20 de diciembre de 2024

El tío Salvador

Salvador Llarena Díaz nació hacia 1900 en el puerto de Veracruz, hijo y nieto de empresarios españoles... me dice mi madre, solemne, grave, orgullosa de su linaje. Sabe que grabo su voz para este apunte, y cuando pongo en marcha la grabación se pone seria y se endereza en su silla y pareciera que está en una tertulia de la radio o en una declaración ante un juez. Le pido que me hable de ese personaje entrañable y casi olvidado, el más extraño de la familia. 

Salvador Llarena era el hermano mayor de mi abuelo Ramón, que también nació en Veracruz en 1910. Recibió la educación de los señoritos de entonces, y también sus privilegios. 

Su padre, Eusebio, murió cuando Salvador tendría veinte años, me dice mi informante (y me promete buscar en sus papeles, en los archivos familiares para buscar la fecha de muerte de su abuelo, y todas las otras fechas de esta historia). 

La muerte inesperada del padre lo obligó, como a ciertos héroes de Conrad, a convertirse en jefe de familia al fin de la adolescencia. Tuvo que dejar los estudios. Se hizo el padre de sus hermanos menores, Modesto, Ramón y Mundo, y en el soporte de doña Virginia Díaz, su madre. También tuvo que ponerse al frente de la empresa familiar. Y tuvo éxito como empresario.

Era un hombre guapo, serio, formal. Pronto se convirtió en un buen partido para las muchachas de la colonia española de Veracruz (sic). No le faltaban enamoradas, y aunque coqueteaba y salía con chicas, ninguna ganaba su corazón. Con los años, se casaron sus hermanos. Él permanecía soltero. 

Al fin apareció la mujer de sus sueños: María. El tío Salvador enloqueció de amor. Vivió el amor loco. Se casó con su único y gran amor. 

María era guapa, alta, rubia, atractiva, muy gallega (sic). Una buena persona, simpática. Una muchacha de la que Salvador se enamoró desde que la conoció.

A mi informante la faltan fechas, datos. Pero es un hecho que el matrimonio sólo duró unos cuántos años, y no tuvo hijos. María enfermó; debe de haber sido algo así como un cáncer muy agresivo, que en unos meses segó una vida joven y plena. 

Llevaron a María a Ciudad de México desde Veracruz. Fue a consulta con los médicos más célebres. Murió en un hospital privado de la capital. 

Salvador, el tío Salvador, perdió el sentido de la vida. Dijo que no quería vivir sin María. Y lo dijo en serio: se descerrajó un tiro en la sien izquierda.

 No era un hombre de armas, no tenía una pistola, o nadie lo sabía en la familia. Dónde y cómo consiguió ese revólver son dos de las muchas preguntas sin respuesta. Pero está claro que no sabía disparar. Le sobrevino otra desgracia, la peor para un suicida decidido: no pudo matarse, no supo matarse. 

No apuntó a la sien exactamente, o movió el cañón en el último instante. El balazo le destrozó el ojo izquierdo, pero nada más. Sus facultades quedaron intactas. Su vida no corrió peligro. 

Si no era zurdo, estaba jugando ruleta rusa con Dios. Si era zurdo, como supongo, no supo cómo colocar el arma. Tal vez no había cumplido los cuarenta años. Prefería irse del mundo que ser el viudo roto, destrozado, por la partida del gran amor de su vida. 

El tío Salvador fue un fallido aprendiz de Werther, que pagó su error con dolor y amargura y soledad el resto de su existencia. Perdió el gran motivo para vivir. Mi madre define así su drama: «Murió junto con María. Siguió con vida pero no tenía vida.»

Instalaron al tío Salvador con su madre en una casa de Ciudad de México. Mi abuelo se hizo cargo del negocio. La familia lo arropa, le procura bienestar. Luego lo mudaron a la casa contigua a la de su hermano Ramón, donde crecieron nueve sobrinos que lo visitaban. Un ama de llaves cuidaba de él. El tío Salvador estaba muerto en vida. Vivía ensimismado en su dolor, en sus desgracias. 

Su casa era oscura, austera. Olía a encierro. Las persianas siempre estaban cerradas, echadas las cortinas. Era la casa de alguien que le ha dado la espalda al mundo. No salió de sus habitaciones en años. Literalmente y llanamente no salió de su casa en mucho tiempo. 

Comía bien, pero poco. Vestía bien, sin gracia ni lujos. No tenía necesidades ni apetitos ni antojos ni gustos. Con el tiempo, se permitió escuchar la radio y con la ayuda de una gran lupa leer el periódico. No se aficionó a nada. Ni a los toros, ni al futbol, ni al boxeo, ni a la zarzuela (que de joven le gustaba). 

No iba a un restaurante ni a una cantina. No iba al parque. Tampoco iba a misa. No le interesaba nada, absolutamente nada. Y nada le importaba. Su única alegría, su verdadera razón vital de cada día fue su perro. 

Se resignó. Aceptó vivir sus días sin María. Es decir, no volvería a intentar suicidarse. Pero nunca logró salir de la oscuridad en la que cayó. Me pregunto si hoy un médico competente y los medicamentos adecuados, desde el principio, no hubieran podido hacer algo o mucho por él. La pastilla correcta le hubiera cambiado/salvado la vida. 

Tenía el párpado cerrado, pero no le pusieron un ojo de vidrio, ni un parche, ni gafas oscuras. No había motivo, no salía de casa. Y ante la insistencia sin fin de la familia para que se incorporara a las comidas del domingo, a las celebraciones de cumpleaños y Navidad, decía que no quería que nadie lo viera en su condición. 

Con el tiempo, la visita de los sobrinos nietos le dieron momentos de entretenimiento y alegría. Cuando asistió con un parche a la fiesta de quince años de la mayor de sus sobrinas, ese fue el verdadero acontecimiento de esa noche. Hacía al menos diez años que no salía de su casa.

Galán en su  juventud, ya viejo recibía la visita de Mercedes, Mechita, ya viuda, amiga o pretendienta de juventud. Ella lo acompañaba un poco, de vez en cuando. No admitía la visita de extraños; no había amigos ni conocidos. 

Ya grande, se tornó amable, empático. Hizo con algunos parientes un viaje a Cantabria, a conocer la tierra de sus padres. Su vuelta al mundo fue tardía y poco fructífera. Tal vez ya era muy tarde. Su encierro tal vez había durado cerca de treinta años. 

Tengo el vago recuerdo infantil de haberlo visto un domingo en la tarde, solo, abandonado, sentado en el escalón del zaguán de su casa. Eso es todo. 

Enfermó. Su hermano Ramón estaba de viaje con su mujer. Sus sobrinos lo llevaron a un hospital. Lloró. Alguien lo vio llorar. Tal vez por su vida, por su tragedia, por el recuerdo de María. Murió solo, nadie lo acompañó en el trance trascendente. Murió como vivió. Mi tío Salvador cuando se fue tendría, tal vez, me dice mi madre, setenta y cinco años.