscura oficina de Administración eran un atentado a una prosa con un mínimo de decencia y corrección.
«La sencillez y la sobriedad son el alfa y omega del estilo», me decía y citaba una vez más el viejo adagio. En la tercera o cuarta versión de la carta me acordé de lo que decía el profesor Gonzalo Celorio: «Para un escritor no hay nada más difícil que escribir, y esto es válido para cualquier texto, un poema o una novela», seguramente a partir de una cita de Thomas Mann: «Un escritor es un hombre que, más que cualquier otro, es de la opinión que resulta difícil escribir.»
Para nadie es más difícil escribir. Lo cual no equivale a que nadie sufre más que un matemático para calcular, y el diseño de un puente no necesariamente debe ser casi una misión imposible para un ingeniero, aunque nadie sabe más de las cuitas de hornear pan que un panadero... Sucede que todos hablamos y todos escribimos: las palabras son comunes a todos, pero escribir una carta con corrección ya es otra cosa.
Por supuesto, en esta aparente contradicción o situación absurda, el profesor Celorio tiene razón. ¿Quién va a sufrir más con un párrafo que un escritor, que sabe y conoce de qué adolece esa carta, el poema o cierta escritura? ¿Alguien más puede reparar en las imprecisiones y torpezas, en los errores gramaticales, en las ambigüedades, en los lugares comunes, en las rimas involuntarias y las cacofonías?
Celorio daba el caso de un recado doméstico a su cocinera. Una mañana podía dejar sobre la mesa de la cocina un hoja con estas palabras: «Juana, porque tengo una junta muy importante en la oficina, hoy no vendré a comer.» Listo. Entonces se preguntaba: ¿Por qué tengo que darle explicaciones a Juana? Entonces hay que tirar la hoja y tomar otra: «Juana, no vendré a comer.» Listo.
Esta le parecía una nota muy seca y dura. Juana podría pensar que no me gusta su comida, pensaba el profesor. Entonces consideraba escribir: «Juana, aunque me gusta mucho la comidas que preparas, hoy lamentablemente tengo cosas que hacer y no podré gozar de tus guisos». No, otra vez demasiada información, y un tanto melosa; un exceso. Etcétera. Podría redactar otras cinco o seis versiones. Pareciera una misión imposible escribir el recado justo y exacto, por no mencionar aquí los problemas de una novela.
¿Las dificultades de la carta que me costó media mañana escribirla eran de fondo o de forma? ¿De lenguaje? ¿De cortesía? ¿Políticas o gramáticas? Por supuesto quedó muy bien, pero tuve que batallar mucho. Acabé exhausto. Al terminar, me sentí como si hubiera escrito un párrafo proustiano, y quedé tan satisfecho que me convencí de que podría redactar el recado perfecto para Juana, la cocinera.