14 de julio de 2025

Divorciarse del marido perfecto

Kaká fue un futbolista brasileño, un crack, considerado uno de los mejores jugadores del mundo hace unos veinte años, hacia el 2005. Estrella de éxito internacional, también es recordado por su acendrada religiosidad (en una iglesia evangélica) y por el inesperado y mediático divorcio de su primera mujer.

La historia es muy conocida. Caroline Celico, empresaria, cantante y exmodelo brasileña, decidió dejar a su marido luego de diez años de matrimonio. Tuvieron dos hijos. Tenían casi todo, y sus vidas podrían ser el sueño de millones: eran jóvenes, famosos, ricos, guapos, sanos y no pesaba sobre ellos ninguna sombra ni los perseguía un pasado siniestro, ni ninguna otra calamidad, de esas que exacerban los melodramas. 

Las razones del divorcio siguen siendo comidilla de tertulias y fuente de agudos análisis de psicólogos, feministas y consejeros matrimoniales. Caroline declaró: «Lo dejé porque era demasiado perfecto.»

Aquí no había violencia, problemas insalvables, ausencias, desatención, desamor, ni mentiras y adulterios. Simplemente ella no soportaba que su marido fuera casi perfecto. Es decir, no tenía queja, salvo que no era feliz con él.

Kaká dijo: «Hice todo lo posible para salvar mi matrimonio, pero hay algo que aprendí: no puedes obligar a alguien a quedarse contigo si ya decidió irse.» Cuando Caroline le dijo que ya no quería seguir casada, él se propuso luchar, demostrarle que podían seguir adelante. Incluso se leyó un libro de autoayuda que proponía un reto de 40 días para reconquistar a su pareja. 

«Lo hice dos veces. Regalos, cartas, sorpresas inesperadas… pero al final, ella solo repetía: "No quiero más". ¿Qué haces cuando la otra persona ya no quiere continuar? Luché hasta el final, hasta que entendí algo clave: el amor no se puede forzar.»

Circula en las redes sociales el video de una chica que reconoce el error de haber cortado a su novio al que hoy califica como «perfecto.» Esa perfección se hizo evidente luego del rompimiento y salir con otros chicos, entre los que encontró de todo, pero ninguno con los atributos y cualidades de aquel novio perdido.

En una entrevista reciente con un diario, la cantante Natalia, española, que tiene cerca de sus cuarenta años en este mundo, dijo que tiene una larga experiencia en relaciones sentimentales, que casi siempre ha vivido en pareja y que lo lamenta: 

«Me arrepiento muchísimo de no haber disfrutado de la soltería en mi juventud. Cuando estoy con mis bailarinas y hablan de sus novios, yo les digo: "No, por favor, no estéis tantos años con una pareja." Pierdes muchas cosas, al final te adaptas a esa persona, y yo sí que me arrepiento de haber estado tantísimos años en pareja, sobre todo en esa época de experimentar.»

Alguien me habló del gran inconveniente, casi una paradoja, de encontrar el amor. Mientras dura y se vive el amor, no hay manera de seguir experimentando para gozar del amor con otras personas. (Hay parejas abiertas, sí, y otras organizaciones en grupo, que merecerían un apunte.) Es posible rechazar o matar el amor para emprender la excitante aventura de buscar el amor para vivir al fin el gran amor. 

Idealizarlo ha tenido muy graves consecuencias, pero se ha derrumbado de tal manera que no es del todo una exageración decir que estamos en el inicio del fin de la era del amor romántico. Los sociólogos y filósofos del futuro podrán entretenerse con esa mutación en el concepto del amor, sus usos, gestos y costumbres, tal como perviven en el horizonte de nuestro tiempo.  

El amor romántico ha generado una educación emocional y sentimental, y las novelas románticas, el cine y las telenovelas han sido vehículos de una idea falsa del amor. El auge del feminismo contribuye a derrumbar el cuento de hadas del príncipe azul y la princesa rosa, del amor único y eterno, la búsqueda y la recompensa del verdadero amor. 

Zygmunt Bauman publicaba su libro El amor líquido en el 2003, cerca de la fecha en que Kaká y Caroline se casaron. A las parejas las mantenía unidas el amor, el compromiso, y muy diversos mecanismos e instituciones sociales, desde la familia, el entorno laboral, las iglesias y el Estado. 

El matrimonio (que no significa amor) era sólido. Ahora es líquido, y las relaciones también, y el concepto del amor, que parecía tan estable, está sometido a una mirada cada vez más crítica que lo devalúa y socava. 

Seguimos en su búsqueda, pero el amor se ablanda y deshace entre los dedos. (La metáfora de Bauman es perfecta.) Huimos del amor persiguiendo el amor. Dejar al mejor de los novios posibles está bien y es normal; incluso, sin motivo aparente (aunque la insatisfacción sea profunda y real) divorciarse del, según palabras de la demandante, el marido perfecto.

2 de julio de 2025

La autoficción de Annie Ernaux

Annie Ernaux ha escrito en uno de sus libros que el hecho de haber vivido algo otorga el derecho de poder escribir sobre ello. En realidad, un novelista no necesita acogerse a ningún derecho para escribir sobre lo que quiera (o pueda), tal vez ese derecho no sea tal, sino la certeza de escribir, desde la experiencia, con conocimiento de causa.

Así, la autora francesa ha escrito libros sobre las tensas relaciones entre sus padres, la enfermedad y muerte de la madre, un aborto clandestino, el cáncer de mama, su relación amorosa con un hombre treinta años menor que ella, entre otros sucesos y momentos claves de su vida.

Un comentario sobre su literatura, a partir de que le fuera concedido el Nobel de literatura en 2022, dice que «Annie Ernaux's work suggests that the distinction between fiction and nonfiction matters less than how literature interprets memory».* 

La opinión es muy interesante: si algo sucedió o no es un hecho real (histórico) no importa para la literatura ni significa nada para la calidad del hecho literario. Una historia por haber sido real no es buena por sí misma. Con buenas historias no se hacen buenas novelas, ni buenos relatos; serán buenos porque está bien contados, bien escritos. Lo mismo vale para el cine, donde el reclamo publicitario promete emoción o diversión o gran cine porque la historia sucedió en el mundo.

(Enrique Vila-Matas lo dice así: «¿Una no-ficción sobre lo sucedido? Pero si cualquier versión de una historia real es siempre una forma de ficción. Desde el momento en que se ordena el mundo con palabras, se modifica la naturaleza del mundo.»

Y Gueirgui Gospodínov dice: «Cualquier historia, hasta la que ha ocurrido y es personal, cuando pasa a través del lenguaje, cuando se reviste de palabras, deja de pertenecernos, ya forma parte tanto del ámbito de lo real como de la ficción.»)

Los hechos, los sucesos, las historias para ser literatura han de convertirse en palabras. Y entonces son palabras y nada más. 

Escribir novelas o ficción a partir de la propia vida se llama autoficción, y parece que le debemos la palabra a Serge Doubrovsky. La autoficción tiene críticos y adversarios, pero también entusiastas lectores y autores que la cultivan con soltura y constancia, como Annie Ernaux. 

Pero, ¿es posible escribir desde la nada? Tal vez el texto más libre y fantástico, el menos vinculado a la aventura de vivir en el mundo, tenga un origen en la experiencia, propia o ajena. Recordar e imaginar son dos acciones unidas como vasos comunicantes (y lo imaginado suele ser muy pobre); y la cultura, los libros leídos, las películas vistas, los museos recorridos, la música escuchada, las ciudades visitadas, ¿no son también parte esencial de la experiencia de vida?

Annie Ernaux ha hecho de su vida la fuente de su literatura, pero narra con un desapego, una distancia, una honestidad y recreada naturalidad que sostienen el relato más allá del interés o relevancia del argumento. En sus libros, tan breves, no suele haber suspense ni digresiones, ni se demora en descripciones. 

Mira el mundo y se mira a sí misma, y puede narrar hechos casi ordinarios como no se han contado. Con su parquedad, en su brevedad, estimula al lector y sólo le interesa contar lo esencial de su mirada. No sé si algo esté de más y sobre en el relato, pero habrá opiniones que sostengan que falta mucho, que se pudo haber demorado en las circunstancias de lo narrado.

Pura pasión (Tusquets) sólo puede considerarse una novela si extendemos a límites temerarios el concepto de novela. No es una novela, es una pieza de escritura. Es una historia ensimismada, cerrada. Parca. No hay una trama. El relato no avanza, no hay nudo ni conflicto, no hay desenlace, no hay un final...

Esta es la historia de los amores de la narradora (suponemos que la misma Annie Ernaux) con un hombre extranjero. Sólo sabemos que viene de un país del otro lado de la Cortina de Hierro; sí, aún no había caído el comunismo en Europa del Este y la Unión Soviética.

El amante no tiene nombre, pero sabemos que le gustan los coches de alta gama y los trajes de lujo, que bebe whisky en exceso, está casado, tiene un lejano parecido a Alain Delon y le habla de su vida familiar a su amante. De ella sabemos que es una profesora francesa, de cuarenta y tantos años, de buena posición, que tiene hijos mayores. Y que está enferma de amor.

Con estos elementos, Ernaux levanta un libro de prosa sentida, honesta, en el que vibra la ilusión de una mujer que se desvive por el hombre que ama. El deseo y el desasosiego del amor permean las páginas. Este es el relato de una mujer enamorada; ergo, un libro rotundamente femenino. 

Brilla nítida la ilusión con la que espera, angustiada, la llamada de su amante. Y esa llamada puede ser el gran acontecimiento del día, y también su sombra negra, la gran ausencia. Ordena su vida alrededor de las visitas de él: compra el vino y la cena que le ofrecerá, pone a raya incluso a sus hijos que no podrán visitarla mientras él esté en casa. Y ella se prepara, se viste, se maquilla, se perfuma, se peina para él. 

Ahí están, como algo esencial, esos detalles que los hombres con frecuencia no advertimos, que no apreciamos y que casi nunca nos importan: si los zapatos son altos o bajos, si la blusa es nueva o la misma que ella usó el día que se conocieron, si la chaqueta es de tal color, si combina o no con los aretes o el collar o el accesorio que lleva en el pelo.

El relato consiste en la emoción de ella de ir por el mundo pensando en su amante; de su gesto, dulce y doloroso, ante el escaparate de una tienda de lencería. Y si va de viaje a Florencia no hablará con nadie, y no dejará de pensar en él mientras mira y se satura de arte; y reflexionará casi con resignación, sin dejar de pensar en el cuerpo que ama, ante el David, en que fue Miguel Ángel, un hombre, el que fijo el modelo con el que se celebra la belleza del cuerpo masculino. 

Si los detalles siempre son relevantes, y con frecuencia esenciales en la literatura, parece que son las columnas sobre las que se levanta la arquitectura verbal de este texto. El tema es la emoción de ella, el pensar a futuro lo que sucederá en el próximo encuentro, en recordar lo que sucedió en el anterior. Todo es recuerdo y suposición y deseo.

Annie Ernaux ha dado una clave de su escritura. Dice que al escribir no busca que su texto sea bonito, que no busca frases bellas, lo que busca es la frase justa. Pura pasión no cuenta una historia de amor. Es el relato de los ritos y ceremonias, de los pensamientos y acciones alrededor del amor, del encuentro amoroso. Este es, en sus escasas páginas, la crónica, desde su experiencia, de la ilusión del amor. 

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*El trabajo de Annie Ernaux sugiere que importa menos la distinción entre ficción y no ficción que cómo la literatura interpreta los recuerdos.

Desconozco el nombre del autor del artículo original en inglés y dónde fue publicado. 

23 de junio de 2025

Gustavo Pérez, el ceramista

Gustavo Pérez vuelve a ser noticia. Presentará una exposición este verano en el Seminario de Cultura Mexicana en Ciudad de México, y en octubre diez piezas suyas estarán presentes en la reinauguración de la Fundación Cartier, en el Palais Royal, en París. En Francia, en particular, donde hizo una residencia artística, lo consideran un artista mayor. Y eso es. 

En una entrevista dice, con absoluta serenidad y certeza, que la cerámica es una expresión artística, un medio para hacer arte. Fin de la discusión. Ha superado la polémica sobre si la cerámica es artesanía o un arte menor; en cualquier caso, lo que hace Gustavo Pérez está lejos de la cerámica ordinaria. 

Su trabajo consiste en una investigación (a ver a dónde va esta pieza) y un juego, pero cada vez más libre, es el juego el que se impone. No puede hablar sobre su trabajo porque no nada sabe. Lo hace para saber, para encontrar y descubrir, si hubiera otras maneras de concretar eso que busca, no lo haría. 

Su arte pasa por sus manos, sus dedos, ahí maduran sus pensamientos y emociones. El artista se limita a crear las piezas con su maestría, del resto se encarga el horno: es el fuego el que culmina la obra. Entonces, el trabajo del ceramista es similar al del panadero. Las diferencias enormes y obvias: las piezas del ceramista no se comen, pero arrebatan otros sentidos para siempre. 

No sé si Gustavo Pérez es feliz o si ha encontrado lo que buscaba en la vida, pero sé que ha descubierto todos los secretos del barro y la alfarería, y ha encontrado su sitio en la Tierra. 

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Véase en este blog, Cuaderno de bitácora de lo casi inadvertido, El ceramista, apunte del 21 de diciembre de 2011.
https://enriquealfarollarena.blogspot.com/search?q=El+ceramista

20 de junio de 2025

Coincidencias I

Las coincidencias son inquietantes, quizá por inexplicables. Es inevitable pensar que son hechos y mensajes cifrados que no podemos revelar. 

Hay una frase atribuida a Paul Eluard, aunque al parecer no se encuentra en la obra del poeta: Il n'y a pas de hasards, il n'y a que des rendez-vous.* Y su autoría es tan sospechosa que la he visto endosada al menos a otros tres autores (Borges es uno de ellos).

La casualidad no emerge sin el azar, pero Borges nos recuerda que no hay azar: «lo que llamamos azar es nuestra ignorancia de la compleja maquinaria de la causalidad.» A Juan García Ponce, que no creía en nada, le encantaban las coincidencias. Creía en ellas, le parecían algo revelador y verdadero.

Julian Barnes detesta las casualidades, lo deja muy claro en El loro de Flaubert. Milan Kundera las incorpora a sus novelas y teoriza y ensaya sobre ellas. Escribe en La insoportable levedad del ser: «Sólo la casualidad puede aparecer ante nosotros como un mensaje. Lo que ocurre necesariamente, lo esperado, lo que se repite todos los días, es mudo. Sólo la casualidad nos habla.». Un capítulo de La inmortalidad se llama "La casualidad". La casualidad rompe con la monotonía del ser.

Pero tal vez sea Paul Auster el que más lejos ha llevado el juego literario que ofrecen las coincidencias. Podría decirse que en ellas se sostienen algunos de sus libros, y que uno de ellos, El cuaderno rojo, es una suma de coincidencias. 

Sófocles en Edipo rey nos muestra unas coincidencias terribles, razones de la tragedia de su protagonista (en la cultura clásica a la revelación del significado de esos hechos se le suele llamar anagnórisis). 

Las coincidencias pueden suplir las causas, incluso las últimas. No es un despropósito pensar que el origen fue casual. Las coincidencias, las hay profundas y trascendentes,  tienen otro plano, una razón oculta, un motivo latente que no siempre desentrañamos. Pensar que sólo son asombrosas es renunciar al significado profundo de un encuentro. Por inesperadas, las coincidencias son juegos del azar y el destino. 

Carl Gustav Jung, asombrado, desarrolló el concepto de sincronicidad, al que le dedicó un libro: Sincronicidad como principio de conexiones acausales. El principio habla de la simultaneidad de dos sucesos muy vinculados, con mucho en común, incluso idénticos, con sentido, pero que no tienen una conexión causal. Uno no se explica por el otro, lo que rompe la causa efecto de dos hechos vinculados. Sin embargo, ambos hechos juntos son algo más, y su relación entraña un significado, que no siempre podemos comprender.

Solemos creer que todo tiene una respuesta, pero a veces no es posible encontrar el vínculo. ¿Cómo explicar las coincidencias? ¿Cómo comprender las sincronicidades?

La mañana del sábado 27 de diciembre de 2003 fui a una librería muy grande, en avenida Ticomán, al norte de Ciudad de México. Era una librería sucia, mal atendida, cuyo fondo no me interesaba salvo una mínima parte. Ahí compré muchos cuadernos tamaño carta, bien empastados y cosidos, color vino, de papel en el que se podía escribir con una estilográfica.

El apunte del día en uno de esos cuadernos de escritura, una especie de diarios, por decirlo con indulgencia, dice que fui a la librería a comprar un manual (no recuerdo a qué se refiere la nota.) Cerca de la entrada, al pie de una columna, había en el suelo ejemplares de Crónica de la intervención, en una edición en dos tomos de la colección Lecturas Mexicanas del Conaculta de 1992. 

Cada una de las varias columnas de libros alcanzaba el medio metro de altura. Un cartel a mano anunciaba la oferta: diez pesos (poco más del precio de un litro de gasolina) por ejemplar. La novela, en dos tomos, costaba veinte pesos. 

Me sentí indignado. Juan García Ponce había sido, con Salvador Elizondo, uno de los héroes literarios de mi adolescencia.

(Asistí a una conferencia, en el Colegio Nacional, en la que estuvieron ambos; García Ponce ya estaba muy enfermo, postrado en una silla de ruedas, sin poder hablar. Y dos amigos míos, en dos momentos de la vida —otra coincidencia—, Graciela y José Antonio, habían sido secretarios de García Ponce, que mecanografiaron, en su máquina de escribir mecánica, las obras que éste les dictaba. Pilar, buena amiga y filóloga española no se cansa de decirme: «Las mujeres no somos como los personajes femeninos de García Ponce. No somos así.»).

No recuerdo si compré un manual o cuadernos, o ambas cosas. Pero al salir sentí la necesidad urgente e irrenunciable de redimir esos libros a saldo, de librarlos de la afrenta de ponerlos en el suelo y rematarlos de cualquier manera. 

Compré cuanto pude. Me fui con dos bolsas, tal vez con diez juegos de los dos enormes tomos de Crónica de la intervención (es decir, veinte volúmenes). Volví a casa y dejé los libros en el coche, iría por el mundo regalando la novela de Juan García Ponce a quien la aceptara. 

Unas horas después me enteré, estupefacto, que ese mismo día había muerto Juan García Ponce. La muerte de un escritor leído y querido es un desgarramiento. Duele como la partida de un ser muy querido. Yo había leído a conciencia y admirado a García Ponce. Y estaba además el peso de la sincronicidad de haber comprado muchos ejemplares el día que murió, la escandalosa casualidad y el misterio oculto de su significado. 

Seguí en la prensa durante varios días las necrológicas y notas sobre su muerte. En una de ellas, encontré una cita, una declaración de García Ponce que doy por buena. La copié en mi cuaderno y aquí la transcribo: 

«Los imbéciles dicen que las coincidencias no existen o no tienen importancia. Yo sólo creo, a falta de Dios, en la literatura y en las coincidencias.»

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* https://citationsverifiees.fr/repertoire-des-auteurs/e/eluard-paul/il-n-y-a-pas-de-hasards/ 

Sobre las citas gratuitas falsas e irresponsables, a las que cualquier persona las atribuye a casi cualquier personaje, ver en este blog: "Si ladran los perros o citar en falso", apunte del 26 de agosto de 2015: https://enriquealfarollarena.blogspot.com/search?q=cabalgamos

11 de junio de 2025

Perfume de mujer

He visto, una tras otra, como en una función doble, las dos películas llamadas Perfume de mujer. La original, la italiana, Profumo di donna, de Dino Risi, basada en la novela Il buio e il miele (La oscuridad y la miel) de Giovanni Arpino, es de 1974; la estadounidense, Scent of a Woman, de Martin Brest, es de 1992. Ésta versión parte de la original de Risi y, por tanto, de la novela de Arpino. 

Ambas tienen como protagonista a un militar retirado, ciego (él mismo provocó el accidente que le arrancó la vista), gruñón y cascarrabias; alcoholizado y profundamente amargado, que pasará por su infierno para encontrar una salida al encierro en sí mismo y su desgracia en la que quedó atrapado. 

Tiene un embeleso que le da vida y lo redime: su fascinación por las mujeres, y ha desarrollado el olfato para reconocer a una mujer hermosa a su alrededor. Su capacidad para percibir ese perfume de mujer y la urgente necesidad de la compañía femenina (aunque sea pagada) es más coherente y acompaña al personaje hasta el fin en la película italiana; en la estadounidense, una segunda trama se torna protagónica, aunque tiene una escena en verdad memorable.

(Ese refinamiento del sentido del olfato que permite al poseedor de ese don identificar y reconocer que se está ante una mujer hermosa, o simplemente, que acaba de pasar una mujer, es el atributo más refinado y distinguido del personaje, su primera característica, que, además, lo hermana con Don Giovanni, el protagonista de la ópera de ese nombre de Mozart y Da Ponte.)

Luego de ese personaje central, protagonizado por Al Pacino y Vittorio Gassman, tenemos a un joven acompañante, su lazarillo, su escudero; Alessandro Momo, muerto prematuramente, como un joven militar asignado para acompañar al oficial ciego en la primera versión, y en la segunda versión Chris O'Donnell hace el papel de un estudiante que se contrata un fin de semana para acompañar al oficial por unos dólares y poder volver a casa.

En la versión estadounidense el oficial y el estudiante entablan una relación mucho más intensa, se genera un diálogo, y un afecto de ida y vuelta que se manifiesta en una sincera voluntad de ayudarse mutuamente. En la versión italiana el joven soldado está de servicio, y detesta al oficial.

Las películas narran dos viajes, con fines muy distintos, uno de Turín a Nápoles, otro a Nueva York. En ambos casos, el oficial, que tiene una pistola y se siente atraído por el vértigo de la atracción del suicidio, visitará a una prostituta.   

Después, cada película toma su camino. El argumento y la trama se bifurcan, se hacen dos, y acaban por ser dos películas muy distintas con un comienzo en común. La italiana se vuelve más italiana, más fiel a su cinematografía y al ethos italiano. Es menos acabada en sus detalles, menos lograda, más misteriosa y sobre todo melodramática, con un final casi imposible, un modelo del género.

El amor impertérrito, imbatible, inagotable, insuperable de la bellísima a la italiana Agostina Belli en el papel de Sara, le dará sentido a la vida del oficial. La otra versión, no tiene una mujer enamorada y fiel hasta la muerte del protagonista, pero aparece Donna (mujer en italiano), papel que Gabrielle Anwar, un ángel de belleza clásica según el canon del cine estadounidense, que baila un tango con Al Pacino en una escena en verdad memorable. 

Ese baile del ciego con el ángel debe ser una de las grandes escenas de la cinematografía de Hollywood, una en verdad memorable y deliciosa. La película es la ejecución perfecta del tango «Por una cabeza», que tal vez justifica el Oscar a Pacino. 

Pero hay que gozar o padecer (todo por el mismo precio) la muy inverosímil escena del Ferrari conducido por las calles de Nueva York por el ciego. Hollywood es eso, y sabe ser fiel a sí mismo. Es decir, la película es más estadounidense, y culmina con la grandilocuencia de la escena del auditorio en una suerte de juicio sumario. 

La película italiana tiende a la gravedad, al pacto suicida, a negarse a vivir el amor porque ya no hay tiempo ni facultades, y a la persistencia de la vida que late en esa distancia y negación. 

La película estadounidense es mucho más lograda, el guión más cuidado y coherente; también tiene mucho más recursos y presupuesto, y su ejecución es impecable. Sus fines son claros: tiende al entretenimiento, al gesto del héroe, al hombre que cumple su misión para salvar la justicia y el bien. 

Mirar las dos películas una tras, sin demasiadas pretensiones, es un ejercicio interesante. El contraste es notable. Las diferencias, enormes. Las películas son buenos ejemplos de dos cinematografías poderosas que revelan, desde un punto de partida en común, dos maneras de hacer cine, de habitar el mundo y sentir la vida.

El gris del asfalto o el morado de las jacarandas

Escribir el primer libro es un acto de resistencia. La perseverancia, la voluntad de seguir y contar una historia son tan relevantes como la historia misma y el talento. En realidad, siempre es así, pero en el caso de la primera gran aventura literaria todo es incertidumbre y aprendizaje; se avanza a ciegas. Se aprende a escribir mientras se escribe, y cada libro exige su aprendizaje.

Todavía no hablamos de talento, de la alquimia para dotar a las palabras escritas de la magia del encanto y el don de la belleza, del arte de narrar y hacerlo como no se había hecho. Esto lo juzgará cada lector, en cada momento, cada vez que abre el libro y se adentra en sus páginas. Por lo pronto, considero mi obligación advertir al lector escéptico y distraído que en El guardián de las mentiras, esta primera salida de Ariela Schmidt, hay más sorpresas y aciertos novelescos de los que se suele encontrar en una ópera prima.  

La asertividad con la que Ariela escribía su novela, la seguridad con la que avanzaba, me dicen que sabía con lucidez y claridad lo que quería, y sobre todo que pensó y planeó a conciencia su libro, los personajes, la trama, y que lo hizo por mucho tiempo. No estamos frente a una autora accidental o que escribe iluminada por el hechizo de las musas, sino impulsada por el trabajo arduo y el esfuerzo contra viento y marea.

Es probable que todos llevemos un libro en el pecho, que todos tengamos una historia que contar, y más aún, una novela. Puede ser un juego de imaginación, o las vicisitudes de una bisabuela o la saga familiar en una casa de locos de remate. Pero no todo el mundo tiene las agallas de sentarse a lidiar con sus fantasmas y sus sueños y sentarse a escribir ese libro anhelado. Esas historias no escritas son perfectas cuando las imaginamos, pero dejan con mucha frecuencia dejan de serlo cuando se niegan a ser escritas como las imaginamos y pierden brillo y fuerza fijas en palabras en el papel. Por ello encontrar que alguien ha llegado a la meta es motivo de regocijo y satisfacción.

Todos tenemos un libro que escribir, y el tema no importa, lo que cuenta es la escritura, la manera de fijar una historia. Sí, todavía es posible escribir otra novela de amor si el autor sabe encontrar el perfil de sus personajes, el ambiente en el que se desenvuelven, el lenguaje que les da vida, la forma de la trama que la impulsa. A todo esto, podríamos llamarlo sabiduría novelesca, o el arte de escribir novelas.

Ariela ha escrito una novela corta donde nos muestra su incipiente sabiduría novelesca, su capacidad de escribir una historia que al final nos deja hambrientos de palabras y con más dudas que certezas (esto es deseable, y un elogio). Y de eso se trata la buena literatura: de movernos y conmovernos, de hacernos sentir y pensar, y dejarnos maltrechos por un tiempo, un tiempo que a veces se extiende por toda la vida. Franz Kafka dice en una carta de 1904 a su amigo Oskar Pollak: «creo que sólo debemos leer libros que nos muerdan y nos arañen. Si el libro que estamos leyendo no nos obliga a despertarnos como un mazazo en el cráneo, ¿para qué molestarnos en leerlo?»

Todos llevamos al menos una novela en el pecho. Tal vez (salvo esas excepciones que asombran, Rulfo, por ejemplo) se empieza a ser novelista con la segunda novela. Una meta que ya no está al alcance de cualquiera, salvo de los que han hecho del talento un aliado de su sabiduría novelesca para contar historias.

El guardián de las mentiras es la historia de Caro, Carolina, una mujer mexicana, joven y guapa, audaz y sexy, inteligente y libre, casada con Andrés y madre de dos hijos que no conoce límites y necesita arriesgarlo todo para sentirse plena y viva. Aburrida de su vida, de su empleo, de su matrimonio, de su marido (tal vez de Carlos, su hijo; pero no de Ela, su hija), se muestra adúltera, complicada, lúcida, radical, locuaz: desquiciada: fuera de quicio. A Caro podría definirla una palabra: transgresión. Sin romper barreras, su vida no tiene sentido.

Es esta una historia de amor, tal vez, siempre y cuando sea adúltero y clandestino, siempre en fuga:  Me da miedo que un día te tome la mano y mi corazón siga latiendo con normalidad, le dice a Kanan, su amante. Kanan es un misterio, no sólo para el lector, también para Carolina, lo que está claro que es el señor de la mentira. Y la mentira es uno de los temas que atraviesan la novela. Y sus razones y sus consecuencias, por supuesto.

Kanan es un santón, un misionero, un predicador, un actor, un fanfarrón, un impostor. Tal vez una ilusión y un gran misterio. Caro, no se engaña, se dice a sí misma: Sí, Kanan es un mentiroso y por eso lo amo. Sus mentiras llenan mi vida de posibilidades. Sus historias me convencen de que nada es real y que al mismo tiempo todo lo es.

Los cuatro primeros personajes (Caro y Andrés, Kanan y Karla, la amiga) tienen perfiles tan claros y definidos, aun en sus contradicciones, que nos muestran en un espejo novelesco que estamos muy lejos de ser ese modelo de coherencia y cordura que queremos ver cada mañana frente al espejo del baño.

Es esta una novela de contrastes. Sobre Santa Fe, donde vive, dice Caro:  es un basurero convertido en oro, y en esos viajes, sí esta también es una novela de viajes, mostrará la miseria de los heredados, la pobreza extrema, comunidades de casas sin agua ni drenaje, sin techo. Las voces y los personajes nos dan cuenta del registro popular, del pensamiento mágico y la profunda ignorancia frente al discurso culto y racional. Aparece el lenguaje impúdico, escatológico. Los contrastes revelan, en su oposición, una visión lúcida y descorazonadora del país.

La vida familiar, la crianza de los hijos, la escuela de los niños, el muy temprano tedio conyugal, un amor breve e intenso, desquiciante en su irrealidad, nos incomodan y nos mueven. Y advierto desde aquí que esta novela es inverosímil, imposible, fuera de las coordenadas de lo que sucede en este mundo, pero no por ello menos real y menos humano que tantas historias apegadas a lo ordinario, común y cotidiano. Desde la ironía, el sarcasmo y la crítica ácida, recursos que Ariela maneja con extrema eficacia, así como varias técnicas literarias, como puntos de vista contrastantes, diversos narradores y otras herramientas técnicas, la novela se erige como un edificio novelesco sólido y relevante en su estructura nada común. El estilo es directo, cortado, afilado, rudo, de una prosa áspera, que no muestra piedad ni delicadezas. No hay descripciones, ni metáforas ni comparaciones y ensoñaciones ni embelesos. Esta escritura es fría y directa, y yo lo agradezco.

Caro es un personaje de una fuerza extraordinaria. Lúcida y honesta en su cinismo, sabe lo que no quiere en la vida, y huir de ello pareciera su misión, su razón de ser. Dice, sin engaños: Una puede concentrarse en el gris del asfalto o el morado de las jacarandas, es cuestión de perspectiva. Tal vez lo difícil para ella es saber lo que quiere, porque está dispuesta a dinamitarlo todo.

El personaje de Karla merece una mención aparte. Este personaje que va de amiga imaginaria o perfecto embuste a la encarnación del mensajero de Kanan, le da la vuelta a la novela, y nos muestra la ficción dentro de la ficción. La escena en la que irrumpe en el departamento de Carolina y Andrés es de antología.  

Me pregunto su Ariela ha imaginado a una mujer de hoy o un ser imposible; me inclino a pensar en la primera opción. En las películas y los cuentos podemos hacer todo lo que no podemos hacer en la vida real. La rebeldía de Carolina es uno de los signos de la novela, y la fuerza destructora que arrasa lo que aparece a su paso.

En una novela, género abierto y sin reglas, pareciera que debe caber todo. Aquí cabe el amor y el desamor, la vida y la muerte, los hijos y el sentido de la vida, la familia y la sociedad, la riqueza y la miseria, la aventura, el viaje, la búsqueda y, quizá, en el fondo, una luz que muestra tenuemente el camino. Es decir, en El guardián de las mentiras se encuentra lo que esperamos de las novelas. Tal vez porque es un texto que genera más preguntas que respuestas, y ese es un motivo para celebrarlo. ▪

31 de mayo de 2025

Alimento sólido para mascotas

Llamamos croquetas al alimento industrial, sólido, para mascotas, principalmente para perros y gatos. La croqueta, en realidad, es una delicia de sartén, ovalada, crujiente, dorada y frita. Y las de jamón serrano, bien hechas, son un regalo de los dioses a la humanidad (en realidad, son de origen francés). 

Así que todo mal desde el principio. Llamarle croqueta a esa cosa dura y seca para las mascotas, es un atentado, una ofensa, para las mascotas, las croquetas y los paladares educados.  

Los ingenieros en alimentos, los fabricantes, la industria, y no pocos veterinarios y opinadores varios han difundido a los cuatro vientos que lo mejor que puedes hacer por un perro es darle croquetas. La lista de beneficios para las mascotas es larga, dicen: les limpian los dientes, balancean su nutrición, mejoran su digestión, las heces son más sólidas y fáciles de manipular, etc. 

Este alimento balanceado completo (existen fórmulas específicas para cachorros, perros adultos, perros enfermos y ancianos) ofrece ventajas, sin duda: comida equilibrada con proteínas, vitaminas y minerales. Pueden contener, además, antioxidantes y ácidos grasos. 

Digamos, aunque hay detractores con argumentos en contra de ofrecerlos como única dieta, que es un producto que satisface todas las necesidades de nutrición de las mascotas. Además, sólo hay que servirlos. No hay que prepararlos ni cocinarlos. 

Es muy común que una dieta casera, dicen, esté mal balanceada. Hace muchos años, pero no tantos que superen los de media vida humana, los perros domésticos comían sobras. En una olla que solía oler bastante mal, había lugar para restos de sopa, arroz, guisos varios, trozos de cualquier carne, tortillas...

A la comida casera, cualquiera que sea, hay que prepararla, guisarla, refrigerarla; invertir tiempo y esfuerzo. 

Los entusiastas del alimento sólido balanceado dicen que las dietas caseras pueden generar alergias o enfermedades crónicas y mascotas obesas. Y parece que darles cruda implica riesgos muy graves, enfermedades como la salmonelosis. 

En otros tiempos, la visita a la carnicería implicaba llevar un buen trozo de retazo con hueso para el perro, y ahora los veterinarios se escandalizan de esa práctica. Darle un hueso a un perro pronto será, al parecer, un crimen.

(Hace poco se registró un crimen, un homicidio, de un matrimonio propietario de una perrita que llegó a la mesa de un veterinario con un hueso de pollo atorado en el esófago. El caso exigía cirugía, que no se realizó porque no fue autorizada. La perrita murió, el veterinario también, a manos de esa pareja que lo culpó de negligencia.)

Me gustaría poder preguntarles a los perros qué dieta preferirían comer: alimentos frescos y variados, con carne (los perros son carnívoros) o ese alimento sólido y balanceado y nada barato todos los días de su vida. 

Alguien decidió, con enorme éxito, que los perros (y con ellos los gatos) sólo deberían comer eso que llaman croquetas. Y parece que se salió con la suya. Esa dieta podría ser la mejor opción, o un enorme equívoco que no excluye una dosis involuntaria de crueldad. 

Aunque alimentarse de lo mismo siempre es mucho más común de lo que pensamos. El hombre asiático puede comer arroz todos los días, como el hombre mesoamericano puede comer frijoles y maíz (tortillas) cada día de su vida. 

30 de mayo de 2025

Pardear la tarde

Pardear, como fin de la tarde, oscurecer, caer la noche, es una expresión mexicana, al parecer de origen campesino o rural. Supongo que su encanto y delicadeza para nombrar un suceso antes que una hora del día, le dieron una dignidad que la llevó a inscribirse en la alta literatura. 

También ha corrido con buena fortuna entre los diccionarios y los académicos, que la tratan con respeto y la definen con razonable corrección.* Su frágil versatilidad la ha llevado a ser considerada una locución adverbial o un verbo intransitivo. 

De cualquier modo, tengo la impresión de que su uso decae, tanto en el habla popular, urbana o campesina, como en la literatura. Tal vez este apunte es también un tímido lamento, una leve defensa de su causa. 

Consigno aquí los registros que tengo de su encuentro, cuando me sale al paso en la lectura. No aspiro a una investigación filológica, ni a una consigna en forma de su uso y frecuencia. Y añadiré con alegría otros felices encuentros como hallazgos. 

Registro aquí a tres autores mexicanos que la celebraron en obras que están a mi alcance. Se echa de menos que no aparezca en la obra de Alfonso Reyes, pero tal vez en su origen campesino se encuentre la explicación de esa ausencia. 

No he revisado las obras de Juan José Arreola, autor con el que me parece que podría haber una firme afinidad. Por supuesto, debe aparecer en los libros de otros muchos autores, y entre los citados, debe estar también en otras páginas. 

Pardear, el pardear, al pardear, me ha salido al paso aquí: 

Juan Rulfo escribe en el cuento «El llano en llamas»: «Se les veía la cara prieta entre el pardear de la tarde.» En «¡Diles que no me maten!»: «Los había visto por primera vez al pardear de la tarde, en esa hora desteñida en que todo parece chamuscado.» En Pedro Páramo: «Pardeando la tarde, aparecieron los hombres.»

Martín Luis Guzmán lo expresa así en las Memorias de Pancho Villa: «Al pardear la tarde salí con mi gente y el 7° de Caballería.»

Octavio Paz, en el poema «Conscriptos U.S.A.», dice: «—Pardeaba. Les dije entonces:»

Al parecer, el uso más extendido es pardear, pardeaba, pardeando... la tarde. 


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* El Diccionario de la lengua española, de la RAE, recoge al pardear como locución adverbial de México: «Al atardecer, al anochecer, al oscurecer.» (Definición que da Guido Gómez de Silva en su Diccionario.)

Diccionario de americanismos de la Asociación de Academias de la Lengua Española: a || al pardear, es una locución adverbial usada en México: «Al atardecer, al anochecer, al oscurecer.»

María Moliner, en su Diccionario de uso del español, dice que pardear es atardecer en México.

Manuel Seco et al., no recogen la palabra en la acepción de este apunte en su Diccionario del español actual.

Pardear para el Diccionario de variantes del español es un verbo intransitivo usado en México: «Anochecer – Atardecer – Oscurecer». «No tenemos todo el tiempo del mundo, la tarde ya está pardeando. Piñera, Falsas 234.»

Guido Gómez de Silva incluye en su Diccionario breve de mexicanos a la locución al pardear, como «al atardecer, al anochecer, al oscurecer.»

Al pardear, para el Diccionario de mexicanismos de la Academia Mexicana de la Lengua es una locución adverbial rural que dice: «Al atardecer, al oscurecer.» «Nos fuimos al pardear el día.»

Para el Diccionario del español de México, de El Colegio de México, pardear es un verbo intransitivo (se conjuga como amar): «Comenzar a oscurecer al final de la tarde: “El jacal del viejo Maclovio se vio concurridísimo desde que empezó a pardear.”»

20 de mayo de 2025

Medir el azul del cielo

El cianómetro es un instrumento que sirve para medir el azul del cielo. Qué delicioso objetivo. Por tanto, es esencial para poetas, compositores, cantantes, otros artistas y científicos. El gran Alexander von Humboldt llevaba uno cuando ascendió al Chimborazo, en el año 1802, y registró una medición histórica, un récord mundial. 

No puedo imaginar un objeto más dulce y noble, y que ofrezca un servicio más grande y útil porque, atendiendo las últimas y más profundas causas, ¿a qué más podemos aspirar los hombres en nuestro paso por la Tierra que medir el azul del cielo? No conozco una misión más alta, una razón trascendente, una recompensa más plena que la dicha de mirar y medir el azul del cielo.

En realidad, sí hay otro artefacto hecho por el hombre que puede ser rival del cianómetro en la cima del ingenio, pero se antoja mejor que son una mancuerna, un tándem lúdico y existencial. Son como hermanos. El caleidoscopio es un instrumento que, aunque sea usado en arquitectura y diseño, en realidad cumple funciones poéticas y metafísicas imposibles de alcanzar por otros medios.

El cianómetro y el caleidoscopio son dos hacedores de belleza, los mejores amigos de la humanidad. Los cronopios, y que conste que no pertenezco a esa tribu, consideran el calidoscopio su primer y más relevante instrumento de trabajo, y puedo dar fe de que no les falta razón. 

Yo tengo un caleidoscopio en mi mesa (en realidad tengo más de uno; digamos que una mínima y modesta colección), siempre al alcance de la mano, como aquellos aventureros del viejo Oeste que no podían prescindir del revólver ni un instante, ni de día ni de noche.

Desde hace tiempo quiero un cianómetro. En realidad lo necesito. No sé cómo he podido vivir sin calcular el azul del cielo. Pero el azar y las vicisitudes de la vida no me han concedido cumplir mi caro anhelo. No renunció a mi objetivo, algún día tendré un cianómetro.

Pero ahora, mi circunstancia y mi salud menguante me han llevado, en mi condición de nuevo hipertenso, a la necesidad de adquirir un baumanómetro o tensiometro o esfigmomanómetro, e incluso manómetro, que de estas cuatro extrañas maneras se llama el instrumento médico que sirve para medir la presión arterial. En realidad, es un cacharro que no vale la pena. 

Ahora dos veces al día debo someterme a la aburrida toma de la presión arterial. Esta medición no sirve para darle sentido a la vida. No creo que mi caso sea grave. Me digo que yo no necesito un baumanómetro, sino levantar el calidoscopio y mirar la explosión de luz y geometría, de formas y color que se despliega ante el ojo. Yo lo que necesito en realidad, para consuelo y alegría de mi alma y para cuidar mi salud, es un cianómetro porque nada encuentro más urgente y necesario que medir el azul del cielo. 

29 de abril de 2025

Bette Davis, su vicio y su divorcio

Valery Larbaud llamó a la lectura el «vicio impune», y Michel Crépu revisa la impunidad de ese vicio, y concluye que el libro «sigue leyéndose» en el lector, aunque éste se siente a la mesa en una comida familiar, o una mujer padezca a un marido que no para de reñirle. Existe una suerte de clandestinidad, de fuga, que permite seguir entre las páginas de un libro mientras en el mundo persiste el devenir de la realidad.

Bette Davis fue una célebre actriz de Hollywood, que hoy sólo conocen y recuerdan los aficionados a aquellas comedias en blanco y negro de los años cincuenta. Sus ojos, grandes y muy expresivos contribuyeron a su celebridad, que se extendió hasta principios de los años ochenta, con una canción que ya es un clásico: «Bette Davis Eyes».

Bette Davis tenía un vicio, uno que Harmon O. Nelson, músico y su primer marido, no toleraba. Es cierto que había otros problemas conyugales, como que ella ganara mucho más dinero que él, etcétera. Pero la causa de la demanda de divorcio es muy clara. Se publicó en un diario el 6 de diciembre de 1938:

«Ella prefería su carrera de actriz a su matrimonio... delante de él [Nelson] ella leía hasta un punto innecesario... Ella insistía en leer libros y guiones incluso con invitados en casa... eso era muy molesto, intolerable».

Bette Davis era una lectora, y prefería leer antes que ocuparse de su matrimonio. Habría que informar a Larbaud y a Crépu que en este caso el vicio no fue impune, y tuvo graves consecuencias. Pero a Bette Davis tal vez no le importó demasiado, después de todo siguió leyendo y se casó otras tres veces. 

17 de abril de 2025

El estornino de Mozart

La anécdota es histórica. Sabemos que el 27 de mayo de 1784 Wolfgang Amadeus Mozart compró en una tienda de Viena un estornino y se lo llevó a su casa. Las razones por las que lo hizo son el primer punto de una larga serie de preguntas, muchas de ellas no tienen respuesta. El pajarito vivió cerca de tres años en la casa de los Mozart. 

La imaginación y la especulación han sido fecundas en la naturaleza de una extraña relación que no es un disparate llamar musical. Sí, el estornino cantaba e imitaba música de Mozart, pero también el canto del estornino se cuela a las composiciones del genio. 

La composición conocida como «Una broma musical» (K522), acusa una extraña colaboración que desentonaba con la armonía y el estilo galante, típico de las obras de Mozart. Incluso la compañía discográfica Deutsche Grammophon admitía en el texto que acompaña a su disco «la unión torpe, desproporcionada e ilógica de un material poco inspirado». Por no hablar del origen y los atributos de Papageno, personaje central de La flauta mágica. Detrás de ese hombre/pájaro hay un pájaro de verdad. 

Todo comenzó cuando el estornino de Mozart cantó la melodía del rondó del Concierto para piano No. 17, que por esas fechas no se había ni siquiera estrenado. No sabemos si el pájaro cantó su parte o Mozart la compuso, la tocó y el pájaro la repitió, con tanto acierto y musicalidad, y tantas veces, al punto de despertar el asombro y dar pie a una amistad y colaboración que duró tres años. 

El estornino vivía en cantaba en el salón de los Mozart como un miembro más de la familia, y cuando murió Wolfgang el rindió una sentida ceremonia fúnebre. 

Todo esto, y otras cosas asombrosas, las leí en una recensión de Eduardo Huchín Sosa en la revista Letras Libres sobre el libro Mozart’s Starling (Little, Brown, 2017), de Lyanda Lynn Haupt. (Existe una edición española: El estornino de Mozart (Capitán Swing, 2023).

Lyanda Lynn Haupt es una ornitóloga y divulgadora científica que, arrebatada por la idea de Mozart y su pájaro musical, investigó a fondo, y nos dio un libro en verdad inteligente, sensible, divertido y muy documentado. Una delicia.

La parte de la relación musical de Mozart con su estornino algo tiene de novela policiaca, pero también tenemos una visita a Viena, una recreación algo imaginaria de la casa de los Mozart, la condición de los estorninos en los Estados Unidos, donde poco falta para que sean calificados de terroristas (se portan mal, maltratan a otras especies, se reproducen de manera asombrosa, al punto de que el gobierno organiza matanzas, sí, cacerías indiscriminadas de estorninos para controlar la población).

Pero lo importante era la convivencia y el canto. Así que doña Lyanda se robó una pajarita y se la llevó a su casa. Allí aprendió y sufrió lo que es tener un estornino en tus habitaciones, pero sobre todo gozó y se divirtió en grande con un animalito tan inteligente, que hacía travesuras, le gustaba la música y cantaba (pero Mozart no era su compositor favorito).

A mí todo esto me parecía encantador, asombroso y me divertía muchísimo. Pensaba en mis amigos esencialmente mozartianos, Rolando, Antonio y Gerardo, y también en Jorge, que además de traductor profesional (ese es su oficio) y melómano sin remedio (ese es su vicio) algo tiene de naturalista, ornitólogo y amigo de los animales. Quise compartir mi entusiasmo y les envié la reseña de la revista. 

Jorge encargó un ejemplar de inmediato en alguna plataforma, una de esas de entrega casi inmediata. Y podría jurar que lo vi sonriendo desde la lectura de la primera página, aunque él estuviera en su natal Jalapa y yo en Ciudad de México. Más todavía, podría asegurar, sin haber sido testigo, lo que sucedió.

Puedo imaginarlo leyendo, feliz, a medianoche, en su cama. De pronto, como para él leer y traducir es casi el mismo acto, se levantó de un salto, fue a su mesa y empezó a traducir en su computadora ese libro que tanto le estaba gustando. Su manera de hacerlo suyo, de gozarlo al límite es traducirlo.

Unas semanas después recibí por correo electrónico su versión de El estornino de Mozart, que tradujo para su placer y alegría de sus amigos. No aspira a lucrar con su trabajo ni hacer una edición con su versión; lo importante era divertirse y disfrutar el trayecto. 

Lyanda Lynn Haupt, por su parte, dice: «My six books explore the intersection of humans and the wild earth.» No imagino una manera más amable y poderosa de acercarse a ese mundo salvaje que leer este libro. He empezado a poner atención a los pájaros. Los veo, los escucho. Les presto atención unos segundos. Nunca lo había hecho. Se abre un mundo que estaba ahí, al alcance de mi vista, y no había mirado.

31 de marzo de 2025

El Museo de las Relaciones Rotas

Hay museos imposibles, cuya existencia es un desafío a la imaginación. Hay bibliotecas que Borges no concibió. 

En este Cuaderno de Bitácora de lo Casi Inadvertido se da noticia del Museo Mundial de la Literatura, donde se guarda toda la literatura escrita, la que se escribirá y también la que nunca será escrita; y de la Biblioteca Brautigan, Biblioteca del Rotundo Fracaso, donde encuentran su sitio los libros que nunca fueron ni serán jamás publicados.*

Orhan Pamuk escribió El museo de la inocencia, una novela sobre los amores contrariados de Kemal, un joven rico obsesionado con Füsun, su prima lejana y pobre. Al parecer, quedó tan satisfecho y entusiasmado con su obra, de más de seiscientas obsesivas páginas, que creó el Museo de la Inocencia, donde guarda y exhibe muchísimos objetos como los mencionados en la novela. 

La función de ese museo es exhibir los objetos que son la representación simbólica y material de ese amor. El museo es real, existe, está en Estambul. No sé de otro museo que haya surgido, casi literalmente, de las páginas de un libro.

Pero ahora, lejos de libros y bibliotecas, se impone la no menos increíble historia de El Museo de las Relaciones Rotas, cuya creación, imposible negarlo, conlleva una pena de origen y su tristeza aumenta con cada caso y objeto/testimonio depositado y exhibido en sus vitrinas.

La razón de ser del Museo se puede resumir así: salvaguardar objetos que representan o encierran la memoria de parejas deshechas, separadas. El Museo recibe los pecios, por así decirlo, los restos del naufragio de las relaciones amorosas malogradas. Es un museo del desamor.

Dicen las crónicas que en un magnífico edificio, en el centro histórico de Zagreb, en Croacia, se encuentra el Museo de las Relaciones Rotas, que surgió de una ruptura. Cuando Olinka Vistica y Drazen Grubisic terminaron su relación y se partieron sus bienes, riñeron otra vez (lluvia sobre mojado), ahora por un conejito de juguete. 

En sus días felices, cuando uno de los dos llegaba al hogar, el otro, el que aguardaba en casa, le daba cuerda al conejo, que brincaba para recibir al recién llegado. Cuando alguno de los dos salía de viaje, llevaba consigo el conejo en su equipaje y le enviaba a su pareja, que se había quedado en casa, fotos de su mascota de peluche en los sitios que visitaba. 

Está claro que ese conejo bien valía esa última batalla. Ninguno cedió, los dos querían conservarlo, pero eso no era posible, salvo que lo partieran en dos, cada uno se quedara con una oreja, lo cual hubiera sido una práctica muy desagradable, cruel, insatisfactoria y estúpida. Entonces alguno de ellos tuvo la idea de preservarlo en algún sitio. 

Ese es el origen del Museo, cuyo proyecto se ajustó, maduró y realizó con el paso de algunos años. La ex pareja, Olinka y Drazen, ahora dirigen su museo: a su manera, todavía tienen un vínculo, siguen unidos por su proyecto postconyugal, por así llamarlo. 

El Museo recibe objetos procedentes de todo el mundo, que envían enamorados y ex amantes y ex cónyuges con el corazón roto con un texto que cuenta la historia del objeto y, por lo tanto, de la ruptura de su amor. 

El Museo, inclusive, recibe objetos y textos anónimos porque se considera que así los donantes pueden contar sus historias y miserias con plena libertad, sin pena ni vergüenza, y sin ser sometidos a la burla y los juicios de terceros.

El Museo recibe anillos y piezas de gran valor, de joyería y arte, pero también, por supuesto, desde cintas para el pelo y toda clase de objetos de la vida diaria. Lo que se tenga a la mano que haya pertenecido a la persona amada. 

En el acervo se cuenta también con objetos singulares, como una rebanada (congelada) de pastel, una bicicleta y un paracaídas que no se abrió (lo envío una mujer cuyo amante murió en el accidente). El Museo tiene más de cuatro mil objetos, pero sólo exhibe setenta a la vez. 

Aunque la mayoría de las piezas representan el fin de la relación amorosa de pareja, el Museo no se limita a los restos materiales de un amor romántico, de pareja; cualquier objeto que simbolice una pérdida es recibido. 

Un soldado de las guerras de la ex Yugoslavia envió, por razones muy válidas y poderosas, que sólo puedo suponer, la prótesis de su pierna pérdida. Cada objeto es la representación material de una historia, siempre triste y dolorosa. Algunos objetos revelan dramas debidos a la guerra, a desastres naturales o humanos, a tragedias, a separaciones forzadas por la migración. 

Al parecer, la vida es una larga sucesión de ganancias y pérdidas (Elizabeth Bishop tiene un poema célebre sobre el arte de perder), y no hay nada sorprendente en depositar en un objeto la memoria, la ilusión, el cariño de lo que se ha perdido, sobre todo si se trata de un ser querido. 

No tendría que sorprendernos la existencia del Museo de las Relaciones Rotas en Zagreb, lo escandaloso es que no tengamos una réplica, una sucursal, una versión local del museo en cada ciudad del mundo. Un museo así debería ser un servicio necesario, una necesidad de inobjetable utilidad pública. No olvidemos que, cada uno a su manera, todos tenemos el corazón roto. 

El Museo es un espejo de la vida emocional (solemos decir sentimental) de los hombres y las mujeres que van por la calle sin gritar su pérdida, pero con frecuencia con el alma en vilo. El Museo es, entonces, un sitio para compartir con el mundo lo más hondo que se guarda en el pecho, un repositorio del dolor. Sí. El Museo es un refugio para salvaguardar un objeto del absoluto olvido, del naufragio universal del inexorable desamor. 

Pero no todo se puede enviar al Museo, existen límites, por supuesto. Luego de dividir en dos y repartirse el patrimonio, la pareja debe llegar a acuerdos sensatos y cada uno de los náufragos deberá encontrar qué pieza es digna de ser preservada en el Museo. Si es posible conservar en una vitrina un conejo saltarín de juguete, no es posible hacerlo con las mascotas. Recuerdo ahora que Jesse & Joy, estrellas del pop, cantan una canción que se llama: «¿Con quién se queda el perro?» Por supuesto, es uno de sus grandes éxitos. 

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*Véase en este blog el apunte «El Ministerio Mundial de la Literatura y la Biblioteca del Rotundo Fracaso», del 23 de abril de 2010.

Sobre la biblioteca de los libros siempre inéditos y jamás publicados, véase en este blog el apunte «La increíble Biblioteca Brautigan», del 21 de diciembre de 2017.

26 de marzo de 2025

El sentido de la poesía

Heredamos de nuestros mayores mucho más de lo que suponemos. No me refiero sólo a la talla, los rasgos del rostro, el color de los ojos, sino a gestos, creencias. Heredamos malos hábitos, manías, fobias y defectos.

Yo recorto artículos, fotos, notas de periódicos y revistas desde que tengo memoria, tal como lo hacían mi padre y mi madre también. Mi padre actualizaba la enciclopedia con las novedades de personajes ilustres y sucesos históricos, de manera que las páginas de esos tomos grandes y bien empastados, guardaban recortes de periódicos con notas necrológicas y hechos relevantes.

De las páginas de una antología de poetas mexicanos nacidos en los años cuarenta del siglo XX ha vuelto al mundo, a la vida, en una extraña exhumación involuntaria, un poema que recorté de una revista a principios de los años ochenta. 

El libro, el poeta y el poema estaban olvidados en la biblioteca, y sé que así hubieran seguido si no reviso esa antología en busca de otra cosa. Al hojear el libro, el poema ha salido de su letargo, y lo he recordado todo. La revista, mi conmoción con el poema, las circunstancias, que tanto me decían entonces. Podría decir que me llamaban. 

Pero no recordaba haberlo puesto a resguardo en el libro, y tampoco que buscara o frecuentara al poeta, que un día vi entre los comensales de una taquería del sur de la ciudad. 

El poema ha vuelto, y aunque todavía lo disfruto, ahora me habla del que era yo cuando lo recorté y guardé como el acta poética de un momento de mi vida. Encontrarlo ha sido encontrarme, recordarme. Lo que queda es el poema. 

Escribe Milan Kundera que «El sentido de la poesía no consiste en deslumbrarnos con una idea sorprendente, sino en hacer que un instante del ser sea inolvidable y digno de una nostalgia insoportable» (La inmortalidad). No podría decirse mejor. Ahí está cifrado el sentido del poema, su razón de ser y su efecto. 

«La muchacha lejana» es el nombre del poema de Marco Antonio Campos, fechado en 1980. Dice:

La conocí en noviembre del setenta y dos | en una fiesta | que sólo nosotros recordamos. | Se llamaba Ingrid —eso dijo— | y pocas veces he visto por la tierra | más bellos muslos, más leve golondrina que volaba. | Tres años con idéntica ternura —simple, exacta— | escribió las cartas más bellas que conservo. | Volví a Bruselas y dos días bajo lluvia | busqué su fantasma, días antiguos, | los días imposibles, ¡qué mañana! | Su madre la negó por el teléfono. | Pasó el tiempo. | Pasó el juego de inventarla en ciertas épocas. | Pasaron sábados y crisis y costumbres | y no volví a saber de ella hasta hoy, | cinco años más lejos, más delgados, | en que escribe: | «Me casé hace dos años. A veces te recuerdo. | La vida pasa y aún busco mi equilibrio. | ¿El pasado? | Qué bello es el recuerdo. | ¿Pasaste por Bruselas? ¿Por qué no me buscaste?»

20 de diciembre de 2024

El tío Salvador

Salvador Llarena Díaz nació hacia 1900 en el puerto de Veracruz, hijo y nieto de empresarios españoles... me dice mi madre, solemne, grave, orgullosa de su linaje. Sabe que grabo su voz para este apunte, y cuando pongo en marcha la grabación se pone seria y se endereza en su silla y pareciera que está en una tertulia de la radio o en una declaración ante un juez. Le pido que me hable de ese personaje entrañable y casi olvidado, el más extraño de la familia. 

Salvador Llarena era el hermano mayor de mi abuelo Ramón, que también nació en Veracruz en 1910. Recibió la educación de los señoritos de entonces, y también sus privilegios. 

Su padre, Eusebio, murió cuando Salvador tendría veinte años, me dice mi informante (y me promete buscar en sus papeles, en los archivos familiares para buscar la fecha de muerte de su abuelo, y todas las otras fechas de esta historia). 

La muerte inesperada del padre lo obligó, como a ciertos héroes de Conrad, a convertirse en jefe de familia al fin de la adolescencia. Tuvo que dejar los estudios. Se hizo el padre de sus hermanos menores, Modesto, Ramón y Mundo, y en el soporte de doña Virginia Díaz, su madre. También tuvo que ponerse al frente de la empresa familiar. Y tuvo éxito como empresario.

Era un hombre guapo, serio, formal. Pronto se convirtió en un buen partido para las muchachas de la colonia española de Veracruz (sic). No le faltaban enamoradas, y aunque coqueteaba y salía con chicas, ninguna ganaba su corazón. Con los años, se casaron sus hermanos. Él permanecía soltero. 

Al fin apareció la mujer de sus sueños: María. El tío Salvador enloqueció de amor. Vivió el amor loco. Se casó con su único y gran amor. 

María era guapa, alta, rubia, atractiva, muy gallega (sic). Una buena persona, simpática. Una muchacha de la que Salvador se enamoró desde que la conoció.

A mi informante la faltan fechas, datos. Pero es un hecho que el matrimonio sólo duró unos cuántos años, y no tuvo hijos. María enfermó; debe de haber sido algo así como un cáncer muy agresivo, que en unos meses segó una vida joven y plena. 

Llevaron a María a Ciudad de México desde Veracruz. Fue a consulta con los médicos más célebres. Murió en un hospital privado de la capital. 

Salvador, el tío Salvador, perdió el sentido de la vida. Dijo que no quería vivir sin María. Y lo dijo en serio: se descerrajó un tiro en la sien izquierda.

 No era un hombre de armas, no tenía una pistola, o nadie lo sabía en la familia. Dónde y cómo consiguió ese revólver son dos de las muchas preguntas sin respuesta. Pero está claro que no sabía disparar. Le sobrevino otra desgracia, la peor para un suicida decidido: no pudo matarse, no supo matarse. 

No apuntó a la sien exactamente, o movió el cañón en el último instante. El balazo le destrozó el ojo izquierdo, pero nada más. Sus facultades quedaron intactas. Su vida no corrió peligro. 

Si no era zurdo, estaba jugando ruleta rusa con Dios. Si era zurdo, como supongo, no supo cómo colocar el arma. Tal vez no había cumplido los cuarenta años. Prefería irse del mundo que ser el viudo roto, destrozado, por la partida del gran amor de su vida. 

El tío Salvador fue un fallido aprendiz de Werther, que pagó su error con dolor y amargura y soledad el resto de su existencia. Perdió el gran motivo para vivir. Mi madre define así su drama: «Murió junto con María. Siguió con vida pero no tenía vida.»

Instalaron al tío Salvador con su madre en una casa de Ciudad de México. Mi abuelo se hizo cargo del negocio. La familia lo arropa, le procura bienestar. Luego lo mudaron a la casa contigua a la de su hermano Ramón, donde crecieron nueve sobrinos que lo visitaban. Un ama de llaves cuidaba de él. El tío Salvador estaba muerto en vida. Vivía ensimismado en su dolor, en sus desgracias. 

Su casa era oscura, austera. Olía a encierro. Las persianas siempre estaban cerradas, echadas las cortinas. Era la casa de alguien que le ha dado la espalda al mundo. No salió de sus habitaciones en años. Literalmente y llanamente no salió de su casa en mucho tiempo. 

Comía bien, pero poco. Vestía bien, sin gracia ni lujos. No tenía necesidades ni apetitos ni antojos ni gustos. Con el tiempo, se permitió escuchar la radio y con la ayuda de una gran lupa leer el periódico. No se aficionó a nada. Ni a los toros, ni al futbol, ni al boxeo, ni a la zarzuela (que de joven le gustaba). 

No iba a un restaurante ni a una cantina. No iba al parque. Tampoco iba a misa. No le interesaba nada, absolutamente nada. Y nada le importaba. Su única alegría, su verdadera razón vital de cada día fue su perro. 

Se resignó. Aceptó vivir sus días sin María. Es decir, no volvería a intentar suicidarse. Pero nunca logró salir de la oscuridad en la que cayó. Me pregunto si hoy un médico competente y los medicamentos adecuados, desde el principio, no hubieran podido hacer algo o mucho por él. La pastilla correcta le hubiera cambiado/salvado la vida. 

Tenía el párpado cerrado, pero no le pusieron un ojo de vidrio, ni un parche, ni gafas oscuras. No había motivo, no salía de casa. Y ante la insistencia sin fin de la familia para que se incorporara a las comidas del domingo, a las celebraciones de cumpleaños y Navidad, decía que no quería que nadie lo viera en su condición. 

Con el tiempo, la visita de los sobrinos nietos le dieron momentos de entretenimiento y alegría. Cuando asistió con un parche a la fiesta de quince años de la mayor de sus sobrinas, ese fue el verdadero acontecimiento de esa noche. Hacía al menos diez años que no salía de su casa.

Galán en su  juventud, ya viejo recibía la visita de Mercedes, Mechita, ya viuda, amiga o pretendienta de juventud. Ella lo acompañaba un poco, de vez en cuando. No admitía la visita de extraños; no había amigos ni conocidos. 

Ya grande, se tornó amable, empático. Hizo con algunos parientes un viaje a Cantabria, a conocer la tierra de sus padres. Su vuelta al mundo fue tardía y poco fructífera. Tal vez ya era muy tarde. Su encierro tal vez había durado cerca de treinta años. 

Tengo el vago recuerdo infantil de haberlo visto un domingo en la tarde, solo, abandonado, sentado en el escalón del zaguán de su casa. Eso es todo. 

Enfermó. Su hermano Ramón estaba de viaje con su mujer. Sus sobrinos lo llevaron a un hospital. Lloró. Alguien lo vio llorar. Tal vez por su vida, por su tragedia, por el recuerdo de María. Murió solo, nadie lo acompañó en el trance trascendente. Murió como vivió. Mi tío Salvador cuando se fue tendría, tal vez, me dice mi madre, setenta y cinco años.

17 de noviembre de 2024

Las cartas de una pachanga de compadres

Las cartas del Boom (Alfaguara, 2023) reúne la correspondencia entre Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, de 1959 a 1975. La recuperación de las cartas, que algo tiene de exhumación y milagro, y luego acreditarlas, ordenarlas, cotejarlas e investigar su contexto se debe a cuatro dedicados y estupendos editores que han logrado un volumen impagable.

El libro se completa con un prólogo revelador y apéndices, otros textos de los cuatro novelistas (sobre alguno de los otros tres), documentos, una cronología e índices. Mención aparte merecen las cerca de setecientas notas que ofrecen información valiosísima para comprender las cartas, su contexto y personajes mencionados.  

Su publicación generó reseñas, comentarios, menciones y polémicas en medios y redes sociales. La palabra boom, entendida como grupo o movimiento literario o estrategia publicitaria/mercantil/editorial es, todavía, un escándalo; su poder no mengua; es letal y explosiva como una granada de mano lanzada sobre la mesa. 

El tema es viejo, y las opiniones varias y diversas. La sociología de la cultura puede explicar algunas condiciones y circunstancias que favorecen la creación artística, pero algo escapa a las explicaciones y respuestas fáciles, un buen puñado de obras maestras no se escriben por decreto y ni se planean en el despacho de una agencia.

Se vieron muy poco. Sólo hay dos testimonios, uno de Pilar Serrano, esposa de José Donoso, que narra un encuentro en un restaurante en Cataluña, en diciembre de 1971, y la segunda ocasión fue durante la cena en Bonnieux, Francia, el 15 de agosto de 1970, un día antes de reunirse en la casa de campo de Cortázar en Saignon, que terminó en un «una pachanga espasmódica», según el anfitrión, en una carta a Eduardo Jonquières. Si esto es así, los cuatro sólo estuvieron juntos, acompañados de otras personas, en tres ocasiones. La única foto conocida en la que ellos aparecen es justo la de esa noche en Bonnieux. 

El libro, una pachanga de compadres, para decirlo con una cita de García Márquez, es una mina de oro, una para los lectores interesados en esos cuatro enormes autores, el núcleo duro del boom; en una fuente de satisfacciones y alegrías y sorpresas para los admiradores y seguidores, o una colección insufrible para aquellos desapegados a los que las vicisitudes de los autores y el devenir de sus libros los tiene sin cuidado. 

Aquí hay un poco de todo: el nacimiento de amistades, elogios, reseñas y comentarios elogiosos entre ellos, planes, proyectos, noticias de sus libros y viajes, comentarios, recomendaciones de traductores, editores y agentes literarios, y hasta la crisis política en Cuba por el caso Padilla que tuvo efectos devastadores en este grupo sin grupo (como los Contemporáneos). Las cartas cambian con los años, como cambian todas las relaciones. 

Las cartas, la simpatía, la confianza no son homogéneas, ni va pareja a los cuatro autores y destinatarios. Vargas Llosa detestaba escribir cartas; las suyas son más escuetas, más centradas en el trabajo de escribir libros. Carlos Fuentes era omnipresente, estaba informadísimo, lo sabía todo; tenía relaciones amistosas o políticas con todo mundo. Julio Cortázar escribe críticas a fondo sobre los libros de sus amigos, y terminó por hacer un triste papel, casi de comisario, en su defensa del totalitarismo castrista; y por momentos, fue quizá el más arrogante. Gabriel García Márquez fue el más abierto, el que hablaba de sus necesidades y de su mujer, de su falta de dinero, de su rutina y su jornada. Pide información, datos, ayuda; comparte su vida. Era el mejor corresponsal, el mejor amigo de sus amigos. Y lo mostró de varias maneras, una de ellas en su propia literatura. 

Por las cartas del boom me entero de que García Márquez les hacía guiños deliciosos a sus amigos, se "apropiaba" de personajes de sus compadres y los incluía en sus propios libros.  

En una carta a Carlos Fuentes, del 30 de julio de 1966, le pide que le solicite a Cortázar el número del edificio de la rue Dauphine de París en el que estaba la pieza de la Maga y Horacio, y también la autorización para incluir a Rocamadour, el hijo de la Maga, personaje trágico y célebre de Rayuela, en Cien años de soledad. La cita es larga, y la transcribo completa porque no puedo recortarla. Dice así: 

«Gabriel se había hecho reembolsar el pasaje de regreso para quedarse en París, vendiendo los periódicos atrasados y las botellas vacías que las camareras sacaban de un hotel lúgubre de la calle Dauphine. Aureliano podía imaginarlo entonces con un suéter de cuello alto que sólo se quitaba cuando las terrazas de Montparnasse se llenaban de enamorados primaverales, y durmiendo de día y escribiendo de noche para confundir el hambre, en el cuarto oloroso a espuma de coliflores hervidas donde había de morir Rocamadour.»

García Márquez, en carta del 20 de marzo de 1967, le cuenta a Vargas Llosa que acaba de corregir las pruebas de imprenta de Cien años de soledad y que ya no le sabe nada, fiel a la sentencia de Hemingway que hace suya en una carta anterior: «todo libro terminado es como un león muerto». Le dice que ya no hizo cambios, decidió dejar el libro como estaba en vez de cambiarlo todo, como era su deseo en noches de insomnio. 

«Lo único que modifiqué por completo fue la situación y el ambiente de un burdel de Macondo, que según mis recuerdos era una casa de madera en medio de un arenal, y que a última hora resultó ser sospechosamente parecido a cierto burdel de Piura.» La nota 289 de las Cartas dice sobre esta cita: «Humorada referida al burdel zoológico de Cien años de soledad, sin parecido con el burdel de La casa verde [novela de Vargas Llosa]. Sin embargo, GGM insistiría en establecer una relación entre ambas novelas meses después, en su diálogo público con MVLl en lima: "Estoy absolutamente convencido de que la monja que lleva al último Aureliano en una canastilla es la madre Patrocinio de La casa verde

Un juego fino, una gozada. Lástima que la amistad de estos dos compadres, en su mejor momento una fraternidad, terminó el 12 de febrero de 1976, en el vestíbulo de un cine, en Ciudad de México, cuando Vargas Llosa le descerrajó a García Márquez un derechazo que le dejó un ojo morado. García Márquez no dijo nada, y Vargas Llosa no ha revelado las razones de ese violento rompimiento. 

El juego con Carlos Fuentes alcanzó un nivel superior, que revela la profunda simpatía entre ellos, al punto que la amistad permitía entrometerse en la vida y destino de personajes de libros ajenos. Le escribe García Márquez a Carlos Fuentes en una larga carta del 30 de julio de 1966:

«Tengo un problema: el mayor Gavilán, testigo del heroísmo de Artemio Cruz, se exilió en Macondo, fue uno de los promotores de la huelga contra la United Fruit, cayó en la masacre de los trabajadores, y fue arrojado al mar en un tren de 120 vagones donde los cadáveres como banano de rechazo. Sin embargo, leyendo y releyendo tu libro, no encuentro cómo se llamaba —¿Roque o Diego?— ni si tú le diste un destino que desmienta el que yo he dado. Te ruego contestarme esto lo más pronto que puedas.»

Así que un personaje de La muerte de Artemio Cruz acaba sus días de manera trágica en Cien años de soledad. El compadre Fuentes se toma en serio el encargo, y le responde a su compadre García Márquez el 26 de agosto de 1966, con lo que tuvo que haber sucedido para que su personaje acabara en Macono, y de paso revisa la historia de México:

«RE GAVILÁN: el buen mayor reaparece, ya muy cambiadito, en el burdel de la Saturno [...] preparando el chaquetazo de Obregón a Calles y con grado de CORONEL. Luego Artemio lo ve salir del despacho presidencial (Calles) [...] junto con otros amigos que habían estado la noche pasada con la Saturno. Es decir:  Gavilán pasó al régimen callista y para haberse exiliado debió hacer alguna de estas cosas: a) Ponerse del lado de Vasconcelos y contra el Jefe Máximo en la elección de 1932; b) Antes, unirse a los cristeros durante el Maximato de Calles; c) Unirse a la rebelión escobarista contra Calles; d) Más flojo: haber creído que Aarón Sáenz era el tapado en 32, cuando en realidad era Ortiz Rubio: e) Lo más viable: salir exilado cuando Cárdenas rompió con Calles en 1935-1936 y mandó al Jefe Máximo y su camarilla al exilio. En cuanto al nombre, puedes inventárselo. Roberto Gavilán como homenaje a Gavaldón, o Lorenzo Gavilán, que sería chistoso porque es el nombre del hijo de A. Cruz y quizás Gavilán fue su padrino.»

Eso de que un novelista autorice a otro a darle nombre a un personaje, de una novela ya publicada, no se ve todos los días. Pero el guiño no acaba ahí. García Márquez le cuenta a su generoso compadre, en carta del 30 de septiembre de 1966, cómo Lorenzo Gavilán encontró un sitio en Cien años de soledad.

«Gracias por las aclaraciones sobre el mayor (coronel) Lorenzo Gavilán. La cita quedó así: "Entre ellos (los instigadores de la huelga bananera) se llevaron presos a José Arcadio Segundo Buendía y la Lorenzo Gavilán, un coronel de la revolución mexicana exilado en Macondo, que decía haber sido testigo del heroísmo de su compadre Artemio Cruz.»*

La carta se extiende, el comentario es a fondo: «He aquí el final de tu personaje: la tarde en que el ejército acorraló y ametralló a más de 3.000 trabajadores en la estación del ferrocarril, José Arcadio Segundo y el coronel Gavilán estaban entre la muchedumbre.»

José Arcadio Segundo fue herido. Cuando despertó, maltrecho, se dio cuenta de que iba en un tren acostado sobre cadáveres. Se arrastró de un vagón a otro, repletos de muertos. «Solamente reconoció a una mujer que vendía refrescos en la plaza, y al coronel Gavilán, que todavía llevaba enrollado en la mano el cinturón con la hebilla de plata moreliana con que trató de abrirse camino a través del pánico.»

Y el remate de García Márquez es sorprendente, inaudito y memorable. Le dice a Fuentes: «Fini le pauvre colonel Gavilán, a quien yo llegué a querer más que tú, porque se portó como un hombre de los buenos en la gran huelga de Macondo.»

Vargas Llosa, en el ensayo «Cien años de soledad: el Amadís de América», publicado también en el volumen, dice que García Márquez también incorporó a su novela a Víctor Hughes, personaje de Alejo Carpentier. 

No se puede pedir más. Las cartas del Boom es también un retrato o una crónica de casi veinte años de la literatura latinoamericana. Es, a fin de cuentas, una pachanga de compadres. ¡Pura alegría! 

__________ 

* En la novela hay pequeñas variaciones con respecto a esta cita.

11 de noviembre de 2024

La vida en un trago

Cuando murió mi padre tuve que cumplir con la ingrata y amarga tarea de desmontar su departamento. Tenía que dejarlo vacío como exigía el siguiente paso: su venta, la especulación inmobiliaria. 

Empedernido lector de periódicos (era periodista), tenía al menos cinco metros de altura en rimeros de diarios y revistas en sus dos habitaciones, la sala y el comedor. También le gustaba acumular bolsas de plástico y de papel, botellas, frascos y toda clase de cajas, papel de envolver, cordeles y objetos inútiles.

Era una manía que adquirió con los años, aunque no era en sentido recto un anciano. Me parece que le significaba un gran esfuerzo, como una pérdida, deshacerse de las cosas, casi de cualquier objeto, aunque estuvieran rotas. Papá pensaba que un día les encontraría utilidad.

Comencé por la cocina. Tiré lo que había que desechar, y busqué dónde acomodar lo que pudiera servir. Conservé una vajilla, un juego de cubiertos y algunos utensilios, un par de aparatos electrodomésticos. Regalamos o vendimos la estufa, el refrigerador, las pocas ollas y sartenes usados y gastados; también desechamos los muebles que no tendrían sitio en casa de mi hermano ni en la mía. 

Seguí por la segunda habitación. El clóset estaba repleto de ropa. Había al menos veinte trajes, algunos de ellos nuevos, otros nos los había usado en años. Nada me quedaba, ni los zapatos (algunos pares finos y nuevos) ni las camisas ni los sacos. Conservé algunas corbatas. 

Su ropa me quedaba chica. Aunque apenas me llevaba dos o tres centímetros de altura, era insufriblemente delgado. Tenía el cuerpo reducido de un hombre que padecía acalasia: que desde joven no podía comer bien, no podía pasar alimentos por el esófago; hubo días, muchos, en los que no pudo tragar ni agua.   

Encontré y traje a mi casa su colección de cajas de cerillos (muchos japoneses, y todos de hace años, cuando empresas y hoteles se anunciaban en esas cajas, algunas bellas y otras ingeniosas), varios juegos de dominó, recuerdos de viajes, a los que era tan aficionado: ceniceros, destapadores, posavasos, platitos, banderitas, postales, una escultura miniatura de la torre Eiffel, un busto minúsculo de Napoleón y objetos varios. Muchos de estos fueron a dar a una bolsa de desechos.

Me entretuve revisando y clasificando los libros. Podía leer casi cualquier cosa, best sellers insufribles y libros de historia, buenas novelas y textos de reportajes sobre algún caso o suceso de ocasión. Muchos de esos libros fueron a dar a cajas que vendí por unos cuantos pesos. 

Embalé y guardé algunos cuadros, pequeñas esculturas. También traje a casa casetes y discos compactos, no todos, en nuestros gustos musicales se abrían abismos insalvables. Traje un radiocasete, otro reproductor de casetes, y una buena dotación de cintas vírgenes. También recuperé linternas y pilas de distintos tamaños. 

En su recámara estaba lo más cercano a él. En un armario encontré ropa interior, pijamas y ropa blanca. También estaban allí sus libros queridos. Una buena dotación de cigarrillos. Muchas lociones y navajas de afeitar. Su apreciable colección de encendedores, relojes, anillos, mancuernillas.

En el clóset encontré su caótico archivo personal, más zapatos. Más trajes, muchas camisas, cinturones, pañuelos. Una vieja pistola, pequeña, que no tengo ni la menor idea de dónde salió, y que estuvo sepultada al fondo de una gaveta, entre muchos y varios objetos, además de pañuelos y calcetines. 

En la parte superior, entre dos pequeñas maletas, encontré al menos veinte botellas de vino. Yo sabía que estaban ahí, pero las había olvidado. Eran vinos finos, sobre todo franceses y españoles. Algunos deben de haber sido muy caros. 

Pero apostaría a que mi padre no compró ninguna de esas botellas. Se las regalaron a lo largo de muchos años, y las acumulaba en un lugar seco y oscuro, lejos del alcance de extraños, incluso de sí mismo. 

«Voy a abrirlas en una ocasión especial, cuando tengamos algo que festejar, el día en que suceda algo bueno y extraordinario», decía. Ese día nunca llegó. 

Descorché una para alegrarme la tarea de empacar y desechar, y antes del primer trago supe que algo no iba bien, olía muy mal: el vino estaba pasado, echado a perder. Lo tiré en el fregadero. Abrí una segunda botella: estaba echada a perder. Abrí una tercera: tampoco podía beberse. 

Una a una las abrí todas, y ninguna estaba en buen estado. Una pena. Luego busqué un significado, un mensaje oculto. No lo encontré, salvo que algunos hombres viven con prisa, como si quisieran beberse la vida de un trago, y otros la dosifican, la guardan, la posponen, la añejan, como si el vino no se pudriera o la vida fuera para siempre.

23 de octubre de 2024

Werther

Las cuitas del joven Werther fue publicada en 1774, hace doscientos cincuenta años. Goethe tenía entonces veinticinco, y ya estaba en el centro de una polémica de la que tal vez todavía quedan rescoldos. Es un autor inmenso, un gigante, cuya obra aún nos cobija y deslumbra. Y su decisiva influencia perdura.

Desde entonces fue consagrado y venerado, y también acusado de perturbar a la juventud e incluso de provocar algunas muertes, lectores sensibles y suicidas, malheridos de amor que encontraron en el héroe de la novela su guía y modelo para liberarse de las penas de este mundo. 

Muy pronto el Werther fue traducido al francés y al italiano, se convirtió en un fenómeno europeo, en una obra muy difícil de esquivar o desdeñar en un tiempo en el que no había mercadotecnia, ni publicidad, ni redes sociales; y todavía no era lectura escolar obligatoria, como lo fue, y, aunque en reflujo, lo sigue siendo.  

Kafka intuía muy bien del peso de la escritura y la literatura de Goethe. Sabemos que mientras escribía La transformación (La metamorfosis la llamaban hace unos años), en noviembre y diciembre de 1912, bajo el efecto como un narcótico de haber iniciado relaciones con Felice Bauer, Kafka volvió al Werther y comprendió que «Goethe probablemente frena el desarrollo de la lengua alemana por el poder de sus obras». Más todavía: «Goethe me influyó por completo, agoté la fuerza de esta influencia y, por lo tanto, me volví inútil.» 

Esta afirmación, que nada tiene de kafkiana, es muy desconcertante en palabras de uno de los novelistas más significativos del siglo XX, y para no pocos escritores y lectores, el más grande de su tiempo. 

Cuando Kafka releyó el Werther, la novela había sido publicada ciento treinta y ocho años antes, y hacía ochenta que Goethe había muerto. Este hecho ofrece un indicio sobre el prestigio y el poder del enorme escritor alemán.

Sturm und Drang (tormenta e ímpetu) antes que el nombre de un movimiento artístico parecía el lema de batalla de Goethe, y tenía la fuerza de un volcán, sacudía conciencias, removía el pensamiento, usos y costumbres, el tiempo. Nadie como él había sabido leer con tanta claridad el zeitgeist, el espíritu de su época, la manera de sentir y de vivir las normas sociales en lo que podríamos llamar Alemania en ese momento. 

La novela epistolar ha sido traducida como las cuitas o las penas o los dolores del joven Werther. Sustantivos que revelan la edad de las traducciones y del texto original, de esos arrebatos insufribles, de esos amores fatales y malogrados, de ese desgarramiento sin fin ante la imposibilidad de conseguir el amor de la mujer amada. 

Y sin embargo se antoja un libro necesario, indispensable, uno al que hay que acudir para gozar y no olvidarlo nunca al menos una vez en la vida. Y si es posible en la primera juventud, mejor. Debe ser una de esas escasas obras de formación que cumplen su función de manera impecable. El que salga indemne de su lectura también habrá leído con provecho: se habrá recubierto de una pátina contra los amores románticos como de una armadura que, para bien o para mal, lo cubrirá en su vida y sus batallas amorosas. 

Werther nos habla de otro siglo (el tiempo hace visibles los cambios culturales entre las épocas), y las diferencias con nuestros días son evidentes; las dificultades que muestra para los lectores de hoy van del lenguaje a los usos y costumbres de esos amores tan imposibles como empalagosos, melodramáticos, con arrebatos nocivos como terremotos y tan poderosos y fatales como tsunamis.  

 Tal vez con el Werther se inicia esa curiosa relación de lectores (y toda suerte de consumidores de productos culturales) con el libro que los sacude y representa, el que canta la verdad de su alma, que los lleva a distinguirse, vestirse o disfrazarse como el héroe admirado. Los jóvenes se dispusieron a sufrir del mal de amores, iban por el mundo como Werther, y usaban abrigos azules y chalecos amarillos. 

 Se dice, incluso, que algunos imitaron las vicisitudes de Werther al punto de también cometer suicidio; nada nos impide pensar que hubo una ola de apasionados que decidieron vivir al extremo, al límite, el sufrimiento del que debe ser, para muchos, el modelo total del joven enamorado, que apostaba a todo o nada y que en ello le iba la vida. 

Parece que en Japón, a principios del siglo XX, Werther era la más acabada expresión de un impulso o voluntad de muerte que expresaba la belleza e intensidad de la vida. Una de las formas en que eros y tánatos volvían a aparecer, a hacerse nítidos en el imperio del Sol Naciente. 

Tal vez decae el número de lectores, y aún más el de devotos seguidores, y sin embargo Werther gana como modelo; la ópera de Jules Massenet se representa en todo el mundo, y dos tenores mexicanos, Ramón Vargas y Rolando Villazón la cantaron como dioses. Hay varias películas y adaptaciones teatrales. 

Quizá pronto podríamos imaginar con alguna certeza la trascendencia que Werther puede alcanzar, su sitio en la novela amorosa cuando en estos días empezamos a vivir el fin del amor romántico. Acaso el amor de Werther por Lotte sea uno de los más apasionados, intensos y genuinos de la literatura, y no sólo la alemana. 

Roland Barthes, notable profesor, semiólogo admirable, en el último cuarto del siglo XX emprendió una investigación con la impartición de seminarios en los que analizaba el amor, cuyos apuntes publicó como El discurso amoroso y Fragmentos de un discurso amoroso. 

Los libros están centrados, sobre todo el primero, del que se vendieron decenas de miles de ejemplares en 1977, en el Werther. La novela de Goethe volvía al centro del debate, del pensamiento y la discusión, y no sólo del mundo académico parisino. Es decir, Werther, el joven enamorado, volvía y tenía todavía algo que decir.

Ahora que celebramos su publicación hace doscientos cincuenta años, la tentación de leerlo es seductora. Pero habría que hacerlo con cuidado. No sólo esta ese cuarto de siglo de por medio, también los decenios que me separan de mi primera lectura. Será inevitable descubrir cómo ha cambiado Werther a mis ojos, cómo he cambiado yo mismo, lo cual se hará evidente a través de las ineluctables diferencias que encuentre en mis lecturas.

20 de octubre de 2024

Bajo la sombra de las jacarandas

La marcha del 8 de marzo, esa admirable manifestación anual en que las mujeres toman las avenidas, calles y plazas de Ciudad de México es una batalla por la vida, una expresión de amor y de recuerdo, una exigencia de paz y justicia, un llamado rabioso al fin de la violencia, un acto urgente de sobrevivencia.

Y la ejecutan con rabia y valentía, con orgullo, con el puño en alto, con el corazón roto. No hay un hecho público en la Ciudad de mayor trascendencia cívica y política que la manifestación de las mujeres en defensa de sí mismas. No hay otro más conmovedor, que pueda colmarnos de orgullo y a la vez humillarnos por su vergonzosa necesidad.

Dice Ana Esther Urquizo al comienzo de su libro, Bajo la sombra de las jacarandas. Una marcha, pasos que retumban, historias de feminicidios (Pluma de Bambú Editores, México, 2024), una sentencia impecable: «México es un país peligroso para las mujeres». Y es una desgracia que sea así.

Si buscamos cuándo y dónde, en qué tiempo y lugar, las mujeres no han sido víctimas de la violencia masculina, tal vez no encontremos ningún momento de la Historia, ninguna sociedad en que hombres y mujeres hayan convivido en igualdad, concordia y en paz. Pero algo muy profundo en el mundo está en movimiento, las estructuras empiezan a cambiar. Y las mujeres lo saben.

Este libro también es una marcha, la bitácora del dolor, de la angustia y desesperación, del duelo sin fin; los apuntes rápidos de una mirada que sigue y consigna el paso de las mujeres por las calles, exigiendo su derecho a la vida y la igualdad.

En uno de los relatos, Javiera, una periodista, va a la marcha sin cámara ni grabadora, sin pluma ni libreta. Lo verá todo, lo guardará en la memoria y luego lo contará. Eso es justamente lo que hace Ana Esther Urquizo.

Y la clave está en la mirada, en la manera de mirar, y en la suya hay simpatía por esas mujeres y su condición, hay empatía porque siente su sufrimiento. Incluso compasión, que es la capacidad de sentir pena y dolor por los males de otros. Por esa razón estas páginas nos mueven y conmueven.

Las historias de este libro son verdaderas porque cada una cuenta una verdad. Aquí se rememoran y siguen dolientes y vivos todos los feminicidios, todas las desapariciones forzadas, todas las agresiones y violencias. Este libro es un testimonio, un dolor, un llanto, pero también una promesa de búsqueda y recuerdo. Un homenaje para todas esas mujeres que ya no están, y que no dejarán de hacernos falta. Este pequeño libro con sus breves relatos es también un canto dulce, necesario y conmovedor.

11 de octubre de 2024

Activistas de la sopa

Dos chicas del grupo Just Stop Oil lanzaron sopa al cuadro Los girasoles de Van Gogh. Fueron condenadas a dos años de prisión.

Lo que estas activistas buscan es salvar el planeta, quieren que ya no se consuman combustibles fósiles y para ese justificadísimo fin van y le tiran una lata de sopa a un cuadro como si fuera la cara del presidente de una empresa petrolera transnacional o un ministro de energía entusiasta del petróleo. 

Luego de su tremenda acción, se quitaron la chamarra, mostraron la consigna impresa en sus camisetas y se pusieron muy quietecitas junto al cuadro chorreante en espera de que llegaran por ellas las fuerzas del orden. 

Y sí, llegaron. Y se las llevaron. Fueron detenidas, acusadas y un juez las juzgó y condenó a dos años por dañar el marco dorado de la pintura. El mundo es un sitio muy peligroso, muy injusto, porque, a ver, ¿qué culpa tiene el arte de las acciones más infantiles que dañinas de estas campeonas del aire limpio y las aguas cristalinas?

Por fortuna, claro, la obra estaba protegida, cubierta, de manera que no ha sido dañada y no hay nada que lamentar, salvo la irrupción brutal e inesperada en la sala de un museo, donde había algunos admiradores del arte a punto de alcanzar el éxtasis. 

Claro, dañar una pintura de Vicent van Gogh es un acto censurable, algo feo en verdad, por eso eligieron un cuadro protegido. Más que hacer daño, supongo, ellas querían llamar la atención. Decirle al mundo desde el video que una camarada suya grabó que detenemos el cambio climático o nos lleva patas de cabra. En esto, claro, no les falta razón, antes todo lo contrario. 

Supongo que en prisión tendrán tiempo de estudiar, de enmendarse (en términos de lo que por ello entienden el juez, el buen gobierno y las empresas petroleras), pero también de radicalizarse, de acumular rabia y odio y salir de prisión a cometer actos más nocivos que lanzar sopa.

Pero ahora, unas semanas después de la condena de aquellas dos, Just Stop Oil ha dado otro golpe. Tres decididas activistas volvieron a lanzar sopa sobre obras de Van Gogh en la National Gallery de Londres. Atentaron en contra de otras pinturas de la serie de Los girasoles. Los cuadros no sufrieron daños.

Esta vez, además de manifestarse contra las sucias energías fósiles, piden la liberación de sus compañeras, que están, dicen, injustamente encarceladas. 

El grupo terrorista de pacotilla o estos guerreros del ambientalismo, la tierra verde y el mar azul, como según quiera verse, claman a los cuatro vientos que hay gente en prisión por pedir el fin de nuevos proyectos de gas y petróleo. La verdad es que no les falta del todo la razón. 

La organización de marras publicó un video y confirmó el ataque. El museo londinense informó que las obras fueron retiradas de la sala de exhibición y examinadas por un experto. Confirmó que no sufrieron daños. 

Pude ver un video del segundo ataque. Mi instinto, que he desarrollado con la provechosa lectura de novelas negras y policiacas, me dice que no debemos desechar ningún indicio, ninguna prueba, ni desdeñar la menor sospecha. 

Me parece que no debe descartarse un odio visceral hacia la pintura de Van Gogh, pues es sabido y obvio que usaba cantidades inadmisibles de aceites para sus cuadros al óleo, y ya quedó claro que eso es muy nocivo para el planeta. 

Tampoco debe desdeñarse una preferencia, una decidida inclinación, algo así como un homenaje a Andy Warhol, lo que explicaría de manera impecable y asombrosa el uso de latas de Tomato Soup de la empresa Campbell. Sí, seguro que esas chicas son fans incondicionales del gran maestro del arte pop. 

Y tampoco debe dejarse pasar por alto la manera en que lanzaron la sopa. En verdad, Van Gogh se vio superado de manera humillante. Esas muchachas, amantes de la pintura, como buenas aficionadas (es decir, expertas) vertieron las latas de sopa de tomate con técnica impecable, al mejor estilo de Jackson Pollock.

Como se ha demostrado, no es cosa de lanzar sopa sin ton ni son, sino que todo responde a un proyecto político, a una propuesta estética y, sobre todo, como en toda la historia del arte, las obras y lo que les sucede tiene un significado y una explicación que no siempre son aceptadas y mucho menos comprendidas. 

Pero esa es quizá la función del arte: conmovernos, o ser usado para enviar un mensaje ecológico, que va muy bien con estos tiempos, tan frágiles y dados al activismo y el escándalo, en particular en las redes sociales, sobre todo si se transmite en vivo o al menos se graba en un video.