Hablaban en voz alta de trivialidades, gesticulaban, buscaban la broma o el chiste que alentara otra vez la risa de sus compañeros. El juego consistía hacer algo gracioso, sin tregua. La suya era una fiesta perpetua a las tres de la tarde de un martes.
No ocultaban su homosexualidad, antes alardeaban de ella; mejor aún: la gozaban, la exhibían. Gay significa alegre, y aquellos muchachos estaban empeñados en que no se perdiera el sentido original de la palabra. Su algazara era un derroche de sexualidad exacerbada, sin límites, tan amanerada, que era previsible, un lugar común, y sin embargo algo tenía de graciosa; por un momento, al principio, pensé en una representación, en un experimento teatral, en una suerte de happening.
Todos llevaban el pelo muy corto, teñido de colores intensos: rosa, morado, naranja, verde, azul. Se hablaban entre ellos en femenino: “Loca”, “Muchacha”, “Pendeja”. Al mayor de ellos, que no llegaría a la mitad de sus veinte, le llamaban “Anciana”.
Cuando uno consiguió un asiento recién desocupado, otro corrió a sentarse en sus piernas. El primero gritó, falsamente sorprendido: “¡Auxilio, auxilio, quítenme a esta gorda marrana!” Otra carcajada. Luego, se agitaron en el asiento simulando el coito.
Desinhibidos, sin prestar la menor atención a su entorno, gozaban de sus juegos, de su simpleza perfecta, de la pertenencia a esa pequeña tribu más impulsiva y espontánea que provocadora.
De pronto, al llegar a una estación, uno dijo: “Ay, aquí me bajo”. Todos, entre risas y gritos, salieron atropelladamente tras él. Risas y risas en el andén. El metrobús continuó su camino hacia el sur. Nunca fue más intenso y nítido el silencio entre los pasajeros. Sólo se oía el rugido del motor.