Fiel a sí mismo, se pintaba de cuerpo entero en cada novela, en cada cuento, en cada artículo y en cada ensayo, en cada conferencia, en cada opinión que publicaban los revistas y los diarios. Pareciera que siempre fue el mismo, el que desde siempre lo había visto todo y lo había leído todo y viajado por todas partes.
Lo sabía todo y desde siempre se entrevistaba con jefes de Estado y artistas, con estrellas de Hollywood y líderes sociales. Era el mexicano universal, el hombre de letras y de mundo, el escritor y intelectual cosmopolita.
Desde siempre, sus juicios y comentarios fueron lúcidos, inteligentes, provocadores, con frecuencia incómodos. Tardé muchos años en reconocer su maestría y las virtudes de su prosa. Sus libros, por ese estilo cortado, a veces rudo, directo, señalaban un camino en la estética y el lenguaje que no es el mío. Desdeñar su literatura fue una moda y un gesto tan común que darlo por leído sin leerlo, que juzgarlo a priori era la conclusión y el último argumento.
Sin embargo, libro a libro, poco a poco, aprendí a comprender su mirada lúcida sobre México. Poco a poco, con los años y las lecturas, aprendí a leerlo y escucharlo con respeto. Hace muchos años, el día que le extendí mi ejemplar de Terra nostra para que lo firmara (en realidad entonces no era mío sino de mi padre) me dijo: "Ya lo leíste". Me miró y antes de que yo respondiera me dijo: "Sé que vas a hacerlo".
Al puñado de libros que sobrevivirán a la devastación del tiempo, sumo su lección intelectual, su integridad, su ejemplar dedicación a su oficio y su voluntad de sobreponerse a los infortunios de su vida. Ya no podré dejar de leerlo y esta noche empezaré de nuevo Terra nostra.
Cuando abra el libro y haga mías sus palabras, la gran lección humanista de su novela majestuosa, me preguntaré, incrédulo: ¿es cierto que hoy ha muerto? No, me diré, aquí están sus libros; como todos los grandes, Carlos Fuentes no ha muerto.
15 de mayo de 2012
Carlos Fuentes
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