Si tras leerlo con atención y con él ánimo dispuesto un libro desfallece, si no nos conmueve y aun nos decepciona, si uno no puede gozarlo dos veces, no habrá valido la pena ni la primera lectura. Esa podría ser una medida que no hace gala de la diplomacia y la cortesía pero no excluye la justicia. Si un libro se nos cae de las manos, si no nos invita a volver a sus páginas, se habrá resuelto el desencuentro.
Alessandro Baricco va más lejos en el caso de los autores: un escritor, dice, no debe leer malos libros. No debe leer aquello que es inferior a su calidad. No hay razón para ello. Si después de unas páginas, las que sean, tres o cincuenta, el escritor encuentra, honestamente, que esa escritura es inferior a la suya, debe dejar de leer.
Inobjetable. Sin embargo, no es tan extraño encontrar lectores que se ha pasado media vida leyendo malos libros con impecable conocimiento de causa. Es posible que lean libros, uno tras otro, hasta el fin, con la certeza absoluta desde la primera página de que se trata de un libro muy malo (por no hablar del cine, las malas películas ejercen una extraña fascinación en no pocos espectadores que vuelven a ellas una y otra vez) y pospongan la lectura de autores mayores y de gran calado por no hablar de los llamados clásicos contemporáneos.
Más allá de los gustos y preferencias, de las discusiones estériles y los arrebatos, la mala prosa ensucia los ojos, se atora en la garganta, favorece la acidez estomacal, fomenta las pesadillas, enciende la cólera, cultiva el mal humor y perturba la razón. No soy partidario de censuras ni autoritarismos, pero hay ciertos productos en formato de libro que son nocivos para la salud.
Insisto: si un libro no vale la pena leerlo dos veces, no habrá valido la primera lectura. Respeto los gustos y las libertades, pero, por favor, oriente y ayude a sus vecinos y compañeros, a sus familiares y amigos: cuidemos la prosa que se consume. Es una cuestión de principios y responsabilidad ciudadana. La mala prosa es nociva, sus daños devastadores. Estamos, a fin de cuentas, ante un problema de salud pública.
Cuaderno de bitácora de lo casi inadvertido. (Apuntes para una literatura urgente.)
28 de abril de 2013
21 de abril de 2013
El silencio de los bosques
La primera noticia de El silencio de los bosques me la dio la propia Cecilia Urbina. Un día me habló de ella en un café. La novela no estaba escrita, pero Cecilia sabía muy bien lo que quería hacer. Me dijo: “Steve va al Louvre y no quiere saber nada del cuadro que mira: ni su nombre ni el del autor ni la técnica empleada o la fecha de composición. Nada. Sólo quiere observar los cuadros. Así también los osos, los pájaros, las pirámides, los árboles, los bosques. Mi personaje no quiere saber y no quiere contaminarse con la información que le dan otros, el mundo, los libros". No pensé que ese pudiera ser el punto de partida de una novela. Me alegro de haberme equivocado.
Novelista es alguien que ve y encuentra (Picasso decía: “yo no busco, encuentro”) una historia, un lenguaje, un punto de vista, una estructura. Alguien capaz de leer e interpretar y modificar la realidad para decir algo que no ha sido contado, o al menos no de esa manera. ¿A quién más se le podría ocurrir la historia de Steve? Un novelista ve una novela donde otros no la ven, incluso otros novelistas. Cecilia Urbina, entonces, es novelista.
Hoy separo en dos grupos a los libros: los que me dicen y me tocan, y los que nada me dicen. Los que me desquician y los otros. Los que me emocionan y los demás. Ya lo escribió Kafka: “Pienso que sólo debemos leer libros de los que muerden y pinchan. Si el libro que estamos leyendo no nos obliga a despertarnos como un puñetazo en la cara, ¿para qué molestarnos en leerlo?”.
No seré yo el que diga que El Silencio de los bosques es uno de esos libros que nos impone Kafka. No lo haré; esperaré pacientemente a que alguno de ustedes, sus primeros y naturales lectores, venga y me diga: “La novela de Cecilia Urbina me golpeó como un puñetazo en la cara”. Entonces, a ese lector o lectora le diré: “No me sorprende. Ponte un poco de hielo metafísico y sóbate el alma. Pero ahora dime, ¿qué te ha movido? ¿Dónde te duele más? ¿Qué cambió en ti? Y luego le diré: Por favor, envíale un ramo de flores a la autora. Dile: ‘Soy otra persona después de leer tu libro, o al menos: tu libro me ha permitido pensar sobre los árboles, los hombres, la soledad, el silencio, el abismo, de una manera en que no lo había hecho. Gracias’.”
Hay libros ejemplares en su composición, virtuosos en la técnica narrativa y que sin embargo no dicen nada que no hayamos visto en los manuales. Hay libros sobre temas gravísimos, dolorosos y amargos y, sin embargo, nada dicen a fin de cuentas, porque no nos mueven ni nos conmueven. No nos descentran. No modifican nuestro punto de vista, las frágiles certezas y los firmes prejuicios. Nada ofrecen que no aparezca en los periódicos.
Cecilia Urbina nos muestra que aún es posible acercarse a otros puntos de mira, rondar otros límites, empinarse a otras orillas y dejarse seducir por el vértigo de la existencia desde posibilidades que no habíamos sospechado. Libros como el suyo son los libros necesarios.
También necesitamos libros que no nos den felicidad, sino desasosiego, que nos inquieten y nos perturben, que nos hagan preguntas que no admiten respuestas fáciles, higiénicas, redondas y definitivas. No necesitamos mentiras consoladoras. Necesitamos ficciones que nos abran los ojos. Necesitamos libros que nos descentren, que nos muevan, para acercarnos y vislumbrarnos, a nosotros mismos y a los otros.
El silencio de los bosques nos invita a revisar la manera en que conocemos, en que aceptamos el conocimiento, el lado sensible del mundo. El conocimiento lo construimos a partir de circunstancias históricas, psicológicas, sociológicas, culturales. La epistemología, en el ámbito de la filosofía, se ocupa de las condiciones en que generamos y aceptamos el conocimiento, es decir, lo que sabemos del mundo y de los hombres y las relaciones entre éstos con el mundo. Con ella damos forma y coherencia a lo que vemos y pensamos y damos por cierto y verdadero.
Desde la novela de Cecilia podemos mirar, con ojos nuevos, algunos temas decisivos que sólo podrían ser los de siempre: el yo, la identidad, la soledad, la amistad, el quehacer del hombre en la Tierra, acaso el amor y sus fracasos. La novela es una pregunta y una invitación a mirar como no hemos mirado y cada uno de nosotros lo hará de distinta manera. Somos individuos, pero todos somos el mismo, el ser que enfrenta cada día los mismos problemas esenciales.
Una mañana, entre una y otra taza de café, Cecilia me dijo que Steve, su personaje, después de ver el mundo, quería verse a sí mismo. Entonces pensé: “Ese muchacho debería leer Verdad y método de Hans-Georg Gadamer, figura central y tal vez fundador de la Escuela Hermenéutica. Ambos creen que la interpretación (parte esencial del conocimiento) debe evitar la intromisión y la reproducción de los vicios, errores y defectos que surgen de hábitos mentales, prejuicios y juicios aceptados como verdaderos sin el menor examen.
En pocas palabras, Steve, que pasaba por un muchacho raro y desorientado pensaba lo mismo que uno de los grandes sabios del siglo XX: debemos centrar la mirada en las cosas mismas, no en los textos y las palabras que nos hablan de las cosas.
Estuve a punto de decirle a Cecilia: “Maestra, hágame el favor de recomendarlo a Steve que lea a Gadamer, le haría mucho bien. Crecería como personaje, ganaría un peso intelectual que definitivamente no tiene”. Estoy seguro que Cecilia intuyó mis intenciones y dijo: “Hay que pedir la cuenta”. Cecilia Urbina sabía muy bien lo que traía entre manos: quería invitarnos a mirar de otra manera. Por eso novelista.
Con su prosa precisa, fría e inteligente, El silencio de los bosques me ha dado no sólo una situación inédita, la escalada y la culminación del acto supremo de la aventura existencial de Steve, que yo jamás habría imaginado, sino la posibilidad de mirar con nuevos ojos esa circunstancia.
Me ha dado otra oportunidad de vislumbrar la soledad, de sentir que estamos metafísicamente solos y que, como quería Hölderlin, el hombre, pleno de méritos, habita poéticamente esta Tierra. El silencio de los bosques es la historia de un hombre que no quería saber, sino desde su experiencia descifrar el mundo y encontrar su camino.
Sí, Steve quiso hacer de su vida un poema. Uno cuya música sólo él conocía. A hombres y mujeres como él les llamamos, raros, extraños, extravagantes, excéntricos, frikis, outsiders y locos. Él tenía una utopía en el bosque, entre los árboles, en las alturas. Sí, era un raro, a su manera un poeta.
La lectura de El silencio de los bosques me ha confirmado que la experiencia humana es la misma y distinta en cada individuo y que cada uno tiene que limitarse a vivir su vida. Que somos individuos aislados y que a veces, en la amistad, vislumbramos la soledad de los otros como un árbol en el bosque.
He cerrado los ojos y al abrirlos, por un instante, he comprendido a uno más de nosotros. Además, El silencio de los bosques no se parece, en sus registros, su estética, sus medios, a ninguna otra literatura que se publique en estos días.
Gracias, Cecilia, por esta novela; gracias por el kafkiano puñetazo en la cara. Ha sido bienvenido. Recibe a cambio un aplauso como si fuera un ramo de flores. •
(Versión reducida de la presentación de El silencio de los bosques (Terracota), el 21 de febrero de 2013.)
Novelista es alguien que ve y encuentra (Picasso decía: “yo no busco, encuentro”) una historia, un lenguaje, un punto de vista, una estructura. Alguien capaz de leer e interpretar y modificar la realidad para decir algo que no ha sido contado, o al menos no de esa manera. ¿A quién más se le podría ocurrir la historia de Steve? Un novelista ve una novela donde otros no la ven, incluso otros novelistas. Cecilia Urbina, entonces, es novelista.
Hoy separo en dos grupos a los libros: los que me dicen y me tocan, y los que nada me dicen. Los que me desquician y los otros. Los que me emocionan y los demás. Ya lo escribió Kafka: “Pienso que sólo debemos leer libros de los que muerden y pinchan. Si el libro que estamos leyendo no nos obliga a despertarnos como un puñetazo en la cara, ¿para qué molestarnos en leerlo?”.
No seré yo el que diga que El Silencio de los bosques es uno de esos libros que nos impone Kafka. No lo haré; esperaré pacientemente a que alguno de ustedes, sus primeros y naturales lectores, venga y me diga: “La novela de Cecilia Urbina me golpeó como un puñetazo en la cara”. Entonces, a ese lector o lectora le diré: “No me sorprende. Ponte un poco de hielo metafísico y sóbate el alma. Pero ahora dime, ¿qué te ha movido? ¿Dónde te duele más? ¿Qué cambió en ti? Y luego le diré: Por favor, envíale un ramo de flores a la autora. Dile: ‘Soy otra persona después de leer tu libro, o al menos: tu libro me ha permitido pensar sobre los árboles, los hombres, la soledad, el silencio, el abismo, de una manera en que no lo había hecho. Gracias’.”
Hay libros ejemplares en su composición, virtuosos en la técnica narrativa y que sin embargo no dicen nada que no hayamos visto en los manuales. Hay libros sobre temas gravísimos, dolorosos y amargos y, sin embargo, nada dicen a fin de cuentas, porque no nos mueven ni nos conmueven. No nos descentran. No modifican nuestro punto de vista, las frágiles certezas y los firmes prejuicios. Nada ofrecen que no aparezca en los periódicos.
Cecilia Urbina nos muestra que aún es posible acercarse a otros puntos de mira, rondar otros límites, empinarse a otras orillas y dejarse seducir por el vértigo de la existencia desde posibilidades que no habíamos sospechado. Libros como el suyo son los libros necesarios.
También necesitamos libros que no nos den felicidad, sino desasosiego, que nos inquieten y nos perturben, que nos hagan preguntas que no admiten respuestas fáciles, higiénicas, redondas y definitivas. No necesitamos mentiras consoladoras. Necesitamos ficciones que nos abran los ojos. Necesitamos libros que nos descentren, que nos muevan, para acercarnos y vislumbrarnos, a nosotros mismos y a los otros.
El silencio de los bosques nos invita a revisar la manera en que conocemos, en que aceptamos el conocimiento, el lado sensible del mundo. El conocimiento lo construimos a partir de circunstancias históricas, psicológicas, sociológicas, culturales. La epistemología, en el ámbito de la filosofía, se ocupa de las condiciones en que generamos y aceptamos el conocimiento, es decir, lo que sabemos del mundo y de los hombres y las relaciones entre éstos con el mundo. Con ella damos forma y coherencia a lo que vemos y pensamos y damos por cierto y verdadero.
Desde la novela de Cecilia podemos mirar, con ojos nuevos, algunos temas decisivos que sólo podrían ser los de siempre: el yo, la identidad, la soledad, la amistad, el quehacer del hombre en la Tierra, acaso el amor y sus fracasos. La novela es una pregunta y una invitación a mirar como no hemos mirado y cada uno de nosotros lo hará de distinta manera. Somos individuos, pero todos somos el mismo, el ser que enfrenta cada día los mismos problemas esenciales.
Una mañana, entre una y otra taza de café, Cecilia me dijo que Steve, su personaje, después de ver el mundo, quería verse a sí mismo. Entonces pensé: “Ese muchacho debería leer Verdad y método de Hans-Georg Gadamer, figura central y tal vez fundador de la Escuela Hermenéutica. Ambos creen que la interpretación (parte esencial del conocimiento) debe evitar la intromisión y la reproducción de los vicios, errores y defectos que surgen de hábitos mentales, prejuicios y juicios aceptados como verdaderos sin el menor examen.
En pocas palabras, Steve, que pasaba por un muchacho raro y desorientado pensaba lo mismo que uno de los grandes sabios del siglo XX: debemos centrar la mirada en las cosas mismas, no en los textos y las palabras que nos hablan de las cosas.
Estuve a punto de decirle a Cecilia: “Maestra, hágame el favor de recomendarlo a Steve que lea a Gadamer, le haría mucho bien. Crecería como personaje, ganaría un peso intelectual que definitivamente no tiene”. Estoy seguro que Cecilia intuyó mis intenciones y dijo: “Hay que pedir la cuenta”. Cecilia Urbina sabía muy bien lo que traía entre manos: quería invitarnos a mirar de otra manera. Por eso novelista.
Con su prosa precisa, fría e inteligente, El silencio de los bosques me ha dado no sólo una situación inédita, la escalada y la culminación del acto supremo de la aventura existencial de Steve, que yo jamás habría imaginado, sino la posibilidad de mirar con nuevos ojos esa circunstancia.
Me ha dado otra oportunidad de vislumbrar la soledad, de sentir que estamos metafísicamente solos y que, como quería Hölderlin, el hombre, pleno de méritos, habita poéticamente esta Tierra. El silencio de los bosques es la historia de un hombre que no quería saber, sino desde su experiencia descifrar el mundo y encontrar su camino.
Sí, Steve quiso hacer de su vida un poema. Uno cuya música sólo él conocía. A hombres y mujeres como él les llamamos, raros, extraños, extravagantes, excéntricos, frikis, outsiders y locos. Él tenía una utopía en el bosque, entre los árboles, en las alturas. Sí, era un raro, a su manera un poeta.
La lectura de El silencio de los bosques me ha confirmado que la experiencia humana es la misma y distinta en cada individuo y que cada uno tiene que limitarse a vivir su vida. Que somos individuos aislados y que a veces, en la amistad, vislumbramos la soledad de los otros como un árbol en el bosque.
He cerrado los ojos y al abrirlos, por un instante, he comprendido a uno más de nosotros. Además, El silencio de los bosques no se parece, en sus registros, su estética, sus medios, a ninguna otra literatura que se publique en estos días.
Gracias, Cecilia, por esta novela; gracias por el kafkiano puñetazo en la cara. Ha sido bienvenido. Recibe a cambio un aplauso como si fuera un ramo de flores. •
(Versión reducida de la presentación de El silencio de los bosques (Terracota), el 21 de febrero de 2013.)
16 de abril de 2013
La Autobiografía de Salvador Elizondo
La vida por escrito
es literatura
Tenía treinta y tres años cuando terminó su Autobiografía. Al final de esas deslumbrantes cincuenta páginas anotó el nombre de una ciudad y una fecha para dejar constancia del lugar y día en que la concluyó: México, D. F., 15 de mayo de 1966. Ese día comienza la leyenda del texto autobiográfico más celebrado de la literatura mexicana del siglo XX.
La Autobiografía de
Elizondo es gran literatura antes que el recuento de una vida con momentos
solares y otros de innombrable sordidez, es la crónica de una vocación
artística que maduró en la mirada de un artista de la palabra que alcanzó la
excelsitud de su oficio. Ese pequeño libro es relevante por su crudeza, su
prosa descarnada, rabiosamente inteligente y su deslumbrante lucidez. Si
Elizondo cultivó la poesía, la novela, el cuento y el ensayo, la suya es pura
escritura en estado puro.
Esa
mirada a su pasado se proyecta sobre el futuro,
explícita o insinuada, textual o cifrada, en la narrativa que escribiría
en la segunda mitad de su vida. La nostalgia, la melancolía, el extrañamiento
ante el mundo, la lucidez y el registro estético de la Autobiografía
aparecerán en otros libros. Las razones para escribir una autobiografía pueden
ser muchas, en el caso de Elizondo, por prematura y lúcida, por su intensidad y
belleza, la Autobiografía
revela al hombre y las claves de su literatura, pero también es un libro que
debería estar en el “canon” de Elizondo y no al margen de la obra.
La Autobiografía en
sentido estricto no se llama así. En la cubierta dice: “Nuevos escritores
mexicanos del siglo XX presentados por sí mismos. Salvador Elizondo”. La
palabra autobiografía aparece en la página 13, al inicio del texto. El libro
tuvo éxito y contribuyó a forjar la leyenda de Elizondo. Pronto fue visto como
el genio y el loco, el extraño y el perverso por antonomasia en las letras
mexicanas. Elizondo vivió con el estigma de ser el brillante y el perturbado,
el cosmopolita y el extraño, el esnob y el outsider. El que lo sabía todo y el
de los juicios más extraños.
La Autobiografía ha
sido vista como un libro que contiene, en particular hacia el final, ante el
derrumbe del personaje y el fracaso conyugal, algunas de las páginas más
perdurables y malditas de la literatura mexicana.
La Autobiografía es
un libro cínico e incorrecto, misógino y presuntuoso, doloroso y crudo con una
impecable lección estética. Esas cincuenta páginas, intensas e inolvidables,
tienen un lugar entre los libros preclaros de la literatura mexicana. Son el
relato de un destino literario en el que el amor y la locura pasajera, el
horror y la pesadilla, los recuerdos y la cultura se funden con astucia literaria.
Es inútil pretender contrastar esas páginas con la vida del autor, la Autobiografía
es simplemente gran literatura. ▪
Al
escribir que escribe, Elizondo se escribe…
Octavio
Paz, El signo y el garabato
Tenía treinta y tres años cuando terminó su Autobiografía. Al final de esas deslumbrantes cincuenta páginas anotó el nombre de una ciudad y una fecha para dejar constancia del lugar y día en que la concluyó: México, D. F., 15 de mayo de 1966. Ese día comienza la leyenda del texto autobiográfico más celebrado de la literatura mexicana del siglo XX.
Esa Autobiografía de Salvador
Elizondo es un libro importante al menos por dos razones. En México, y en el
ámbito de la lengua española en general, redactar memorias y autobiografías es
una rareza y mucho más muy cerca del momento que Dante llamó la mitad del camino
de la vida.
Hay una razón que explica ese texto precoz: esta autobiografía
fue escrita por encargo y para ser publicada por Empresas Editoriales, S. A.,
en una colección que se “inspira en el propósito de dar a conocer en páginas
autobiográficas la fuerte personalidad de los jóvenes escritores mexicanos del
momento, para que el lector […] impresionado por la calidad humana y el
inteligente laborar de estos nuevos valores literarios, acuda desde luego a
conocerlos en su obra. Pretende por tanto esta serie de magros libros,
ensanchar y prolongar el cauce a la producción de la joven literatura mexicana”.1
Otros jóvenes escritores de entonces, como Juan García Ponce, Vicente Leñero,
José de la Colina ,
José Emilio Pacheco y Sergio Pitol, entre otros, también publicaron su
autobiografía en esa colección, pero ninguno de esos textos ha trascendido
hasta llegar a nosotros, hoy, más de cuarenta años después, más allá de la
bibliografía de cada uno de ellos.
Esos textos biográficos tienen interés para
los estudiosos y lectores entusiastas de esos autores, a diferencia del de
Elizondo, que ocupa un lugar central entre sus libros aunque no siempre ha sido
así reconocido. Esta es la segunda razón de la importancia de la Autobiografía
de Elizondo: no haber sido un simple texto apresurado de presentación de un nuevo
escritor para que el lector acudiera a la obra de ese autor, como si una
autobiografía fuera un mero apéndice al margen de la obra y no parte esencial e
indivisible de ella. Si así fuera en otros casos, no lo es para la escritura de
Salvador Elizondo, y no sólo por ser una fuente primaria y, supongamos,
confiable y fidedigna sobre los hechos y vicisitudes de la vida del autor.
En
realidad la vida de un autor es tan poco relevante para la literatura y sus
libros como si estos fueron compuestos en tipos de la familia Agaramond o
Baskerville. La obra explica y da sentido a una vida; nunca al revés. La obra justifica
la vida del escritor. Ciertos autores, entre ellos se cuentan algunos de los mejores, han logrado fundir
vida y obra en una unidad plena de correspondencias que sería imposible
aproximarse a profundidad a una sin hacerlo simultáneamente a la otra.
Tal vez
Elizondo sea uno de estos casos. No es común que la experiencia vital, la trayectoria
y la cuenta de los pasos por el mundo encuentren un espejo, literario,
artístico e intelectual tan nítido en las páginas de los libros de ese autor. La
vida es la misma para todos. “Cada hombre lleva en sí mismo plena ya la forma
de la condición humana”, escribió Montaigne, pero la manera de mirar una
cabellera y el perfil de una muchacha o la serie de los nenúfares de Monet, de
escuchar los Nocturnos de Chopin, de asumir la vocación por la escritura o la
locura y la concepción del amor y el erotismo son estrictamente personales e
intransferibles. En ellos consiste tal vez la individualidad, la singularidad
de cada hombre y sobre todo la calidad y la condición del artista.
Es el hombre por antonomasia que escribía. Elizondo
fue el escritor y el escribidor y el grafógrafo. El hombre de la caligrafía
asombrosa, el que dibujaba las letras, el de la estilográfica que escribía en
cuadernos sin cesar, de día y de noche,2 diarios, apuntes, relatos:
literatura, escritura pura.
Por ello la Autobiografía
debe ser leída como una Bildungsroman o novela de formación que termina
con la consolidación de una vocación literaria irrenunciable, íntimamente
ligada e indisoluble de la vida del autor al menos en su autoficción o su
escritura sobre sí mismo, pues estas páginas intensas fueron escritas después de la publicación de Farabeuf o la crónica de un instante, la deslumbrante
y desquiciadora primera novela de Elizondo, aparecida en noviembre de 1965 (obtuvo el Premio Villaurrutia ese año, cuando obtenerlo ofrecía algún
prestigio y guardaba una relación con las letras y pareciera incluso que era en
sí mismo un hecho literario), que muy pronto ganó reconocimiento de la crítica,3 de los novelistas4 y de un destacado historiador de la literatura
mexicana.5
Octavio Paz sabía que “para encontrar la
unión de sexualidad y muerte en la literatura mexicana hay que ir a López
Velarde […]; sobre todo, a las novelas y ficciones de Juan García Ponce y de
Salvador Elizondo”.6 Con los años, esos juicios no han cambiado, Farabeuf
sigue siendo la novela más singular, aislada y extraña de las letras mexicanas,
acaso la más terrible y lúcida para entrever el fondo descarnado de la dualidad
erotismo y muerte. Es el libro central de Elizondo, tal vez la expresión más
acabada de su maestría, pero también el más terrible.
Claudia Reina, luego de considerarlo un
autor notable y maldito, “no puede dejar de verse a Farabeuf como una
novela llena de erotismo (sádico, masoquista, perverso, pero erotismo)”, lo
reconoce como un creador excepcional de infiernos: “Farabeuf es un libro
siniestro, oscuro, perturbador, confuso […]; es un infierno textual digno de
Salvador Elizondo”.7
Desde 1965 corría ya la leyenda Salvador
Elizondo como el escritor más original (léase extraño, extravagante) de su
generación, y no ha cesado de hacerlo. “Al resaltar la propensión a la vida
interior, vale hacer énfasis en que nos hallamos ante un espíritu agitado.”8
Esta explicación de Daniel Sada ofrece una clave de la literatura de Elizondo:
la vida interior y sus demonios. Visto así, buena parte de la obra de Elizondo,
las novelas y los cuentos (lo que solemos llamar ficción), pero también sus
ensayos y otros escritos, responden al mismo impulso que anima la Autobiografía.
“La Autobiografía
resulta útil para explicarnos su formación, aficiones, y rasgos de
temperamento, y ayudarnos a comprender tan singular personalidad”,9
escribe José Luis Martínez, sin darle, como tantos críticos y comentaristas, un
lugar en la obra; sin omitirla, no es leída como un libro con plenos derechos y
poderes y casi siempre ha sido recibida como un documento extraño, escandaloso
y marginal: “Mi visión esencial del mundo es poco edificante; en realidad, no
apta para ser difundida”,10 dice Elizondo de sí mismo; mejor aún, de
un personaje de ficción, escrito, llamado Salvador Elizondo.
No es un caso
único, Borges también lo hizo, escribió sobre sí mismo con nombre y apellido,
con su condición y circunstancia, pero era otro. Elizondo al escribir se
escribe, dice Octavio Paz;11 así es, y lo hace como ningún
otro autor de las letras mexicanas. Elizondo parte del acto mágico de escribir
para llegar a la escritura misma (“escribo que escribo viéndome escribir que
escribo”) y desde la escritura misma saltar a la celebración de la inteligencia
y el pensamiento.
La imaginación y el argumento, el tema y la trama están
subordinados a la escritura, a la revelación de lo escrito, a la dicha de
ejercer el placer de escribir y ver asombrado las palabras que se fijan en el
papel y se extienden y fluyen para llenarse de sentido en el pensamiento o el
tiempo o en imágenes como una secuencia cinematográfica. Elizondo es un autor estructurado
y pulcro en extremo. La suya es una búsqueda de
la escritura con rigor matemático, de una nitidez simétrica tan bella e
inteligente como lúcida y fría.
No es difícil imaginar que Elizondo también
hubiera destacado en la lógica formal, en la filosofía de la ciencia. Dice Juan Malpartida: “Pasión de
científico, aunque nada positivista. Pasión analítica que, en muchas ocasiones,
se consume a sí misma en su propia mecánica, en su propia dialéctica, siguiendo
fatalmente la herencia de su admirado Valéry, el poeta que prefería escribir un
poema secundario sabiendo lo que escribía a escribir un poema genial de manera
inesperada”.12
Una de las lecciones de Elizondo es el
rigor, la calidad de su prosa, la pureza de su argumentación. Pero esas
virtudes no lo libraban de la ficción. Una biografía también es una novela, y
una autobiografía es la novela cuyo protagonista
es el autor de la novela. La autoficción es hacer literatura de ficción a
partir de la vida del escritor. La autobiografía narra la vida de
Elizondo y es a la vez un texto de ficción y esta verdad tan evidente, que
despierta suspicacias entre algunos críticos, de ninguna manera devalúa la
calidad del relato de su vida.
Escribe: Dermont F. Curley: “todo lo que ha
escrito Elizondo, ya sea un libro de poemas poco logrado, un cuento, un ensayo
crítico o una novela experimental, forma parte del intento de esculpir, de
formar, su propio universo literario y dramatizar su vocación por la escritura.
Sus puntos de vista sobre la literatura, el arte, la fotografía o el cine
revelan una clara propensión y la confirmación de sus obsesiones privadas”.13
Al crítico le faltó incluir en su lista los textos biográficos, la Autobiografía ,
tan literaria y narrativa y de ficción como cualquier otro.
Dice Curley: “Según Elizondo, el género
autobiográfico sólo es exacto y sincero en la medida en que el lenguaje le
permita serlo. Más importante que al sinceridad es el lenguaje, junto con l actitud
y la aplicación del escritor a lo que escribe”.14 Elizondo no podría
haber sido más claro sobre su Autobiografía en una entrevista con Adolfo
Castañón: “con un criterio estrictamente literario, distorsionando muchas veces
hechos de la realidad que merecían, en aras de la literatura, ser un poco
aderezados para que fueran más interesantes. Yo conté allí, puedo decirlo
ahora, muchas mentiras, no mentiras en el sentido estricto de la palabra, de
que no fueran ciertas, sino que eran medias mentiras. Había algo de realidad,
pero había tanta realidad como fantasía, o muchas veces más fantasía que
realidad”.15
No hay diferencia esencial entre una
biografía y una novela, entre una autobiografía y una novela, una pieza de
escritura de ficción. No sólo es así sino que no podría ser de otra manera. El
relato de la verdad objetiva y neutra, si tal es posible, tendría que buscarse
en otra parte, pero tampoco la crónica y la Historia pueden ser la verdad y solo la verdad y
toda la verdad. De hecho, no lo son. En el caso de la Autobiografía la
objetividad y verosimilitud quedan hechas añicos desde el momento mismo en que
el narrador hablará de sí mismo y su experiencia vital, su educación sentimental
y su formación estética.
Cualquier suceso que pasa por las manos y
las palabras de un escritor, aunque se inscriba en la Historia , pasa a ser
ficción. Un escritor no miente, y menos los más grandes y profundos; un
escritor inventa la realidad, le da imaginación,
veracidad y coherencia, un lenguaje y un registro, un ritmo, un color, un
ambiente, un tiempo, un punto de vista, todos esos elementos de la escritura
que le dan singularidad a un texto; en una palabra, lo que hace que un escrito
se inscriba en la obra y el talento y el pensamiento de un escritor.
“La literatura no es la vida, mucho menos
la descripción realista de ella. Por una parte, existe el papel que
desempeñan la fantasía y la imaginación; por otra, el criterio estrictamente literario,
el arte empleado. A expensas de una “mentirita” se proyecta la verdad no una
verdad moral, no el bien o el mal, sino la expresión por escrito de una idea o
emoción ideal.”16
La célebre “verdad de las mentiras”, la aproximación
a verdades esenciales desde la imaginación y su mezcla con el recuerdo, con
trozos de hechos reales, la especulación y la evocación del sueño y el mito es
la vía correcta, útil y necesaria. Tal vez la ficción sea la única manera en
que podemos mirar con nitidez la realidad. Abrumados por ésta, necesitamos de
la imaginación para explicarnos el mundo y al compleja condición humana.
Una autobiografía es una manera directa de
abordar el recuerdo imaginado de la propia vida, que da pie y sustento a mucho
más, una visión del mundo, un paseo por la cultura, una búsqueda, una tentativa
de responder a preguntas esenciales, una reflexión histórica, un ajuste de
cuentas, un corte de caja, una explicación al camino recorrido, una búsqueda
del que falta por recorrer, un vislumbre de sí mismo. “Si concebimos la
autobiografía como una forma de escribir, tenemos también la libertad de
emplear un lenguaje que vuelva trascendentes algunas experiencias que
aparentemente no lo son”.17
Es decir, una autobiografía es también
literatura pura y dura, tanto como una
novela o un cuento. Su singularidad consiste en que la vida del autor coincide,
al menos en líneas generales, con la del personaje que ha creado. El autor es
el único habitante y creador de una escritura de la que no es el único lector. Las
razones de ese escrito, las causas profundas en el caso de Elizondo no son un
secreto. Decía Elizondo en 1967: “publiqué una pequeña autobiografía en al que
yo creo que, en cierta medida, cuando menos, he puesto todas aquellas cosas de
mi vida personal que he considerado que han sido importantes en la búsqueda y en
el encuentro de mi vocación de escritor. […] Cuando digo escritor estoy
admitiendo o estoy proclamando una vocación de la que no puedo escindir el
sentido de mi vida personal. Es decir que mi vocación forma parte íntima de mi
vida personal”.18
Agotada la edición no permitió que la Autobiografía
volviera a reeditarse. Los ejemplares disponibles alcanzaron precios muy
elevados. En la medida que Elizondo ganaba prestigio y reconocimiento, su Autobiografía
se volvía un libro secreto, en documento imprescindible de ciertos círculos
literarios, en objeto de elogios y censura. Era un libro maldito prohibido no
por la censura sino por su propio autor. En los cafés y las aulas, en las
redacciones de las revistas y los diarios, en las editoriales y las librerías se
hablaba del libro que era verdaderamente
inconseguible.
Con los años, no fue difícil conseguir un juego de fotocopias si
se preguntaba por el libro aquí y allá, y se habló de ediciones piratas. Sin
duda, fue la circulación ilegal e informal del libro en estos soportes lo que
llevó a Elizondo a permitir una reedición de un libro que no quería volver a
publicar pero circulaba por las calles. Volvió a editarse en el año 2000 con la
autorización del autor bajo el nombre de Autobiografía precoz. Desde
entonces, ha sido publicada19 varias veces.
En esa pequeña joya
encuentran su sitio el descubrimiento del erotismo, la melancolía, la soledad,
del ensimismamiento, la construcción de un mundo propio, lucido, absurdo,
radical, impenetrable, absurdamente inmaduro y adolescente. Los amigos, el
alcohol y el burdel y luego el llamado del amor y con éste, el descubrimiento
de la poesía y el encuentro con la vocación literaria. La búsqueda de la
esencia de la poesía y la misión del poeta. La fallida vocación de pintor, el
largo camino para hacerse escritor, que sólo se consigue con la voluntad y el
ejercicio del oficio que consiste en sacar el mejor provecho a eso que suele
llamarse talento. Para conseguirlo, el novel escritor se hace en sus lecturas, ante
la vida y las palabras, en su manera de estar, de mirar. En la introspección,
en la experiencia vital, en tomar por asalto la cultura, en su manera de ver
cine y pintura, de mirar arquitectura y caminar por las calles de su barrio o
por París o Roma o Londres, ahí es donde se hace un escritor. Un escritor se
hace en su conciencia y sus palabras.
____
1 “Propósito Editorial”. Salvador
Elizondo. Autobiografía (Nuevos escritores mexicanos presentados
por sí mismos) Empresas Editoriales, S. A. México, 1966. El tiraje fue de
dos mil ejemplares.
2 Al
parecer, son 83 los cuadernos inéditos que dejó Elizondo. Una selección se
publicó en Letras Libres a lo largo de 2008 (http://www.letraslibres.com/revista/convivio/diarios-1958-1963-el-oficio-de-escribir?page=full).
A los cuadernos que escribía de noche, Elizondo los llamaba con toda justicia noctuarios.
La fotógrafa Paulina Lavista, esposa de Elizondo, comentó: “Salvador encontró
que en el encamado nocturno hacía muchas cosas. Era para él como meterse a un
sueño: acompañado de su whisky y sus pinturas, se ponía a escribir y a dibujar,
una especie de viaje hacia la aventura del recuerdo. Él sostenía que lo que se
escribía y hacía a esas horas era muy diferente a lo que se podía hacer durante
el día”. La Jornada ,
La Jornada de
enmedio, página 3ª, 26 de agosto de 2012.
3 “Novela
de amor y horror, de violencia y locura, de sadismo y magia, de aparecidos y
desaparecidos, de mutaciones y desdoblamientos, es una narración extraña y de
difícil clasificación en nuestras letras […] se lee sucesivamente con
curiosidad, con aprehensión, con malestar físico que a punto está de
convertirse en náusea, con rabia […] con
desaliento, con avidez y siempre con provecho artístico (Emmanuel Carballo, en
el “Prólogo” a Salvador Elizondo (Autobiografía), Empresas Editoriales,
México, 1966, pp. 5, 7.
4 Juan Vicente Melo celebró la aparición de la
“novela del tiempo, de la memoria y del olvido pero, sobre todo, novela del
amor en sus más extrema manifestación: la del éxtasis de la tortura, la del
ceremonial del terror […]. Utilizando procedimientos propios de ese género que
se ha dado en llamar la ‘antinovela’ y de Alain Resnais, Elizondo ha realizado
el experimento más ambicioso e importante en la novelística mexicana de los
últimos años” (Revista de la
Universidad de México, agosto 1966, p.31).
5 “Con
Farabeuf […] llegaba a la llana y directa literatura mexicana el sentido
alucinante y morboso, el juego de la ambigüedad y la presencia intercambiable
de la perversión, el horror y la belleza (José Luis Martínez, “Contestación” a
“Regreso a casa”, discurso de ingreso de Salvador Elizondo al ingreso a la Academia Mexicana
correspondiente a la Española ,
Coordinación de Humanidades, UNAM, 1982, p.32).
6 Octavio
Paz. Generaciones y semblanzas. Dominio mexicano. Obras Completas,
tomo IV. FCE, México, 1994, p. 90.
7 “Hay
que reconocer a Salvador Elizondo como un creador excepcional de infiernos;
quizá este sea el punto de inicio para una aproximación a su obra; sin embargo,
no es lo único que debe tomarse en cuenta, está también su inclusión dentro de
la categoría de escritor maldito, sus influencias literarias provenientes de
escritores satánicos (el término no es tan alarmante como parece) y las ideas
que subyacen y a veces se repiten (no como tautologías sino como motivos de
nuevos descubrimientos) dentro de su obra.
“Qué es ser un escritor maldito. Un
recorrido por la historia literaria proporciona nombres que pueden contestar a
esa pregunta: Baudelaire, Lautréamont, Bataille, el Marqués de Sade, Rimbaud,
Poe. Un escritor maldito va al encuentro de las fuerzas oscuras de la
naturaleza humana, desciende a los infiernos, tiene conversaciones sagradas con
el demonio, es un poseedor de obsesiones oscuras, casi ininteligibles,
tenebrosas, y lo que lo conduce a esto es un estado de zozobra interior que
acaso pueda encontrar consuelo en la blasfemia. Las flores del mal y Cantos
de Maldoror son ejemplos de esta literatura maldita.
“Un escritor maldito no elige serlo, lo es
sin remedio, y tiene que soportar el estigma y el goce de serlo. Salvador
Elizondo tiene una vida que refleja su alianza con las fuerzas oscuras que
estarán expresadas en su literatura. Sufrió de depresiones, alucinaciones,
delirios, hasta el grado de tener que ser internado en un hospital
psiquiátrico; su mirada siempre estuvo fija en escritores con los cuales se
sintió identificado y a su vez lo influyeron, y en general tuvo experiencias
tanto personales como literarias que le transmitieron un conocimiento preciso y
perverso del mundo de las sombras del alma humana”. Claudia Reina, “La escritura maldita en Farabeuf”,
en http://www.lamaquinadeltiempo.com/algode/elizondo.htm (consultado en octubre
de 2012).
8 Daniel
Sada en "La escritura obsesiva de Salvador Elizondo", en http://www.revistadelauniversidad.
unam.mx/6609/sada/66sada04.html (consultado en octubre de 2012).
9 José Luis Martínez, “Contestación” a “Regreso
a casa”, discurso de ingreso de Salvador Elizondo al ingreso a la Academia Mexicana
correspondiente a la Española ,
Coordinación de Humanidades, UNAM, 1982, p. 29.
10 Salvador Elizondo. Autobiografía
(Nuevos escritores mexicanos presentados por sí mismos) Empresas Editoriales,
S. A. México, 1966, p. 13.
11
Octavio Paz, Op. Cit.
12 Juan Malpartida, “Salvador Elizondo,
el grafógrafo”, prólogo a la
Narrativa completa de Salvador Elizondo,
Alfaguara, México, 1999. Esta edición de la narrativa completa incluye los
libros: Narda o el verano, Farabeuf, El hipogeo secreto, El
retrato de Zoe y otras mentiras, El grafógrafo, Camera lucida
y Elsinore. La Autobiografía
no está en esta edición; quizá porque no es considerada “narrativa” o ficción”,
en cualquiera de los dos casos es una ausencia notable.
13
Dermont F. Curley, En la isla desierta. Una lectura de la obra de
Salvador Elizondo, Universidad Autónoma Metropolitana-Cuajimalpa y
Editorial Aldus, México, 2008, p. 114-115.
14 Dermont F.
Curley, Op. Cit., p. 115.
15 Adolfo Castañón, “La escritura como
experiencia interior: entrevista a Salvador Elizondo”, Mascarones 5: Boletín
del Centro de Enseñanza para extranjeros 5, julio-septiembre de 1985; Citado
por Dermont F. Curley, Op. Cit., p. 115.
16 Dermont F. Curley, Op. Cit.,
p. 116.
17 Salvador Elizondo, “Salvador Elizondo”,
Los narradores ante el público, Joaquín Mortiz, Vol. 1, México, 1966, p.
167. Citado en Dermont F. Curley, Op. Cit. P. 116.
18 Salvador Elizondo,
Op. Cit., p. 155. Citado por Pablo Martínez Lozada en “Confesiones de una
máscara” en Cámara nocturna. Ensayos sobre Salvador Elizondo,
presentación y compilación de Daniel Orizaga Doguim, Fondo Editorial Tierra
Adentro, 437, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, México, 2011, p. 19.
19 EditorialAldus,
México, 2000. El mar de iguanas (Atalanta, Barcelona, 2010) es un
volumen que reúne los tres textos manifiestamente biográficos de Salvador
Elizondo: La Autobiografía
(ahora llamada Autobiografía precoz), el cuento “Ein Heldenleben”, la nouvelle Elsinore y una selección de los noctuarios.
(Una versión de este ensayo fue
publicada, gracias a Ernesto Garcianava, director editorial, en El Bibliotecario, Dirección General de
Bibliotecas del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, México. Número #86;
julio-septiembre de 2012.)
14 de abril de 2013
La despedida matutina de dos amantes
El viernes en la mañana iba al trabajo según las circunstancias: el traje planchado, la camisa blanca inmaculada, peinado a conciencia, impecable el nudo oxford de la corbata. Escuchaba las noticias de la radio. Todavía no eran las ocho. Un taxi se detuvo delante de mí en la Avenida de los Insurgentes. Entonces los vi, eran los enamorados. Él abrió la puerta trasera del taxi, caballeroso, atento. Se volvió y la abrazó como si fuera a perderla para siempre en el momento en que ella se subiera al taxi.
Ella llevaba un vestido color durazno que seguramente no era la mejor opción para una mañana fresca, demasiado corto, con un escote generoso y la espalda descubierta. Llevaba los zapatos de tacón en la mano. La melena estaba del todo revuelta como sólo podría estarlo a fuerza de caricias, el maquillaje seguramente había lucido mejor durante la noche. Él tenía cara de que no comprendía del todo las razones de su dicha y por las que ella se iba. Despeinado, atónito, llevaba una camisa blanca arrugada y mal abotonada por sobre los pantalones negros.
Algún automovilista tocó el claxon. Luego, otros los siguieron, de mala manera. Yo miraba, y comprendí que estaba delante del hecho más importante del día, de un prodigio, de una escena intensa, dulce y pura, que trascendía a los dos protagonistas, digna de insertarse en los anales de las escenas amorosas callejeras.
Aquellos dos se besaban y se volvían a besar en un beso que podría no haber concluido nunca. Se abrazaban como si se aferraran a un madero en medio del mar. Una noche puede parecer una eternidad, pero la desolación del otro día puede ser infinita.
Aquellos dos se abrazaban y se besaban como si en ello les fuera la vida, deseando fundirse en uno en ese acto, como si tuvieran la amarga certeza de que no volverían a verse nunca. Las manos iban del pelo a la cintura, del cuello al rostro, de arriba abajo. Se besaban las bocas y los ojos, las mejillas, los cuellos, las manos.
El taxi aguardaba, los automovilistas tocaban el claxon cada vez con más rabia y furia. Yo miraba, sólo miraba el prodigio de la escena como epifanía que se me había concedido presenciar. Empecé a imaginar historias. Condiciones, situaciones, circunstancias, las razones y las sinrazones... Luego, en algún momento después de las ocho, se separaron. Ella subió por fin al taxi. El taxi partió hacia el norte por la Avenida de los Insurgentes.
Él se quedó ahí, en la acera, en esa esquina, con una mano que hacía un gesto de despedida o lamento. Me hice preguntas que me repetí toda la mañana en la oficina. ¿Quiénes eran? Ella, ¿adónde iba, adónde volvía, de mañana, despeinada, con el maquillaje estropeado, con ese vestido durazno, cubierta de besos y con los zapatos en la mano?
Ella llevaba un vestido color durazno que seguramente no era la mejor opción para una mañana fresca, demasiado corto, con un escote generoso y la espalda descubierta. Llevaba los zapatos de tacón en la mano. La melena estaba del todo revuelta como sólo podría estarlo a fuerza de caricias, el maquillaje seguramente había lucido mejor durante la noche. Él tenía cara de que no comprendía del todo las razones de su dicha y por las que ella se iba. Despeinado, atónito, llevaba una camisa blanca arrugada y mal abotonada por sobre los pantalones negros.
Algún automovilista tocó el claxon. Luego, otros los siguieron, de mala manera. Yo miraba, y comprendí que estaba delante del hecho más importante del día, de un prodigio, de una escena intensa, dulce y pura, que trascendía a los dos protagonistas, digna de insertarse en los anales de las escenas amorosas callejeras.
Aquellos dos se besaban y se volvían a besar en un beso que podría no haber concluido nunca. Se abrazaban como si se aferraran a un madero en medio del mar. Una noche puede parecer una eternidad, pero la desolación del otro día puede ser infinita.
Aquellos dos se abrazaban y se besaban como si en ello les fuera la vida, deseando fundirse en uno en ese acto, como si tuvieran la amarga certeza de que no volverían a verse nunca. Las manos iban del pelo a la cintura, del cuello al rostro, de arriba abajo. Se besaban las bocas y los ojos, las mejillas, los cuellos, las manos.
El taxi aguardaba, los automovilistas tocaban el claxon cada vez con más rabia y furia. Yo miraba, sólo miraba el prodigio de la escena como epifanía que se me había concedido presenciar. Empecé a imaginar historias. Condiciones, situaciones, circunstancias, las razones y las sinrazones... Luego, en algún momento después de las ocho, se separaron. Ella subió por fin al taxi. El taxi partió hacia el norte por la Avenida de los Insurgentes.
Él se quedó ahí, en la acera, en esa esquina, con una mano que hacía un gesto de despedida o lamento. Me hice preguntas que me repetí toda la mañana en la oficina. ¿Quiénes eran? Ella, ¿adónde iba, adónde volvía, de mañana, despeinada, con el maquillaje estropeado, con ese vestido durazno, cubierta de besos y con los zapatos en la mano?
9 de abril de 2013
El peso de una novela
Algunas historias parecieran tan frágiles y delicadas como las alas de una mariposa por la transparencia de su prosa y su impecable precisión, pero en cada página se revelan tan fuertes, duras y poderosas como la cornamenta del rey de los antílopes.
Algunas novelas son tan bellas y verdaderas que a cada página crece el goce de la lectura tanto como el asombro y la dicha de leer un libro tan bueno. Con la impunidad del cazador furtivo, con la inocencia de la presa, me he sumergido en estas páginas para descubrir que el peso y la huella de un libro en el ánimo y la memoria se miden por su escritura verdadera tanto como su sabiduría para contar su historia con autoridad y mostrar la complejidad infinita de su pequeño mundo real.
Esta novela es dura y definitiva como un disparo en la pradera, vertical como un acantilado, sensible como el miedo, profunda como el instinto. En ella caben el hombre y el antílope, las estaciones y sus ciclos de vida, el depredador mayor y la lucha por las hembras y el poder, la lucha ritual y abierta en el reino animal, la torpe y acaso imposible relación con una mujer, el canto de una armónica que impide la relación con otros hombres, la decadencia y por tanto el principio del fin de un reinado y de una vida.
Aquí se cuenta una historia, pero también sucede un lenguaje, un ritmo, una sabiduría narrativa. Todo cabe en la novela porque todo está en su sitio. Todo brilla y sucede en armonía porque todo está en equilibrio, los rivales antagonistas, los diáfanos misterios, la intimidad del orden de la vida, la terrible belleza de un mundo cruel, el mejor de los mundos posibles, según Leibniz.
Una línea de prosa puede y debe ser tan perfecta e invariable como un verso de un poema, sentenció Flaubert, y tal vez Erri de Luca lo tenía muy presente mientras componía con maestría y dueño pleno de su oficio Il peso della farfalla (El peso de la mariposa; Sexto Piso), impecable pieza de escritura, novela ejemplar, asombrosa del título a la última palabra. La belleza sucede y suele ser inexplicable.
7 de abril de 2013
Un grifo, un punto, un destino
El grifo de
la cocina tiene una palanca de diseño moderno que si es movida de izquierda a
derecha el agua sale caliente o fría, y al accionarla de arriba abajo permite o
no el paso del agua y gradúa la intensidad del chorro. Nada nuevo, salvo que
esta palanca se cierra en un punto neutro, por así decirlo, que yo no puedo
encontrar.
Por más que
lo intento, cada vez que lo uso no puedo cerrarlo del todo, una gota incesante
en fuga da cuenta de mi fracaso. Lo intento una y otra vez y no puedo dejar la
palanca en ese punto exacto en el que deje de salir el agua. Cada vez que mi
mujer ve la gotera, hace un gesto, me mira con indulgencia una vez más y en un
segundo pone a la palanca en su sitio y deja de salir agua. Yo miro ese proceso
como un prodigio, asombrado por la manifestación de un arte o conocimiento
superior que no me ha sido revelado. (Así ha sido desde que nos mudamos a esta
casa, hace años, sin faltar ni una sola vez.) Ella abre y cierra el misterio
como si sólo abriera o cerrara una llave de agua.
No me he
resignado, pero he comprendido que por alguna razón no puedo cerrar el grifo.
La fuga de agua me acongoja tanto como mi torpeza. Escucho caer las gotas y en
esa clepsidra cuento mis intentos y la dimensión de mi derrota que se extiende
gota a gota en el tiempo.
Pero algo
ha cambiado. Desde hace unos días ha dejado de ser un asunto doméstico y la
palanca del grifo de la cocina es mucho más que la palanca del grifo de la cocina
y la gotera de agua es mucho más que la gotera de agua. Empiezo a sospechar que
no domino el arte de cerrar el grifo porque en ese punto de equilibrio, en esa
posición única, ahí encontraría tal vez algo extraordinario. Sí, me digo, debe
de haber una causa superior, un dios se opone a que yo cierre el grifo porque
en ese acto podría encontrar la piedra de toque de toda una filosofía, el
último verso memorable y perfecto de la lengua española, la respuesta a algunas
de las preguntas esenciales.
Tal vez podría adquirir un poder desmesurado,
cósmico, como el conocimiento del punto en el que la palanca del grifo se
situara en el lugar exacto en el que Arquímedes encontraría el punto de apoyo
que necesitaba para mover el mundo, o tal vez me sería dado, me digo, la gracia
de la visión total, absoluta y aniquilante, el Aleph del que da noticias
Borges, el punto o lugar donde están, sin confundirse, todos los lugares del
orbe, vistos desde todos los ángulos.
Desde que
comprendí la razón de mi incapacidad para cerrar el grifo (para domar al ser
fabuloso), mis intentos son el compás de espera; en ese reloj de agua cuento y
aguardo el momento en que se revelará mi dicha, mi fortuna, mi destino.