De niño iba al parque por la calle de Tamaulipas, y en el
camino saludaba al tendero, al electricista, al carnicero (al que mi abuela siempre
le debía dinero), al peluquero (en cada visita evocaba a mi abuelo). Entonces la Condesa era una colonia
apacible, arbolada, silenciosa, con un aire de quietud ligeramente rancio y
aristocrático, de familias de clase media orgullosas de su linaje que vivían en
casas de dos plantas y edificios no muy altos de departamentos, con comercios
pequeños, modestos, de barrio. En cine Lido (donde ahora hay una librería del
Fondo de Cultura Económica), luego cambió a Bella Época, vi antes de tiempo Doctor Zhivago, y en su vestíbulo, rojo
y decadente, no era difícil encontrar a vecinos y conocidos.
Si bien la especulación inmobiliaria no ha acabado del todo
con la colonia Condesa, la de hoy, atestada de edificios de oficinas y sobre
todo de restaurantes y bares y sitios indefinidos y temibles, poco conserva de
la que viví de niño.
En el parque de mi infancia cumplí el rito obligado de
pasear en el minúsculo autobús, reproducción a escala de los que entonces circulaban
por las calles, en el que seis niños éramos paseados a fuerza de músculo por
los senderos (esos vehículos, toda una tradición en el parque, son un negocio
familiar que aún existe: mi hija también fue pasajera de ese autobús).
En el parque México me despedí para siempre de mi infancia cuando
conversé un momento, por única vez en mi vida, con Deborah, una chica de mi
edad de cabello castaño y ojos verdes por la que estuve dispuesto a convertirme
y aprender yiddish. Era un sábado a media tarde; nunca, nunca más volví a
verla.
Sin demasiada nostalgia y sin pensar que antes era mejor, no
puedo dejar de advertir que en el Parque México las cosas no han cambiado para
bien. Está seco, degradado, descuidado, sucio. En una orilla del estanque de
los patos se acumula basura y el agua estancada hiede. El césped, las plantas,
los árboles están abandonados, sin atención. Pareciera que no los riegan y las
fuentes no tienen agua.
En la zona de rocas (que fueron fuentes) que da a la Avenida Sonora ,
pululan muchísimos perros, que se bañan en la escasa agua, sucia, recogen las
pelotas que les lanzan sus dueños y son entrenados en un área extensa, con lo
que le han arrebatado una parte del parque a los niños, y no sólo eso, son un
peligro latente para éstos.
Ahora muchas más personas visitan el parque, y sus actividades
y origen son muy diversos. La
Condesa es una colonia en la que viven muchos artistas e
intelectuales, por lo que no es difícil encontrar en el parque a un cineasta
célebre (uno que se enfada y hace berrinches que se publican en los diarios si no le dan premios internacionales),
más de tres poetas, cinco novelistas, siete modelos, doce actores, quince
actrices, muchísimos músicos, pintores, artistas gráficos, visuales, sonoros y toda
clase de lunáticos; como se ve, el parque es cosmopolita y su fauna y su flora son muy
diversas.
Un fin de semana, además de los paseantes, familias,
parejas, padres con sus hijos, en el ágora muchachos (y no tan muchachos) juegan
futbol; ahí mismo, otros van en patines o patineta o bicicleta y no faltan los
corredores que se ejercitan y aun los que se entrenan para un maratón. Pero lo más llamativo son las
hordas que tan tomado el parque. Una se entrena en el hula-hula con fines
circenses. Otra en corro, la supongo brasileña, practica con mucho éxito de público la caporeira, con movimientos
rítmicos y la monotonía de sus berimbaus, panderetas, raspadores, campanas y
tambores. Exiliados de Mar del Plata bailan con morriña y dan clases de tango y
milonga con un equipo de música casero. Otros cantan canciones de Silvio
Rodríguez acompañados de una guitarra mal afinada, otros ensayan lo que cantarán en una
misa. Y todo ello, en el corazón del parque, en unos cuantos cientos de metros cuadrados.
En una carpa mal puesta se instalan militantes de un partido
político que prometen el paraíso a los ciudadanos que se afilien en ese
momento. Chicos y chicas entusiastas piden la firma para alguna causa, no muy
lejos de donde un grupo de personas con evidente sobrepeso saltan, se agitan y
se esfuerzan al ritmo del silbato de un instructor.
Los ancianos y los enamorados han sido expulsados de las bancas,
los comerciantes y proveedores de diversos servicios se han adueñado de ellas y
del techo cuelgan sus mercancías, otros se extienden por el piso. Unos venden
botanas, correas, suéteres, bozales, escudillas y cepillos para perros. Otros ofrecen pinturas,
papel, pinceles y lápices de colores para que los niños pinten y dibujen en
pequeños caballetes y mesas. Las señoras hacen manualidades y artesanías,
decoran cerámica y piezas de barro. He visto quiroprácticos que ofrecen en medio
parque soluciones y milagros sin pasar por el quirófano. Otros por unos pesos toman la presión arterial y ofrecen
consejos de salud. También están los magos, los charlatanes, los videntes, la
bruja de la quiromancia y la que ofrece limpias contra embrujos.
No es difícil encontrar a un círculo que practica un canto
espiritual, a una asamblea de los miembros de alguna cofradía no identificada y
sospechosa. No faltan los que meditan sentados y otros lo hacen andando, y no faltan los que se ejercitan en el yoga de la risa. Un poco más allá operan los filatelistas y los grupos de boys
scouts hacen lo suyo, sus juegos y ejercicios y formaciones entre gente que
pasea por el parque y ecologistas que invitan a salvar la Tierra y agentes de
asociaciones protectores de animales que ofrecen en adopción un cachorro que
llevan en las manos.
También está el predicador de la palabra del Señor, el que ofrece
la salvación y muestra el camino. También he visto ecologistas radicales y
mítines políticos y el círculo de los expertos en Tai Chi y otras artes
marciales (algunos con armas blancas), y no falta el grupo en apariencia espontáneo que baila Harlem Shake y el club de los adoradores de
Michael Jackson que aspiran alcanzar un estado superior del espíritu al practicar todos
juntos las coreografías de su ídolo.
No falta el colchón
neumático para que brinquen los niños más pequeños ni los que rentan pequeños y
no tan pequeños coches eléctricos cuyos conductores aún no han ingresado a la escuela
primaria pero ya arrollan a los viandantes, sobre todo a las ancianas. También pasan a toda velocidad los derrochadores de energía con patines y es posible rentar una bicicleta para ir por senderos saturados además con vehículos
familiares, de cuatro ruedas y pedales.
De pronto se oye una quena y luego un tambor frenético, más
tarde un tango o un bolero y los gritos salvajes de guerreros y los cantos
piadosos. No faltan los vendedores de golosinas y palanquetas, almendras
garapiñadas, cacahuates tostados, salados y enchilados, pepitas de calabaza,
pistachos y garbanzos, algodones de azúcar, de palomitas (que también son
compartidas con los patos), de papás fritas y chicharrones, vasos de plástico y conos de papel con trozos
de mango, pepino, naranja y jícama con chile y sal, de hot-dogs, hamburguesas y
refrescos. No faltan los globos para niños de todas formas y colores y los juguetes
baratos de plástico, de disfraces (para perros y para niños), de piezas de barro,
de carpetitas tejidas por tías solteronas para centro de mesa, diversas piezas de macramé y hasta vendedores de muebles de madera de dudosa calidad.
Un domingo uno puede encontrar un mercadillo, una fiesta cívica,
patriotas que celebran una fiesta nacional, los hinchas de un equipo de futbol
celebrando una victoria, una muestra gastronómica de la República Checa
o una feria del libro. En el parque se puede practicar el arte de conversar en
varias lenguas (yo estuve a punto de aprender yiddish) y encontrar gente de muchos
países y muchas formas de vida. Son muchas y diversas las tribus y hordas del parque, más de que podría imaginar y la lista de las que menciono está muy lejos de ser exhaustiva.
Una tarde, un
poco cansado de tantas emociones y encuentros inesperados, harto de tanto ruido
y tanto grito y de tantas sorpresas, de la caca de perros de dueños inciviles y
la sensación de ir no por un parque sino por el patio de un manicomio, me
refugié en la biblioteca que está en una esquina, a un lado de la estatua del
general San Martín. La sala estaba casi vacía. Al fin tendría un poco de paz,
podía entregarme sin reservas al placer de la lectura. De pronto, una mujer de
voz chillona, de profesión docente y vocación castrense, comenzó a gritar para ¿educar?,
y dar instrucciones a un grupo de niños. Gritó y gritó y no dejó de gritar. Adiós
lectura en paz. ¿No eran las bibliotecas un lugar sin ruidos y dedicado a la
lectura en silencio?
Me sentí expulsado del paraíso. Como sabía Quevedo, no encontré a Roma en Roma. El parque ya no es el remanso
de paz y fuente de alegría de mi infancia. Para consolarme, crucé la Avenida México y me senté a una
de las mesas en la acera de un café. Pedí agua mineral y un exprés doble que resultó bastante bueno. No todo estaba perdido, tenía además un libro y un poco de sosiego y mis recuerdos y una vista magnífica al lado oriente del parque
México.