17 de agosto de 2025

El cine de Bergman y el profesor Páez

He vuelto a ver Gritos y susurros. La vi de noche, muy tarde, en casa, y fue una experiencia gozosa, plena de admiración y asombro. Repetir una vez más que es una obra de talento es casi decir nada, la maestría absoluta de Ingmar Bergman alcanzó con esta película un punto fijo, muy alto, y no sólo en su cinematografía. No recuerdo las circunstancias ni cuándo la había visto antes, si es que la vi por segunda vez, pero sí recordé, como una epifanía, un regalo extra de esa noche, la primera vez que la vi y cómo conocí el cine de Bergman.

En el último año de la preparatoria, entre insulsos hermanos lasallistas, el profesor de psicología era un costarricense, que por poco se hace cura, algo así, y que llegó a México, supongo, no huyendo de circunstancias familiares, ni políticas, ni personales, sino de sí mismo. Del que hubiera sido si se queda en Costa Rica. (Recordaba su casa, que, al terminar una comida familiar, lejos de gozar de la sobremesa, la madre se disponía a lavar la vajilla y no volvía a la mesa hasta que quedaba seca y reluciente hasta la última cucharilla.)

Rodrigo Páez Montalván debe de haber tenido, entonces, cerca de cuarenta, y estaba terminando su doctorado, tal vez en la Universidad Nacional. Era simpático, conversador, de fácil sonrisa, y escuchaba a sus alumnos, a los que se acercaban a él, con verdadero interés.

Entonces se desvivía por el desenlace del levantamiento popular en Nicaragua que terminaría por derrocar a Anastasio Somoza hijo. Creía en verdad que esa revolución triunfante, sería el inicio de una nueva era, una mejor, para América Latina. En verdad se lo creía.

Le decíamos el Coso, creo, y no sé por qué. Con él aprendí lo que sé de psicología, y nos explicaba con pedagogía impecable las etapas del desarrollo infantil de acuerdo con la teoría de Freud. En la Fase Oral, «la madre carga al niño y el niño se caga y se ríe, y también la madre…» Celebrábamos sus explicaciones a carcajadas. Y su didáctica funcionaba: aprendimos.

Nos pedía que tomáramos los apuntes de su clase en cuadernos muy baratos, de forma italiana, con papel corriente y muy pocas páginas. Y sobre todo, con portadas infantiles. A esos cuadernos les llamábamos «Heidis». Los apuntes eran breves, concisos, y aprehendimos sus conceptos para toda la vida.

Lo recuerdo como un inveterado lector de periódicos, que podía incluso batir a mi padre, que bien podía pasarse horas desgranando cinco o seis diarios, los que tuviera delante. Rodrigo Páez, soltero y solitario, tenía una idea muy clara y fija sobre el paraíso en la tierra: consiste en sentarse a la mesa de un café, beber capuchinos y comer varias piezas de pan dulce mientras se lee un periódico tras otro hasta que se acaban los muchos diarios o las horas del día.

Unos años después recuerdo que con dos compañeros de la preparatoria lo visité en su casa. Era el mismo y otro. Se había doctorado, seguía solo y soltero, y su decepción por el rumbo político que tomaba Nicaragua le era evidente y doloroso.

Todo esto vuelve a mí como de ultratumba, hechos y escenas sin importancia aparente de hace muchos años. Pero hay algo que le debo a Rodrigo Páez, más que sus lecciones y su amistad.

La tarea de psicología consistía en ir, los domingos en la tarde, a ver películas de Ingmar Bergman, al que consideraba, sin duda alguna, el mejor cineasta del mundo. Podías no saber en qué consistía la etapa oral, o la anal o la fálica, vale, pero si querías aprobar psicología no podías dejar de ver El séptimo sello o Escenas de un matrimonio.   

Rodrigo Páez nos enseñó el poderoso encanto de la belleza del gran cine, y un poco, también, a apreciarlo. Ir a aquel cineclub de Copilco, los domingos en la tarde, se convirtió por algunas semanas o meses en lo mejor del curso y del año escolar, tal vez.

Allí vi Gritos y susurros por primera vez, y de sus asombrosas escenas, del dolor y conflictos de las protagonistas, de los ojos cerúleos Liv Ullmann,* volvió la otra noche el recuerdo del encuentro con el cine de Bergman, y surgió el recuerdo imborrable y agradecido de Rodrigo Páez.

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* Véase en este blog, Cuaderno de bitácora de lo casi inadvertido, la entrada «La historia de Liv Ullmann», del 6 de abril de 2014:  https://enriquealfarollarena.blogspot.com/search?q=La+historia+de+Liv+Ullmann