28 de julio de 2024

Óscar, el gato que presentía la muerte

Los gatos, amos y señores de la casa y de cualquier otro espacio que habitan, campean con sigilo y silencio, dos de sus atributos, también la literatura. Por supuesto, esto comenzó hace varios miles de años, con certeza en el antiguo Egipto. 

Son protagonistas de tantas historias que necesitaríamos muchos volúmenes y una biblioteca de buen tamaño para registrar, con un ejército de escribidores, la Verdadera Historia Universal de las Increíbles y Heroicas Hazañas y Glorias Gatunas Nunca Antes Así Contadas.

Sí, basta escribir la palabra gato para instalarse en el reino de la literatura, del recuerdo y la imaginación. En un instante se erigen en la memoria un cuento de Poe; otro de Cortázar y algunos de esos textos impecables, contundentes y libres, inclasificables, que deben contarse entre las mejores páginas de la lengua. Al menos un poema perfecto de Borges, otros dos de Baudelaire. 

La deliciosa novela Opiniones del gato Murr, de E.T.A. Hoffmann; la clásica de las letras japonesas, Soy un gato, de Natsume Sōseki, y El gato, novela corta de Juan García Ponce, cuya trama vive en la presencia de un felino. 

Esto no es un inventario ni un recuento, apenas la consigna mínima de lo que en un instante recupera la memoria. (Esa historia universal nunca escrita podría ofrecer satisfacciones a los compiladores y muchas alegrías a no pocos lectores.)

La memoria también acerca a esta página dos películas. El séptimo sello, de Bergman, en la que la muerte anuncia su presencia, y, guardando distancias, a Sexto sentido, de M. Night Shyamalan, en la que un niño ve a gente muerta, que no saben que están muertos (como metáfora de gente muerta en vida es devastadora, pero en la película es real).

La historia del gato Óscar, que aquí reproduzco, la encontré en las páginas de un diario, cuya tarea es contar cada día el devenir del mundo, que a veces revela historias como esta, que podrían ser la materia prima de un guionista: 

En Estados Unidos, en el año 2005, en una casa de retiro o reposo adoptaron a un gato de seis meses para que contribuyera en la terapia de los ancianos. La crónica del diario no explica en qué consistirían las funciones del gato, al que llamaron Óscar. El personal de la casa pronto encontró extraña la conducta de Óscar. Casi siempre prefería estar solo, pero algunas veces se echaba cerca de alguno de los ancianos residentes. 

Alguien del personal se dio cuenta de que el anciano al que Óscar acompañaba moría en unas horas. Le restaron importancia a esa coincidencia, pensaron que no era relevante, hasta que, con el tiempo, sucedió veinte veces. Ya era más que una sospecha suponer que Óscar sabía cuándo alguien iba a morir. 

Se disipaban las dudas sobre los extraños poderes de Óscar. Más de una vez, el personal de la casa de reposo pensaba que un residente moriría pronto, pero el gato se acercaba a otra cama, a otro anciano, una persona con un cuadro clínico menos grave que de pronto moría antes que aquél, cuyo fin parecía inminente. 

Entonces se descubrió el verdadero sentido de los servicios de Óscar. Si veían que el gato se echaba muy cerca de un anciano, llamaban a los familiares de éste para prevenirlos y se acercaran pronto a la casa de reposo.

Se extendió la opinión de que Óscar podía identificar el olor de un cuerpo moribundo, por eso se acercaba a confortar a los residentes que morirían muy pronto y que además estaban solos. El número de sus aciertos era asombroso, su instinto o intuición era casi infalible. 

Óscar estuvo en la casa de reposo, cumpliendo con su singular y escalofriante misión, por así llamarla, hasta el año 2022, durante casi diecisiete años. Más de cien veces advirtió, implacable, al echarse a los pies de un anciano, la inminente llegada de la muerte. 

26 de julio de 2024

Esa salsa no pica

Belkis Wille, una investigadora suiza con un alto cargo en la división de Crisis y Conflictos de Human Rights Watch, decidió pasar unos meses libres de su empleo en busca de los chiles de México, sus picores y sabores, sus encantos y colores. 

Escribe Wille en su crónica: «Me paso el día documentando crímenes de guerra para Human Rights Watch en Ucrania. Pero dedico mi tiempo libre a la comida: a cocinar, leer, ver programas de televisión y planear viajes en torno a ella. Después de penosos viajes al frente, con días dedicados a entrevistar a decenas de víctimas de los peores abusos de la guerra, sé que puedo volver a casa, a Kiev, y encontrar algo de alivio en la cocina, preparando comida impregnada de amor.»  

Luego de una iniciación que terminó en llanto, poco a poco aprendió a comer chiles: «En cuanto pude tolerar el picor —dice— comencé a deleitarme con sabores emocionantes escondidos en el picante: notas afrutadas, ácidas, amargas, brillantes o ahumadas, a veces por etapas, a veces todas al mismo tiempo.»  

Así que planeó otro viaje a México (había venido al menos una vez) en el que la cocina mexicana y los chiles en particular, serían el centro, tema y motivo. 

Emprender un viaje desde la Ucrania en guerra contra el invasor para recorrer Veracruz, Puebla y Oaxaca en busca de los sabores y secretos de los chiles pareciera tan extraño e improbable, incluso inverosímil, como emprender hoy la búsqueda del santo grial. 

El respeto e interés de Wille por el mundo culinario y cultural que va descubriendo no tiene límites. Y su asombro no disminuye. Si escribiera un libro sobre los chiles de México, yo lo leería con gusto y provecho. 

En Puebla, descubrió, con Leopoldo Ramírez y Jessica Andrade, productores de chile poblano, que: «los "verdaderos" chiles poblanos germinan en febrero, pero no se cosechan sino hasta julio o agosto, así que si alguna vez has comido chiles poblanos frescos fuera de esos dos meses, son impostores. 

«Según Ramírez y Andrade, hasta el ochenta por ciento de los chiles poblanos que se consumen en México se cultivaron en China con pesticidas, lo cual produce chiles de piel más gruesa que carecen del verdadero sabor poblano, gran parte del cual procede del suelo volcánico de Puebla.»

Las incursiones de Wille son notables, va a fondo, a pueblos y sitios recónditos, para encontrar secretos y sorpresas, recetas y chiles para ella desconocidos. Su aventura la lleva de asombro en asombro, y descubre fascinada las cocinas y guisos de México, sus chiles, con los que tuvo tropiezos muy dignos de mención. 

En Coatepec, Veracruz: «Apenas toleré un par de mordidas del [chile] manzano. Se sentía como si al interior de mi boca y garganta hubiera un incendio forestal. Tuve que admitir la derrota y tomé varios sorbitos de agua fresca, sosteniendo cada uno en la boca para apagar el fuego.» (Beber agua sirve de muy poco a la hora de apagar esa clase de incendios que abrasan las entrañas.) 

Disfrutar de aquellas delicias tiene un precio muy alto. No siempre se padecen de golpe todos los síntomas, que pueden ser muchos y muy dignos de consideración: hormigueo en los labios, ardor en la lengua, quemazón en la boca, sudor intenso, coloración súbita de la piel, enrojecimiento de la cara, acidez, dolor de estómago, de cabeza, diarrea, malestar gastrointestinal, suspensión temporal del habla, los sentidos y la consciencia. Y tallarse los ojos con los dedos impregnados de un chile potente puede considerarse tortura china en primer grado.

Los entusiastas e incondicionales, que algo tendrán de masoquistas, se desviven para pregonar los beneficios a la salud que conlleva el consumo de chile, hablan de efectos antioxidantes y antiinflamatorios. No dudo de que así sea, pero hay otros métodos menos agresivos de alcanzar esos fines. 

Ante una buena salsa, invariablemente soy derrotado y muy proclive a sentir una variante del fuego: lava ardiendo que corre por el esófago y desintegra el estómago. 

La capsaicina, la responsable del picor, es una sustancia tóxica, muy peligrosa, que hay que manejar con cuidado extremo, y no debe dejarse al alcance de los niños ni de cocineros frívolos, sádicos, bromistas o insensibles. Según el Diccionario de la Lengua Española es un: «Alcaloide responsable del sabor característico de la guindilla, con propiedades analgésicas y cuya ingesta excesiva provoca envenenamiento.»

Vaya definición; deja mucho que desear. Si bien la capsaicina se usa como analgésico en medicina, el efecto en el valiente que cubre de salsa sus tacos es el contrario: genera dolor y malestar. Y la palabra guindilla no la usa ni conoce el noventa por ciento de los hispanohablantes, y difícilmente alguien en este continente entenderá que se está hablando del chile. 

Y eso del envenenamiento en sentido recto está por comprobarse, el porcentaje de envenenados debe ser mínimo, residual, sin valor estadístico. Se refiere al consumo de capsaicina pura, pues es mucho más probable morir de los otros síntomas que con una dosis sobrehumana de chile de árbol, por ejemplo.

(Sostener que el Diccionario rezuma deficiencias, insuficiencias, omisiones, errores y es una formidable colección de metidas de pata se antoja una verdad tan evidente como decir que el chile habanero es el más picoso de los que se cultivan en México. Es urgente revisarlo a fondo; mejor aún: rehacerlo.)

El chile habanero, me informa la señora Wille, tiene denominación de origen en Yucatán, Campeche y Quintana Roo; y está lejos de ser el chile más picoso del mundo. (Quizá estas líneas son un testimonio de mi ignorancia, que pone en evidencia una viajera venida desde Ucrania para ilustrarme sobre los chiles mexicanos.

Hay más de doscientas variedades criollas y sesenta y cuatro variedades domesticadas en México, y cada chile tiene su historia. Son comunes los casos de mestizaje, como el del chile poblano, que algo tiene de chino, pues fue «creado en el siglo XVIII por monjes franciscanos que cruzaron chilacas locales con morrones de Asia.»

Hace ya más de un siglo que el químico Wilbur Scoville creo la escala que mide el picor en la unidad SHU (Scoville Heat Units; Unidad de Picante Scoville) que comprende un rango desde el cero del no picante pimiento morrón, hasta los más de dos millones del Pepper X seguido del Carolina Reaper.

 Aunque la escala es imprecisa, esos más de dos millones revelan el poder aniquilador, casi letal por la cantidad de capsaicina que contienen esos chiles. El habanero, campeón nacional, puede superar las quinientos mil SHU, que no es poco. 

En México, en todo el enorme país, todos los guisos de todos los tiempos pueden llevar picante, desde las entradas y botanas hasta los dulces y los postres (sí, hay helados de chile). Una comida sin picante es como un día sin agua. 

El chile, casi siempre como señor y amo de la salsa, está presente en cada mesa, desde la más modesta y sencilla del campesino más pobre, en cualquier fonda o merendero, hasta la casa más opulenta y en los restaurantes de lujo.

El gusto por las tortillas de maíz y el chile es un rasgo común de una sociedad tan heterogénea y desigual como la mexicana. Aun así, moderar el picor, las unidades SHU de las salsas y los guisos sería un acto cívico, un gesto amable, de buena voluntad. Una acción fraterna, solidaria, altruista y humanitaria. 

Anunciar en los menús de los restaurantes y cafeterías, de los puestos callejeros, el grado de picor es por ahora una tarea imposible, muy pocas cocineras y unos cuantos jefes de cocina mexicanos debe saber qué es una unidad SHU, y la medida se basa en la receta, la tradición, o la resistencia: me atrevo a pensar que algunos tienen la lengua escaldada e insensible o simplemente blindada. 

Medir el picor y graduarlo es una más de las tareas nacionales que nos falta por hacer (incluida las casas de amigos y parientes. Es cierto que algunas empresas que venden salsas en frascos de vidrio o latas ya advierten así a los desprevenidos: «Muy picante»).

No todos los mexicanos resisten estoicos los bombardeos millonarios de unidades de capsaicina, sin contar que a la mesa también hay viejos, enfermos, mujeres embarazadas, niños y extranjeros que pueden lanzar aullidos y derramar lágrimas por una salsa guisada para matar. 

Los defensores del picor sin límite defienden el todo o nada. La salsa debe picar, y si alguien no quiere que pique, que prescinda de ella. Falsa solución, por poco diplomática y atenta, que no considera que hay guisos a los que no se les añade salsa: ya llevan el chile en sí mismos, y pueden ser/son, en su picor, abiertamente agresivos al paladar. Además, prescindir de la salsa no es una solución, se pierde el sentido, el encanto, pues un poco de picor, en su punto justo (concepto subjetivo, lo admito) es una alegría y puede ser la vida y el alma del platillo.

Un amigo mío me contó que su tío, aficionado al cine, entraba a la sala con una buena bolsa de chiles serranos o verdes, y que mientras veía la película los desgranaba a mordidas limpias, como otros se llenan la boca de palomitas, hasta que sólo le quedaban entre los dedos los rabillos o pedúnculos, sufriendo feliz, bañado en lágrimas y empapado en sudor.

El verdadero deporte nacional no es la charrería, ni el consumo en cantidades heroicas e inverosímiles de chiles, sino negar su picor. El tío de mi amigo podría jurar, en su lamentable estado, que esos chiles no picaban, y esa afirmación la pueden repetir millones de comensales como declaración jurada.

Muchas personas en México pueden proclamar a los cuatro vientos y por la salud de su santa madre, como una verdad inobjetable, como si cualquier cosa, que una salsa que podría usarse como arma química o biológica, simplemente no pica. Si apenas sabe, suelen de decir. 

Negar el picor del chile que les enciende la cara y los pone a sudar es una de las más altas y puras expresiones de la mexicanidad, una manifestación del ethos, del carácter nacional, que nos une a los productos de esta tierra, y celebramos sus atributos aunque eso implique tragar fuego. No sé qué vibras del nacionalismo, de la identidad se imponen en ese trance. Ya no se sabe si es costumbre, orgullo o contumacia.

No es fácil encontrar una camarera o un mesero, un capitán o un maître, un cocinero o una mayora (otra palabra mexicana que debería conocer el Diccionario) que admita que su salsa es un atentado contra la salud pública. 

Belkis Wille ya lo sabe, y pago el precio, como tantos extranjeros que por primera vez bañan de salsa sus tacos. En México, por razones muy difíciles de comprender, que rebasan por mucho las explicaciones simplistas de la cocina y la gastronomía, de la capsaicina y las unidades de medida del Wilbur Scoville, de la idiosincrasia, la historia, la magia negra y los misterios del inframundo; en México, decía, una buena salsa de chile habanero o manzano o de árbol, bien puede ser la morada del diablo, una pequeña degustación del infierno.